Vi la Santa Luz, parte 1

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Por el padre Savva Achileos

 

 

Prólogo

Se han dicho y se han escrito muchas cosas sobre la Santa LUZ. Sin embargo, no importa lo que se haya recopilado, pues la Santa LUZ aún es un fenómeno enigmático. Esta misteriosa Luz surge espontánea e inexplicablemente todos los Sábados Santos desde la Santa y Vivificante Tumba de Cristo Salvador resucitado.

Durante la primavera de 1952, se me concedió por la gracia de Dios, venerar por primera vez los santos lugares de Jerusalén. Lo más importante es que quería estar presente en los magníficos oficios de la Santa Pasión para ver la Santa LUZ.

Han pasado muchos años desde entonces. La Santa LUZ y el único oficio de aquel día especial, siempre permanecieron en mi alma como un misterio. Nadie fue capaz de darme una explicación con relación a esta Divina LUZ y satisfacer las cuestiones sin responder que se establecieron en mi mente.

¿Qué es la Santa LUZ? ¿CUÁL ES EL ORIGEN DEL FUEGO SANTO?

¿Qué sucede durante el oficio de cada Sábado Santo, cuando aparece la LUZ y cómo en un momento dado su resplandor arde como una llama?

¿Quién recibe esta Divina LUZ y la imparte entonces a todos los que la esperan?

Estas cuestiones y muchas otras no tenían respuestas para mi.

En 1980, durante la semana de Pascua, regresé por cuarta vez a Tierra Santa con un grupo de piadosos peregrinos. Nos sentimos afortunados de visitar de nuevo los memorables lugares, lo cual nos hizo sentir más ardiente e intensamente la presencia de Dios.

Una mañana, cuando había relativamente pocos peregrinos, nuestro grupo conoció a un santo hombre, el padre Mitrofanis, en la entrada del Santo Sepulcro. Vimos una amistosa y desgastada figura en este santo geronta. Su rostro ascético era deslumbrante. Su dulce y gentil sonrisa rivalizaba a la de los ángeles. Era de estatura media. Su cabello puramente blanco daba testimonio de la altura y del ascetismo de este piadoso y anciano monje. Fiel a su deber de guardián del Santo Sepulcro, servía con mucho fervor, fe y devoción.

Tras unos minutos de saludos y de darnos a conocer, el padre Mitrofanis nos describió sorprendentes escenas de su turbadora vida. Describió en detalle la dureza y los sufrimientos que padeció para llegar a Tierra Santa. Con humildad mencionó la honorable posición que obtuvo como guardián del Santo Sepulcro. También estaba profundamente perplejo y lleno de preguntas con relación a la Santa Luz.

Como confirmación de esta detallada narración, nos contó cómo finalmente fue testigo de la aparición espontánea de la LUZ, el Misterio de los siglos, el hecho que todo fiel cristiano desea ver.

Por la gracia de Cristo, hacemos todo el esfuerzo posible para presentar en un libro estos hechos históricos detallados, tal y como fueron contados por el padre Mitrofanis. Pedimos a nuestros devotos lectores, para que por medio de ellos, Dios sea misericordioso con el ahora difunto geronta, el autor y los traductores. Sin embargo, pedimos fervientemente al Señor para que su misericordia y bendiciones sean concedidas a los lectores de este pequeño libro y para todos los que viajen a Tierra Santa.

Archimandrita Savvas Achilleos Agios Georgios, Korea 162 33 Byron

Atenas, Grecia.

 

 

  1. LOS PRIMEROS AÑOS DE MI VIDA.

Miltiadis Papaioannou fue el nombre dado al monje de 86 años de quien se escribe este libro. Era santo, humilde, paciente y tranquilo, como es propio de los devotos y fieles seguidores de Cristo. Era santo, inocente, humilde y tranquilo, como corresponde a un devoto y fiel seguidor de Jesús. Era, verdaderamente, una figura ejemplar rebosante de piedad. Durante 57 años completos permaneció en pie durante gran parte del día y de la noche como guardián diligente del Santo Sepulcro. Este santo lugar es donde reside el corazón de la Ortodoxia y de donde fluye la gracia y el amor sin fin.

