Tratado sobre los ángeles, San Ignacio Briantchaninov. Parte 5/5 (última)

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Aunque nuestros ancestros fueron expulsados del paraíso, guardaban aún el verdadero conocimiento de Dios y lo transmitieron a su posteridad. Vivieron en la tierra como en un lugar de exilio, no atesorando más que el solo arrepentimiento. Pero así, todos los hombres fueron, poco a poco, atraídos por el mundo. El número de los verdaderos adoradores de Dios disminuyó extremadamente. La religión del pueblo elegido perdió su fuerza, limitándose al cumplimiento exterior de los ritos y las tradiciones ancestrales, abandonando los mandamientos de Dios. Siendo errónea la visión del verdadero culto, el pueblo elegido de los judíos se convirtió en el pueblo de los hijos del diablo, como lo dijo el Señor mismo: “Vosotros sois hijos del diablo” (Juan 8:44). Los judíos se apropiaron de los falsos juicios del diablo y se dispusieron a amar el mundo. “Vosotros sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44). Desde tiempos del Antiguo Testamento, los adoradores del verdadero Dios, los que querían serle fieles, rechazaban los pensamientos del diablo y no amaban el mundo. Pasaron su vida terrestre limitándose a lo indispensable. David, en su admirable inspiración, describe todo esto: “Señor, mi corazón ya no se engríe ni son altaneros mis ojos. No ando tras de grandezas, ni en planes muy difíciles para mí.” (Salmos 130:1). “Antes que me humillaras anduve descarriado” (Salmos 118:67). “Abatido estoy en gran manera” (Salmos 118:107). “Bueno me ha sido el ser maltratado, para conocer tus estatutos” (Salmos 118:71). “Tú no despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado”. “Me habían rodeado los lazos de la muerte, vinieron sobre mí las angustias del sepulcro, caí en la turbación y en el temor. Pero invoqué el nombre del Señor” (Salmos 114:3-4). “Mis enemigos hablan de mí con maldad diciendo: ‘¿Cuándo morirá y perecerá su nombre?’” (Salmos 40:6). “Todas las naciones me habían cercado; en el nombre del Señor las hice pedazos. Me envolvieron por todas partes; en el nombre del Señor las hice pedazos. Me rodearon como abejas, ardían como fuego de espinas; en el nombre del Señor las hice pedazos. Empujado, empujado, estuve a punto de caer, pero el Señor vino en mi ayuda. Mi fuerza y mi valor es el Señor, mi Salvador es Él” (Salmos 117:10-14). “Apartaos todos de mí, los que obráis la iniquidad; pues el Señor ha oído la voz de mi llanto. El Señor escuchó mi demanda. El Señor aceptó mi oración” (Salmos 6:9-10). “Vuelve, alma mía, a tu sosiego, porque el Señor te ha favorecido. Puesto que Él ha arrancado mi vida de la muerte, mis ojos del llanto, mis pies de la caída, caminaré delante del Señor en la tierra de los vivientes” (Salmos 114:7-9). Está claro que el santo rey David no se permitía ni lujo, ni disfrute mundano, ni orgullosa presunción. Habiendo comprendido el sentido de la vida terrestre, la pasó combatiendo contra los pensamientos pecaminosos y las astucias demoníacas. Se armó contra ellas con la humildad, las lágrimas, el ayuno, los harapos, las largas oraciones fervientes, la fe en el Redentor venidero. Su armamento estaba dirigido contra el diablo que dispersa sin cesar el recuerdo de Dios. Nuestro enemigo se esfuerza permanentemente por transformar la tierra, país de nuestro exilio, de nuestras lágrimas y nuestro arrepentimiento, en región de triunfos, fiestas, regocijos, magnificencia, fasto, a fin de que el hombre vencido viva aquí en el regocijo de los vencedores, reforzando así su derrota y su cautividad.

En el momento de la venida de Cristo, el triunfo del ángel de las tinieblas sobre la humanidad caída parecía totalmente consumado y su dominio bien aprehendido. En su orgullosa ceguera, el espíritu caído no se interesaba más que en el éxito presente, olvidando prestar atención al futuro que le esperaba. Tal es el estado de los malhechores determinados y obstinados: disfrutando de fechorías cumplidas, no piensan en los castigos que les amenazan.

