El Camino. Introducción parte 3. Por Giorgos Metalinos.

2. La Iglesia y el mundo

La imagen que prevaleció como la más fiel representación de la Iglesia era el barco, porque de hecho, la Iglesia viaja -sigue el camino- como un barco, a través del mar de la Historia.

Esforzándose según el mandamiento de Su Fundador (Juan 15:10), por permanecer para siempre como la nueva magnitud en la Historia, la Iglesia tomó una posición opuesta a aquellos poderes que definieron y dieron forma a la sociedad de la época, y simultáneamente se disoció -siendo una “comunidad de Gracia”- de las instituciones y las estructuras que la PAX ROMANA había impuesto sobre la sociedad con su robusto centralismo. Así, la Iglesia se disoció del judaísmo (esta obra está básicamente atribuida al apóstol San Pablo), y eliminó de Su seno a los “judaizantes” -esto es, a los que querían subyugar el cristianismo a la letra de la Ley y al ritualismo judío, y que unía la universalidad de la Iglesia al nacionalismo judío.

También se disoció del helenismo como paganismo-idolatría, y excluyó de la comunión con Ella todos los rastros helenizantes que aspiraban a mezclar el cristianismo con la filosofía y la mitología del mundo (por ejemplo, el gnosticismo), algo que habría confinado el papel de la Iglesia a un marco de adoración religiosa, transformándola así en un subtítulo -o incluso un simple suplemento- de la idolatría.

Por otro lado, permaneciendo fiel a Su misión universal y eterna y a Su carácter divino-humano que evitaba toda posibilidad de quedar atrapada en la temporalidad y fugacidad, la Iglesia se diferenció de la mentalidad estado/romano que había intentado repetidamente -especialmente durante los siglos IV y V- explotar a la Iglesia usándola como medio de predominio temporal y prevalencia. Por supuesto, esta clase de batalla es luchada por los santos de todas las eras, por los contenciosos y consistentes miembros de la Iglesia, que comprenden la Iglesia en cada época. Los santos son los intransigentes.

Esta batalla muchas veces afrontada aspiraba a la preservación de la pureza de la Iglesia, esto es, Su identidad y Su carácter divino-humano. En paralelo, (como evidenciaron los Hechos), empezó a desarrollar Su obra misionera multilateral, es decir, Su curso hacia la incorporación del mundo para su salvación. Toda la vida de la Iglesia es un continuo acercamiento al mundo, una labor de ministerio misional. La vida de la Iglesia y Sus acciones en el mundo son un constante testimonio de esperanza y fe. Sin embargo, también es un testimonio de amor -el amor de Dios por el mundo y la humanidad- la suprema forma de amor y al mismo tiempo la más pura forma de amor, que llega al punto ofrecerse Dios mismo (sacrificarse) por el bien del mundo (Juan 3:16).

El testimonio de la Iglesia en el mundo caído no carecía de reacciones. Según los santos padres, estas reacciones son de una naturaleza espiritual; son la obra del demonio, que guía a sus instrumentos terrenales para oponerse a la Iglesia. Además, el apóstol Pablo ya había dicho lo siguiente, repetidamente: “Porque para nosotros la lucha no es contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de las tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial” (Efesios 6:12).

La primera forma de reacción e interceptación en la obra de la Iglesia fueron las persecuciones; estas fueron violentas y crueles medidas contra la Iglesia, que fueron atribuidas a prejuicios filosóficos, sociales, políticos e ideológicos, etc. Durante toda Su vida, la Iglesia afrontó (y continúa afrontando), una serie completa de persecuciones, de una variedad de formas y maneras. Los tres primeros siglos están caracterizados como la era de persecuciones de la Iglesia en el estado romano.

Se libraron persecuciones contra la Iglesia desde el siglo I, originalmente por parte de los judíos, que vieron a la Iglesia como una herejía judía que apostataba del judaísmo. Sin embargo, más especialmente, era porque el cristianismo -como la continuación de la “fe” de los santos del Antiguo Testamento en el anticipado Mesías (Jesús Cristo)- había expuesto la falacia de la tradición farisaica y la adulteración de religión judía por las “tradiciones de hombres” (Marcos 7:8). El primer mártir del cristianismo en nombre del judaísmo fue el Señor mismo, a causa de Su sermón anti fariseo. La primera persecución organizada del judaísmo contra el cristianismo, que fue la sentencia de Esteban (30 d. C.), fue seguida por una serie de otras persecuciones, que demandaron un significativo número de víctimas. Desde el tiempo de la destrucción de Jerusalén (70 d. C.), empezaron a menguar las persecuciones organizadas del cristianismo por parte del judaísmo.