En el día de su ordenación monástica, Miltiadis Papaioannou recibió, del Patriarca de Jerusalén, DAMIANOS I, el nombre de MITROFANIS Papaioannou. Un encuentro con el santo geronta era capaz de inspirar en el visitante y peregrino una ilimitada confianza. Sus ojos claros y brillantes calmaban el alma de los que conversaban con él. Su rostro juvenil, a pesar de su vejez, parecía como si estuviera iluminado por la LUZ y la gracia celestial del entorno santificado.

En presencia de tal persona, uno podía, literalmente, quedarse enganchado de cada palabra que procedía de este santo hombre y someterse sin reservas a la verdad de lo que decía.

  1. EL ENCUENTRO CON EL SANTO GERONTA.

Una mañana encontramos tiempo para un respiro, para vivir en nuestros corazones y mentes la Santa Pasión de Cristo nuestro Salvador, la Cruz, el Entierro y su Resurrección.

El santo geronta estaba esperando en la entrada del Santo Sepulcro a los primeros pocos peregrinos que llegaban temprano. Tan pronto como el padre Mitrofanis nos vio desde lejos, reconoció que éramos cristianos ortodoxos de Grecia. Gente de todo el mundo venía a venerar la tumba de Cristo. No era fácil para nadie cerciorarse quién era cada peregrino y de dónde procedía, pero el padre Mitrofanis no tuvo dificultad en darse cuenta de que éramos compatriotas. Estaba esperando a que nos acercáramos a él, y tras saludarnos, comenzó a hablar.

“¿Sois de la patria de Grecia, el país libre y cristiano? Bienvenidos. Que vuestra peregrinación sea una bendición para vosotros, hijos míos. Que Cristo os conceda venir todos los años a venerar este santo lugar”.

Le dimos las gracias y besamos su mano. Y el santo varón, como si lo conociéramos desde hacía muchos años, empezó inmediatamente a conversar con nosotros. Poco a poco, la cálida y cordial conversación se convirtió en un relato de la vida del anciano asceta. Empezó contándonos sorprendentes experiencias a las que había sobrevivido por la gracia de Cristo Resucitado.

Quisimos escuchar con gran entusiasmo la continuación y el final. Mientras escuchábamos, a menudo conteníamos la respiración mientras contaba hecho increíbles. Algunas veces, nuestros ojos se llenaban con lágrimas de emoción. Otras veces, un escalofrío se apoderaba de nosotros cuando escuchábamos horribles historias de sus desgracias. A menudo le interrumpíamos para anticiparnos a aprender más.

“¿Qué pasó entonces, santo geronta?”. Y él, lleno de emoción como si estuviera en medio de estos hechos, revivía sus durezas y agonías. Con un giro hábil y diestro de sus palabras, regresaba a sus años de juventud. Tras un momento de silencio, con simplicidad y calma, empezó a contarnos la historia de su vida.

“En 1921, yo tenía exactamente 21 años. Mi familia era del pueblo de Pulantzaki, en el hermoso y renombrado distrito del Ponto (Asia Menor), llamado Kerasounta. Durante los días de mi juventud hubo una gran persecución contra los cristianos ortodoxos por parte de los turcos musulmanes, mientras a diario sucedían masacres sin precedentes de población desprotegida. Mujeres, niños, y ancianos eran asesinados indiscriminadamente. Los demás, para salvar sus vidas, huían de un lugar a otro para esconderse. Mil familias de nuestra área fueron masacradas. Fueron añadidos a la legión de mártires de la fe. Otras mil personas fueron arrestadas, encarceladas, y conducidas a sufrir torturas inimaginables. Terminaban sus vidas bajo la presión de horribles tribulaciones, aflicciones y sufrimientos. Así, también ellos recibieron una recompensa celestial por sus sufrimientos.