Todos los pueblos de la tierra estaban sumergidos en un profundo desconocimiento de Dios, adoraban al ángel caído a través del paganismo y la vida que lo acompaña, y se sacrificaban enteramente a él. Un solo pueblo, débil y poco numeroso, al que se le había confiado la guarda del verdadero conocimiento de Dios y su adoración, vivía aún en un semblante de piedad muy debilitado, sustituyéndolo secretamente por el servicio de las pasiones pecaminosas, del mundo y del diablo. Esta piedad no era en realidad más que una máscara que cubría la impiedad y la comunión con el ángel caído, comunión tan profunda que desembocó en el cumplimiento del deicidio. Y por tanto, durante este periodo desgraciado de la historia de la humanidad, periodo de la dominación perentoria de los demonios, es cuando apareció repentinamente en la tierra el Linaje de la Mujer, que según el decreto divino pronunciado en el paraíso tras la caída de los primeros hombres, debía aplastar la cabeza de la antigua serpiente.

Cuando tuvo lugar el gran misterio de la Encarnación del Dios-Verbo, los santos ángeles fueron sus piadosos y ardientes defensores. En primer lugar, el Arcángel Gabriel anunció a Zacarías que de él nacería el Precursor del Señor, Juan. Seis meses después de la concepción de San Juan Bautista, este mismo Arcángel Gabriel anunció la buena Noticia a la Santísima Virgen María. ¡Qué gran regocijo para los hombres y los ángeles: la concepción del Dios-Hombre por la Virgen llena de gracia!. El ángel se apareció en sueños al justo José, esposo de la Madre de Dios, para anunciarle la concepción por el Espíritu Santo, y ordenarle dar al Hijo que iba a nacer, el Nombre de Jesús. Cuando este nacimiento ardientemente esperado tuvo lugar en Belén, el ángel se acercó de noche a los piadosos y humildes pastores, que velaban no lejos de allí por sus rebaños, y les dijo: “‘¡No temáis!, porque os anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: Hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. Y de repente vino a unirse al ángel una multitud del ejército del cielo, que se puso a alabar a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres objeto de la buena voluntad’” (Lucas 2:10-14). ¡Qué maravillosas palabras en este canto angélico!. Más tarde, el ángel ordenó a José huir a Egipto con el Niño-Dios recién nacido y Su Madre, para escapar de las intenciones asesinas de Herodes (Mateo 2:19-20). Mientras que el Señor e Hijo de Dios estuvo presente en la tierra, en Su carne, los ángeles de Dios ascendían y descendían sin descanso para servirle (Juan 1:51).

El ángel caído se dirigió contra el Logos Encarnado con una terrible ferocidad. El hecho de que Dios hubiera asumido la humanidad fue un verdadero y grandioso triunfo del bien, y también fue un triunfo para los hombres. Pero para el diablo orgulloso que desprecia a la humanidad esclavizada y abatida, la unión de la Divinidad con la humanidad fue un choque insoportable. Se armó personalmente contra el Dios-Hombre, y armó contra Él sus instrumentos, los hombres que se le habían sometido. Osó presentarse ante el Señor y tentarlo por la gula, la vanagloria y los bienes temporales, y osó incluso exigir de Él que le adorara. Los exorcismos y los grandes milagros del Señor le probaron la realidad de la Encarnación del Hijo de Dios, y los demonios le confesaron abiertamente. Pero la maldad que oscurecía totalmente al diablo le condujo a la suprema maldad. Vertió su veneno en los corazones de los judíos, a los que el Espíritu Santo había llamado con justicia “asamblea de Satán”, y les enseñó a rechazar, perseguir y condenar a un vergonzoso castigo al Dios-Hombre. Al desgraciado Judas, lo enseñó a traicionar a Su Maestro y Señor.

Después de todo esto, se dio satisfacción a la justicia de Dios por los pecados de la humanidad mediante la muerte del Señor en la Cruz, y la humanidad fue así arrancada de su cautividad al pecado. El poder que el ángel caído había logrado conduciendo a nuestros ancestros a la transgresión del mandamiento, le fue arrancado. “‘Ahora tiene lugar el juicio de este mundo, ahora, el príncipe de este mundo será echado fuera. Y Yo, una vez levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí’. Decía esto para indicar de cuál muerte había de morir” (Jun 12:31-33). Y el príncipe de este mundo fue privado verdaderamente de su dominio.

Traducido por Psaltir Nektario B.

para cristoesortodoxo.com

Octubre de 2015



Categorías:San Ignacio Briantchaninov

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