La herejía nestoriana y el Tercer Concilio Ecuménico
Cuando todos esos que se habían atrevido a hablar en contra de la santidad y la pureza de la Santísima Virgen María se silenciaron, entonces se dirigieron sus ataques en un intento de destruir su veneración como Madre de Dios. En el siglo quinto, el Arzobispo de Constantinopla, Nestorio, comenzó a predicar que María había dado a luz sólo al hombre Jesús, en quien la Divinidad había tomado morada y en quien habitó como en un templo. Al principio Nestorio permitió a su presbítero Anastasio predicar tal enseñanza y más tarde él mismo comenzó a enseñar abiertamente en la iglesia que a María no se le debería llamar “Theotokos” (Madre y Deípara de Dios), ya que no había dado a luz al Dios-Hombre.
Consideraba denigrante para él, el tener que adorar a un niño envuelto en telas y acostado en un pesebre.
Tales sermones evocaron, al principio, una perturbación y un malestar general por la pureza de la fe, sobre todo en Constantinopla, pero más tarde se extendió el rumor de la nueva enseñanza por todas partes. San Proclo, el discípulo de San Juan Crisóstomo, que era entonces obispo de Cícico y más tarde fue Arzobispo de Constantinopla, dio un sermón en la iglesia, en presencia de Nestorio, en el que confesó que el Hijo de Dios nació en la carne de la Virgen, quién en verdad es la Theotokos (Deípara y Madre de Dios), pues ya en el seno de la Purísima, en el momento de su concepción, la Divinidad se unió con el niño concebido del Espíritu Santo; y este Niño, a pesar de que nació de la Virgen María sólo en Su naturaleza humana, ya nació como verdadero Dios y verdadero Hombre.
Nestorio se negó obstinadamente a cambiar su doctrina, diciendo que había que distinguir entre Jesús y el Hijo de Dios, que María no debería ser llamada la Theotokos, sino Cristotokos (Deípara de Cristo), ya que el Jesús que nació de María fue sólo el Cristo hombre (que significa Mesías, el ungido), al igual que a los ungidos de Dios de la antigüedad, los profetas, sólo siendo superior en la plenitud de la comunión con Dios. La enseñanza de Nestorio por lo tanto constituía una negación de toda la economía de Dios, porque si de María no nació más que un hombre, entonces no fue Dios quien sufrió por nosotros, sino un hombre.
San Cirilo, Arzobispo de Alejandría, al enterarse de la enseñanza de Nestorio y de los trastornos evocados en la iglesia por dicha enseñanza en Constantinopla, escribió una carta a Nestorio, en la que trató de persuadirlo para que aceptase la enseñanza que la Iglesia había confesado desde sus orígenes, y a no introducir nada nuevo en esta enseñanza. Además, San Cirilo escribió al clero y al pueblo de Constantinopla animándoles a que fueran firmes en la fe ortodoxa y a no temer las persecuciones por Nestorio contra los que no estaban de acuerdo con él. San Cirilo también escribió informando de todo a Roma, al santo Papa Celestino, quien con todo su rebaño fue entonces firme en la Ortodoxia.
San Celestino por su parte escribió a Nestorio y le pidió que predicase la fe Ortodoxa, y no la suya. Pero Nestorio se mantuvo sordo a toda persuasión y respondió que lo que él predicaba era la fe Ortodoxa, mientras que sus oponentes eran herejes. San Cirilo escribió de nuevo a Nestorio y le compuso doce anatemas, es decir, un enunciado en doce párrafos sobre las principales diferencias con respecto a la enseñanza Ortodoxa de la doctrina predicada por Nestorio, declarando la excomunión de la Iglesia para todo aquel que rechazase incluso uno sólo de los párrafos que había compuesto.
Nestorio rechazó la totalidad del texto compuesto por San Cirilo y escribió su propia exposición de la doctrina que predicaba, igualmente en doce apartados, anatemizando (es decir, excomulgando de la Iglesia) a todo aquel que no los aceptase. El peligro hacia la pureza de la fe fue creciendo todo el tiempo. San Cirilo escribió una carta a Teodosio el Joven, que estaba reinando por aquel entonces, a su esposa Eudoquia (Eudoxia) y a la hermana del Emperador, Pulqueria, rogándoles de que se preocupasen de los asuntos eclesiásticos y que restringieran la herejía.