A los que sobrevivían, les esperaban más pruebas y miserias. Tras su desafortunado arresto eran conducidos a un lugar distante en el Kurdistán. Yo estaba entre las víctimas que sobrevivieron. Mis padres y hermanos no sobrevivieron. Fueron asesinados y murieron por su fe y por amor a su patria. No pude estar con ellos, ayudarlos, o incluso escuchar sus últimas palabras. Era un infierno real.

Sin pan y sin agua, y con dolor, temor y agonía en nuestros corazones, sólo el cielo sabe cómo soportamos durante dos meses el terrible trasiego desde Kerasounta hasta Kurdistán. Durante aquel tiempo fuimos cruelmente maltratados y perseguidos. Al llegar a nuestro destino, los que sobrevivieron eran menos que los que habían muerto.

(Es imperativo que los hechos documentados, pero raramente mencionados del genocidio turco, ordenado por Kemal Ataturk, de la población griega de Asia Menor sea publicado. ¡¡Es insanamente irónico que tales actos barbáricos como los perpetrados a principios del siglo XX, sean repetidos al final del siglo. Los Poderes Occidentales, que supuestamente se consideran a sí mismos cristianos y muy civilizados, usen la OTAN y las Naciones Unidas para atacar incesantemente y sin misericordia a la indefensa población serbia, simplemente porque son cristianos ortodoxos.)

Para los que sobrevivieron, aún se disponían más tribulaciones y miseria. No había ni comida ni agua. El descanso corporal estaba prohibido. El angustioso viaje terminó con insoportable trabajo forzado como el que los primeros cristianos se vieron obligados a hacer. La producción de “grava” había destruido las pocas fuerzas corporales que quedaban. Abandonado a la furia y dureza de los bárbaros, éramos como muertos vivientes que a penas podíamos movernos. Se nos ordenaba picar piedras, a veces durante bajo el abrasador calor del sol, y otras veces durante el amargo y severo frío.

Los prisioneros morían bajo la presión de circunstancias desesperadas.

Un leve respiro venía a mi camino cuando se me ordenaba distribuir el poco pan permitido a cada prisionero. Se preparaba bajo primitivas e insalubres condiciones con masa en la que se amasaban toda clase de materiales ofensivos y finalmente se cocía en un horno de hollín sucio.

A pesar de las terribles dificultades, sentía la misericordia y el amor de Dios en la profundidad de mi alma. Estaba agradecido de que mi vida se hubiera salvado porque realmente se me presentaba una bendición.

Digo esto porque en esta distante región de Dieberkir donde estaba prisionero, me enteré por boca de otros de que cerca de allí había una pequeña comunidad sometida de cristianos ortodoxos griegos. Tras mucho suplicar, se me concedió permiso para visitarla. Allí encontré una pequeña iglesia y al sacerdote del pueblo. Con mis pocas horas de libertad, fui a confesarme y luego recibí la Santa Comunión. Estaba pletórico y sentí, a pesar de las aflicciones y peligros, que estaba en el cielo. Una misteriosa gracia sublime se cernía sobre mí y me sumergí en un océano de bienaventuranza espiritual. En aquel momento, hice una promesa a Dios, un voto sincero.

  1. LA PROMESA DE MI VIDA

El santo varón permaneció en silencio durante algunos minutos. Cuando levantó su cabeza, vimos un rostro lleno de lágrimas. “Entonces, ¿qué paso? Por favor, cuéntenoslo geronta”. Tras un profundo suspiro, el padre Mitrofanis continuó: “Cuando salí de la Iglesia aquel día, envuelvo en la invisible presencia de la gracia divina, levanté mis ojos al cielo y dije: ‘Dios mío, ayúdame a soportar las imposiciones de mis captores y servir en Tierra Santa, la cual santificaste con tu presencia en la tierra, y en la que tus divinos pies caminaron. Ayúdame a convertirme en tu siervo, a servir a los santos ascetas que guardan y protegen tus sagrados lugares’. Cuando sea libre de este bárbaro e inhumano encarcelamiento, quiero servirte, oh Señor, humildemente donde pueda ser útil. Ayúdame a llegar donde está tu gracia, y realizar incluso la peor de las tareas y todo lo que me pueda ser encomendado”.