Mucho más extensas y sangrientas fueron las persecuciones del Estado Romano contra la Iglesia. Las razones para estas persecuciones eran también variadas. El odio del pueblo fue alimentado por todas las calumnias contra los cristianos, y esto llevó a su persecución. Además, también estaba la oposición de los filósofos, las sospechas del Estado sobre el carácter cerrado y la “exclusividad” de la Iglesia, así como las peculiaridades de ciertos emperadores (por ejemplo Nerón, Decio, etc.), que dieron lugar a las persecuciones. Su número oscila entre siete y diez. Las más severas fueron durante el tiempo de Nerón (64 d. C.), de Decio (249-251 d. C.), y de Diocleciano (303 d. C.). Las persecuciones del Estado Romano cesaron en el año 311 d. C. (decreto de Galerio), mientras que en el año 313 d. C., el cristianismo fue reconocido por el Estado como religión oficial. Esto fue, por supuesto, una “victoria” para el cristianismo, pero causó muchos otros problemas en la vida de la Iglesia, como Su precaria dependencia y a veces incluso Su subyugación al Estado. Las persecuciones a menudo cambiaban su forma, pero nunca cesaron completamente, en la medida en que continuaron de forma obvia o secreta, hasta nuestros días.

Fue la era de las persecuciones la que dio origen a los mártires. Su sacrificio era la última expresión de su fe cristiana y firmeza. Desde el principio, la Iglesia los honró “como su propio corazón”. El sacrificio de un mártir era un testimonio de Cristo, y con su martirio (habiendo sido “bañados” en su propia sangre), inmediatamente entraba en el reino de Dios. Por eso la Iglesia adscribía casi el mismo significado al “bautismo de sangre” o martirio, como lo hacía para el bautismo por agua. Más tarde, pso al mismo nivel de importancia el “bautismo de lágrimas”, que es la forma monástica de arrepentimiento. La medida en la que la Iglesia honraba el martirio -como el firme testimonio de Cristo- es aparente en uno de los discursos de Orígenes: “El tiempo de paz”, decía, “es beneficioso para Satanás, porque priva a la Iglesia de Sus mártires”.

Sin embargo, el periodo de persecuciones y ataques contra el cristianismo, principalmente por parte de los gentiles cultos, dio lugar al desarrollo de la teología de la Iglesia, inicialmente en la forma de apologías. Su propósito era hacer frente a la calumnia de los gentiles para probar la superioridad de la enseñanza cristiana y convencer a los emperadores, mas también a la gente, de que la Iglesia era todo menos un peligro para ellos. Hay apologías contra los judíos y contra los gentiles. Los apologistas del cristianismo son conocidos como los primeros “teólogos” en el sentido contemporáneo del término. Sin embargo, la apologética como un elemento literario continuó en los siglos siguientes y nunca ha dejado de utilizarse, tras haber sido presentada según las necesidades de cada época.

Siguiendo el cese oficial de persecuciones, comenzó un periodo de inactividad en la lucha espiritual en la Iglesia, mientras también se observaban unas fuertes tendencias de compromiso, sumisión y consonancia con el mundo. Continuó el testimonio de los mártires, pero con una nueva forma de mártirio, no sangrienta esta vez, sino de conciencia, esto es, por los monjes. El monacato, que apareció a finales del siglo III y principios del siglo IV como un movimiento organizado (Antonio el Grande, Pacomio), fue entendido como una revolución radical contra los males del mundo, como una negación de todo compromiso con las cosas de este mundo y la aplicación de la forma de vida del Evangelio. El ministerio angélico del monacato (el ideal de la ascesis), junto con su “añoranza por el reino, entró en conflicto con el carácter abiertamente humano del imperio, que tal vez se apresuró demasiado pronto a llamarse cristiano”, como astutamente señaló P. Evdokimov.

El fracaso parcial o total del cristianismo mundano de llevar a cabo la metamorfosis de la sociedad en una cristiana, se rectificó con el cenobio monástico, cuyo organizador fue San Basilio el Grande, uno de los mayores padres de la Iglesia. El monaquismo cenobítico, con el que el monaquismo anacorético nunca ha dejado de permanecer unido -aunque sea poco-, permanece perennemente como el recordatorio constante de la necesidad consonancia y de sistematizar la comunidad cristiana de una forma absolutamente evangélica. Así, el monaquismo no es evitar o un desprecio del mundo; es un abandono tópico del mundo caído, que sin embargo continua llevando internamente, dentro de sus pensamientos, ¡sus cuidados y oraciones!. El sacrificio general del monaquismo es una ofrenda, por el bien de la vida del mundo y su salvación, para que el mundo siempre tenga presente la medida de la verdadera vida, de su veracidad y su santidad.



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