Se decidió entonces convocar un Concilio Ecuménico, en el que los jerarcas, reunidos de los confines del mundo, debían decidir si la fe predicada por Nestorio era Ortodoxa. Como lugar para el Concilio, que sería el Tercer Concilio Ecuménico, eligieron la ciudad de Éfeso, en la cual la Santísima Virgen María habitó una vez junto al Apóstol Juan el Teólogo. San Cirilo reunió a sus compañeros obispos de Egipto y junto con ellos viajó por mar a Éfeso. Desde Antioquía por tierra vino Juan, arzobispo de Antioquía, con los obispos orientales. El Obispo de Roma, San Celestino, no podía ir y le pidió a San Cirilo que defendiera la fe Ortodoxa, y además de su mano envió a dos obispos y al presbítero de la Iglesia Romana Felipe, a quien también le dio instrucciones precisas en cuanto a qué decir. A Éfeso llegó igualmente Nestorio y los obispos de la región de Constantinopla, de Palestina, Asia Menor y Chipre.
El décimo día de las calendas de Julio, según el cómputo romano, es decir, el 22 de junio del año 431, en la Iglesia de Efeso de la Virgen María, los obispos reunidos, encabezados por el obispo de Alejandría, Cirilo, y el obispo de Éfeso, Memnon, tomaron sus lugares. En medio de ellos se colocó un Evangelio como signo de la invisible dirección del Concilio Ecuménico por Cristo mismo. Al principio, se leyó el Símbolo de Fe, que había sido compuesto por el Primer y Segundo Concilios Ecuménicos; entonces se leyó ante el Concilio la Proclamación Imperial que fue traída por los representantes de los emperadores Teodosio y Valentiniano, Emperadores de Oriente y de las partes Occidentales del Imperio.
Habiéndose escuchado la Proclamación Imperial, comenzó la lectura de los documentos, y se leyeron las Epístolas de Cirilo y Celestino a Nestorio, así como las respuestas de Nestorio. El Concilio, por boca de sus miembros, reconoció la enseñanza de Nestorio como impía y la condenó, declarando a Nestorio como privado de su Sede y del sacerdocio. Se compuso un decreto al respecto, que fue firmado por cerca de 160 participantes del Concilio; y puesto que algunos de ellos representaban también a otros obispos que no tuvieron la oportunidad de estar personalmente en el Concilio, el decreto del Concilio fue en realidad una decisión de más de 200 obispos, que tenían sus sedes en distintas regiones de la Iglesia en ese tiempo, y testificaron que confesaban la Fe, que desde la antigüedad se había mantenido en sus localidades.
Así, el decreto del Concilio fue la voz de la Iglesia Ecuménica, que expresó con claridad su fe en que Cristo, nacido de la Virgen, es verdadero Dios que se hizo Hombre; y en tanto que María dio a luz al perfecto Hombre, que fue al mismo tiempo, perfecto Dios, Ella con razón debe ser reverenciada como THEOTOKOS.
Al final de la sesión su decreto fue inmediatamente comunicado a la gente que estaba esperando. El conjunto de Éfeso se alegró cuando se enteró de que la veneración de la Santísima Virgen había sido defendida, pues era especialmente venerada en esta ciudad, de la que había sido residente durante su vida terrenal y patrona después de su partida a la vida eterna. La gente recibió a los Padres en éxtasis cuando volvieron a sus casas durante la noche después de la sesión. Les acompañaron a sus hogares con antorchas encendidas, mientras quemaban incienso en las calles. Por todas partes se oían saludos de felicidad, glorificaciones a la Siempre Virgen, y las virtudes de los Padres que habían defendido el nombre de la Theotokos contra los herejes. El decreto del Concilio se expuso en las calles de Éfeso.
El Concilio celebró cinco sesiones más los días 10 y 11 de Junio; 16, 17 y 22 de julio; y el 31 de agosto. En estas sesiones se expusieron, en seis canónes, las medidas de acción en contra de aquellos que se atrevieran a difundir la enseñanza de Nestorio y/o cambiar el decreto del Concilio de Éfeso.