“Dije estas palabras”, continuó el padre Mitrofanis, “y en mi interior sentí un gran alivio. Una mano invisible acariciaba mi rostro”.

La pesadez que pesaba sobre mi a causa de mi confinamiento forzado, me abandonó y me sentí como si estuviera volando por encima de la tierra. Mis ojos cansados se llenaron de lágrimas por los pensamientos y sentimientos que se apoderaban de mi y no me ayudaban a ver por donde andaba. Veía otros mundos en mi mente, mundos espirituales, santos, gloriosos y benditos. No veía mi esclavitud, la pena, el hambre, la falta de sueño y los demás sufrimientos y dolores. Veía la Tierra Santa, en la que el Señor nació y fue crucificado.

Sin embargo, en mi interior, en esta bendita atmósfera mística e invisible, surgía en mí otro mundo extraño y siniestro. Alzaba su estatura temible, mostrando la semilla de la desesperación. Quería, persistente y vengativamente, cortar las alas de mi alma. Trataba de clavarme a la tierra de la injusticia. Ante mis ojos se alzaba el fantasma de la guerra, de los peligros, las salvajes e inhumanas matanzas, el futuro indefinido, el mañana con preguntas sin respuesta. Una batalla extraña y obstinada se creaba en mi interior. Luché para estrangular y sofocar los sentimientos celestiales que deleitaban y emocionaban mi alma”.

 

  1. LA TEMIBLE BRUJA

Con estos pensamientos que el santo varón tenía, le atraparon recuerdos desdichados y horribles. Sin embargo sintió, como creímos, un humilde, pero alegre, alivio porque nos había hecho una confesión pública. Contó su vida con gran detalle. Revivió todo lo que su tormentosa vida había soportado. Este recuerdo imprimió intensamente los estigmas de la penuria y los recuerdos amargos sobre su personalidad. Nuevamente, alzó su rostro, nos miró y continuó: “Mientras regresaba de la iglesia, tras haber sido probado por la batalla de mis sentimientos, vi de lejos a una mujer, aparentemente una aparición que llevaba algo en su mano. Era un trozo de tela. Lo alzaba para que la gente lo viera de cerca y lo agitaba en el aire, de izquierda a derecha.

Mientras lo agitaba, gritaba algo en lengua turca. Aunque gritaba desde lejos, era imposible distinguir lo que decía.

Cuando me acerqué a ella, empecé a ver gradualmente las características de su rostro. Era un rostro negro y temible. Sus labios morados estaban hinchados; sus dientes, escasos y descoloridos. Sus ojos, como carbones al rojo vivo y su completo aspecto horripilante condujo a mi mente al abismo del infierno. Realmente era un demonio en forma de mujer. Con sus gritos, se jactaba de sus malignos poderes “FALTZE (bruja) FALTZE. Pronostico el futuro, pronostico el futuro”. Y con los inquietos movimientos de su cuerpo, se escuchaba el sonido de una campana que llevaba en su mano izquierda.

Escuchando que podía presagiar el futuro, estuve tentado a utilizarla para resolver mis dilemas. Inmediatamente se alzó en mi mente una pregunta. ¿Cuándo terminaría la guerra y la masacre? Quería saberlo. Nada más. Era una oportunidad para arrojar un poco de luz sobre el desconocido y oscuro futuro de mi vida. Me acerqué con temor, pero con la determinación de resolver mis incertidumbres. La temible bruja era un vivo engaño, afirmando tener la habilidad de ver el futuro. El maligno demonio que se escondía en su interior tenía influencia sobre los curiosos caminantes que, en su desesperación, también querían respuestas a los problemas de sus vidas.

Sentí una extraña fuerza empujándome hacia la dirección de esta terrible criatura. Era como si una mano invisible tirara de mi hacia ella e intentara unirnos. Di unos pasos hacia delante. Sólo un pequeño espacio me separaba de ella. Con voz temerosa, pregunté:

“¿Cuándo terminará la guerra? ¿Cuándo? Respóndeme y pídeme el precio que quieras”.

A mi agonizante pregunta, el salvaje rostro de la bruja comenzó a temblar y contraerse. Un oscuro mundo maligno, más salvaje que el primero, encolerizó a la bruja. Sus ojos parecían salirse de sus órbitas. Su rostro cambió de color. De negro, se volvió púrpura. Entre sus dientes separados, su lengua empezó a susurrar extrañas y peculiares palabras sobre hechos e incidentes. Sólo con la ayuda del espíritu maligno pudo ser consciente de sus declaraciones.

Ahora, continuó en turco:

“¡Eres un joven muy bello! ¡Muy bello! Tu rostro resplandece”, gritaba. Y en su cacareo, la escuché hablarme en un griego roto. “Has recibido la Comunión. Eres un cantor”. Este espíritu impuro no tenía poder para acercarse a mi, porque había recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo y porque había cantado para gloria de Dios. Sí, cantar era un bálsamo para mi atormentada alma. Alejaba mi desesperación. Me fortalecía durante las horas de mi sufrimiento.

Entonces se presentaron estas cuestiones en mi mente:

¿Cuáles son las explicaciones con relación a la luz y la oscuridad? ¿Cuál es la relación entre Dios y el maligno? De repente la bruja intentó acercarse a mi con gritos espantosos. Sin embargo, ningún demonio tenía el poder de enfrentarse a la gracia, que me rodeaba a causa de la Santa Comunión, que había recibido sólo un momento antes. Dios me protegía.

Retrocedí unos pasos; intenté alejarme de su mal aliento mientras ella venía hacia mi. A causa de mi temor, estaba listo para huir, pero tenía que preguntarle algo. “¿Cómo sabes todo esto?”. Sin embargo, con sus murmullos, sus gemidos y su rechinar de dientes, mi temerosa pregunta se perdía como una piedra pequeña que desaparece en olas de espuma. Recuerdo solo que se volvió hacia mi, y desesperada, respondió con voz agitada: “No tienes patria aquí. Vete, vete lejos. Lejos te está esperando El GRANDE. Nunca abandones el canto, nunca, nunca”.

Y en este persistente “nunca”, sus palabras se desvanecían como la voz de una persona sumergida en una tormenta. Su mirada lasciva miraba hacia otros mundos. Su boca se deformó. Se llenó de espuma temblaba.

Fui vencido. Sus pocas palabras resonaban insistentemente en mis oídos.

“No tienes patria aquí. Vete, vete lejos. Lejos te está esperando EL GRANDE. No abandones el canto, nunca, nunca”.

“Dios mío”, me decía a mi mismo, “¿quién le dijo que me revelara estas palabras? Ayúdame, Dios mío”. Estaba tan perturbado mientras regresaba al campamento, que no me di cuenta de que había llegado. Allí, todos los prisioneros cristianos estaban reunidos. Caminé con escepticismo y llegué a la panadería. Mi trabajo diario comenzaba de nuevo.

Con pesar en mi alma, distribuí el pan de la esclavitud a mis semejantes”.

  1. MI ESCAPADA MILAGROSA

“Desde aquel día”, continuó el santo hombre, “dentro de mí nació una extraña pasión. Quería escapar, salir, vivir libre. Pero surgían dudas aterradoras que me desanimaban en mi determinación para huir”.