En la queja de los obispos de Chipre contra las pretensiones del obispo de Antioquía, el Concilio decretó que la Iglesia de Chipre debía preservar su independencia en el gobierno de la Iglesia, que había poseído desde los Apóstoles, y que, en general, ninguno de los obispos debería tomar para sí mismos regiones que previamente habían sido independiente de ellos, «no sea que con el pretexto del sacerdocio, el orgullo por el poder terrenal nos haga apropiarnos de ello, y para que no perdamos, arruinando poco a poco, la libertad que nuestro Señor Jesús Cristo, el libertador de todos los hombres, nos dio por Su Sangre.»
Asimismo, el Concilio confirmó la condena de la herejía Pelagiana, que enseñó que el hombre puede salvarse por sus propias fuerzas, sin la necesidad de contar con la gracia de Dios. Decidió también ciertos asuntos de gobierno de la iglesia, y dirigió epístolas a los obispos que no habían asistido al Concilio, anunciando sus decretos y exhortando a todos a permanecer en guardia por la Fe Ortodoxa y la paz de la Iglesia. Al mismo tiempo, el Concilio reconoció que la enseñanza de la Iglesia Ecuménica Ortodoxa había sido plena y lo suficientemente clara estableciendo el Símbolo Niceno-Constantinopolitano de la Fe, y por eso mismo no compuso un nuevo Símbolo de la Fe y prohibió en el futuro “el componer otra Fe», es decir, componer otros Símbolos de la Fe o realizar cambios en el Símbolo que había sido confirmado en el Segundo Concilio Ecuménico.
Este último decreto fue violado varios siglos más tarde por los cristianos de Occidente cuando, al principio en lugares aislados, y luego a lo largo de toda la Iglesia romana, se añadió en el Símbolo de Fe que el Espíritu Santo procede «y del Hijo», siendo, además, dicha adición aprobada por los papas de Roma desde el siglo XI, a pesar de que hasta ese momento sus predecesores, comenzando por San Celestino, se mantuvieron firmes en la decisión del Concilio de Éfeso, que fue el Tercer Concilio Ecuménico, y lo cumplieron.
Así, la paz que había sido destruida por Nestorio se instaló una vez más en la Iglesia. La verdadera Fe se defendió y las falsas enseñanzas se acusaron.
El Concilio de Éfeso se venera con razón como ecuménico, al mismo nivel que los Concilios de Nicea y Constantinopla que le precedieron. En él estuvieron presentes representantes de toda la Iglesia. Sus decisiones fueron aceptadas por toda la Iglesia «de un extremo a otro de la tierra». En él también se confesó la enseñanza que nos había sido legada desde tiempos Apostólicos. El Concilio no creó una nueva enseñanza, sino que testificó en alta voz la verdad que algunos habían tratado de sustituir por una invención. Se estableció una confesión más precisa sobre la Divinidad de Cristo, que nació de la Virgen. La creencia de la Iglesia y su juicio sobre esta cuestión se expresó tan claramente que nadie podría desde ese momento en adelante atribuir a la Iglesia sus propios falsos razonamientos. En el futuro, podrían surgir otras cuestiones que exigieran la decisión de toda la Iglesia, pero no la cuestión de si Jesucristo era Dios.
Los Concilios posteriores basaron sus decisiones en los decretos de los concilios que los habían precedido. No compusieron un nuevo Símbolo de Fe, sino que sólo dieron una explicación del mismo. En el Tercer Concilio Ecuménico hubo una firme y clara confesión de la enseñanza de la Iglesia sobre la Madre de Dios. Anteriormente los Santos Padres acusaron a los que habían calumniado la vida inmaculada de la Virgen María; y ahora en cuanto a los que trataban de disminuir su honor fue proclamado a todos que: «El que no confiesa que el Emmanuel sea verdadero Dios y, por tanto, a la Santísima Virgen como la Theotokos, ya que dio a luz, según la carne, al Logos que procede de Dios el Padre y que se hizo carne, sea anatema (separado de la Iglesia) «(Primer Anathema de San Cirilo de Alejandría).
Traducido por hipodiácono Miguel P.
en 2014 ®
para cristoesortodoxo.com
Categorías:San Juan Maximovicht, theotokos
Deja una respuesta