“¿Cómo podría tener éxito en tal plan?. En primer lugar, estaba ubicado en una peligrosa situación en un territorio desconocido y aislado. Incluso si tuviera éxito escapando, ¿a dónde iría?. Por la poca geografía que conocía, supuse que después de Kurdistán debía llegar a la frontera de Siria, después al Líbano y, vagamente, imaginé Palestina en la distancia. Sin embargo, mi mayor dificultad era algo más. ¿Qué pasa con mi pasaporte?. En algún lugar en el camino podría ser arrestado. Entonces, ¿qué debo hacer?. Mi pensamiento era: ahora soy un refugiado y un prisionero. Aún seré un refugiado y un prisionero después de ser arrestado. Seguí diciéndome a mí mismo que era mejor estar en manos de otros que en manos de los turcos. Diré la verdad. Contaré mi vida, mi pena y mis sufrimientos. Dios iluminará a aquellos con los que me encuentre. Les diré cuál es mi destino. Les contaré mi deseo y la promesa de mi vida. Dios les revelará mi inocencia y por medio de la intervención de Dios, me ayudarán. Dios, sólo Dios.”.

“Con una mezcla de pensamientos de temor, gozo y anticipación, esbocé en mi mente un esquema para escapar. Con escrupuloso cuidado y toda precaución, preparé una bolsa con una manta, algo de pan, y un poco de agua. La salida del sol me mostraría en qué dirección debía ir. Una noche, cuando estaba seguro de que nadie estaba despierto, hice la señal de la cruz, recé y me a través de la oscuridad hacia la salida del campo. Mi escapada fue echa con éxito.

Nadie, ni siquiera mis amados compañeros de prisión tenían la menor idea de mi plan.

Tras mi escapada, comencé a prepararme para la multitud de eventualidades imprevistas que me aguardaban. Me di cuenta de que tendría que atravesar montañas y llanuras. Debía ocultarme cada vez que viera gente.

Debía viajar continuamente noche y día sin detenerme. Sólo cuando mi cuerpo cansado y torturado llegaba a su límite, me tumbaba, sin importar dónde, para recuperar las fuerzas y continuar así mi camino.

Las primeras horas fueron, de hecho, espantosas. Corría como un ciervo perseguido por sabuesos. Temía que quizá los guardias infieles descubrieran mi ausencia y ordenaran buscarme. Toda aquella noche fue una aventura peligrosa e inolvidable. Me parecía escuchar voces, gritos, murmullos, y toda clase de sonidos a mi alrededor. Estaba obsesionado por la idea de que los soldados estuvieran intentando perseguirme para atraparme y arrestarme. En mi mente podía ver a mis captores, tras descubrir mi escapada, azotándome furiosamente con venganza. Así, me vi en el camino, huyendo presa del pánico, para no ser capturado y devuelto con cadenas al confinamiento y finalmente siendo ejecutado.

El amanecer, con su dulce sonrisa, se encontró conmigo en la frontera siria. La alegría disminuía mi fatiga. El hecho de que fuera joven estaba a mi favor. Tenía 23 años cuando me atreví a correr el riesgo de escapar en condiciones peligrosas. Ignoré los peligros, las penas y el cansancio. A pesar de la dureza, tenía mucha fortaleza y resistencia. Era capaz de soportar el hambre y la sed y no sucumbí a los rigores que tuve que soportar.

Tras tomar las medidas necesarias y las precauciones oportunas, entré en Siria. Pasé la frontera sin que nadie me viera. Avanzaba poco a poco, siempre a través de caminos montañosos. De repente, descubrí que me estaba acercando a un distrito habitado. Era la ciudad de Alepo.

Durante un momento, me senté para descansar y recuperarme de las terribles experiencias de mi huída. Desde un lugar estratégico en las montañas, la ciudad se extendía ante mía.

Tras recuperar mis fuerzas, me dirigí hacia la ciudad poco a poco esperando a que el sol se pusiera para no exponerme a ojos curiosos. Caminaba por las cales como cualquier otra persona. No mostré ni temor ni curiosidad. Comí un poco de pan y llené mi pequeña cantimplora con agua de la primera fuente que encontré. Comencé a orientarme hacia la salida de la ciudad. Pronto estaba en la dirección hacia mi meta: ¡Jerusalén!.

Escalé montañas, siguiendo caminos, allí donde estuvieran. Me abrí paso a través de ríos. Mi viaje continuaba día y noche sin descanso. Mis pasos se apresuraban con anticipación a mi destino. No tenía temor y no me desalentaba disuadiendo mis esfuerzos. Nunca sentí la soledad. Un compañero invisible parecía guiarme. Nunca en mi vida me habría imaginado encontrarme en tales terribles y extrañas circunstancias. Finalmente pasé sin peligro un puesto fronterizo con centinelas de aspecto feroz. Me apresuré y ante mí apareció un gran edificio. Durante unos minutos, lo miré con aprehensión hasta que me di cuenta de que era un hospital.

Ahora, me sentía seguro porque no ya no estaba en peligro de ser preguntado. Esto me dio un sentimiento de seguridad. aprovechándome de la tranquilidad y el aislamiento, me senté a descansar. Mis pies estaban doloridos y los movía con gran dificultad. Sacando mi única manta, la extendí en el suelo. Cansado como estaba de la larga caminata, me quedé dormido sin saber durante cuánto tiempo. Lo único que no podía olvidar era mi indescriptible fatiga y cansancio. Pero mi plan siempre fue el mismo y mi destino no cambiaba.

Al final, me desperté de un terrible sueño pesado que me había hecho descansar tremendamente. Atravesé la ciudad y llegué a su bullicioso puerto. ¿Qué noté? Sobre todo a la gente, los barcos en los muelles, el movimiento, los sonidos…. Vi la bandera griega en algunos barcos y escuché la lengua griega. Grecia había enviado barcos a Beirut para recoger a sus ciudadanos perseguidos que habían escapado milagrosamente del genocidio de Turquía.

Nuestra madre patria los llevaba a su tierra libre para que sobrevivieran y estuvieran a salvo. Dentro de mi escuché débilmente una voz que me decía: “Tienes una oportunidad. No la pierdas. Vete a Grecia ahora que tienes la oportunidad. No necesitas el pasaporte. ¿Qué necesitas de Tierra Santa?. La promesa que hiciste, olvídala. Ahora tienes un punto de inflexión en tu vida”.

Luché contra esta tentación: ¿persistir en mis planes o volver a Grecia?. ¿Cumplir mi destino, mantener mi voto, o olvidar mi promesa a Dios?. No, no, me repetí. Continuaré mi viaje y no tendré en cuenta ni el esfuerzo ni las dificultades.

Así que de nuevo estaba en mi camino, esta vez con apatía e indiferencia en mis movimientos. Rogué para que apareciera lo necesario para apaciguar mi hambre. De algún modo, me orienté de nuevo para continuar en la dirección correcta hacia Tierra Santa.

Persistí en mis esfuerzos y me alenté con los pensamientos de mi meta. Mi mayor preocupación era el hecho de que no tenía pasaporte. Sin embargo, nadie me había pedido ningún documento hasta ese momento. Una mano invisible me protegía constantemente. Continúe mi viaje día y noche. Antes del amanecer, tenía ante mí Sidón, que estaba cerca del final de mi destino. Llegué a esta ciudad costera tras un difícil camino de muchos días. Atravesé montañas, valles, ríos, bosques y cuevas. Me acostaba a dormir allí donde encontraba refugio, para descansar y recuperar las fuerzas.

Tras atravesar Sidón, llegué a la siguiente gran ciudad, Tiro, también en la costa. Cuando me aproximaba allí, la vida de Cristo en la tierra vino a mi mente, y los lugares que mi Señor visitó con Sus discípulos. En Sidón y Tiro había reinado la idolatría. En la región de estas dos ciudades, había una mujer cananea, idólatra. Ella acudió al compasivo Maestro y le pidió con lágrimas que sanara a su hija, que estaba poseía. Tras una breve conversación, el Señor descubrió la confianza de esta mujer, cuando Él le dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; hágasete como quieres” (Mateo 15:28).

Traducido por psaltir Nektario

para cristoesortodoxo.com

Marzo de 2016



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