La guardia del corazón por San Juan Casiano

Jean-Cassien

La guardia del corazón

 

San Juan Casiano

 

 

San Juan Casiano apareció ante todo como un testigo de la tradición monástica. Nacido hacia el 365, probablemente en Escitia, pasa en principio dos años, muy joven aún, en un monasterio de Belén, y aprovecha para instruirse en los usos monásticos de Palestina, Siria y Mesopotamia. Más tarde llega a Egipto, donde permanecerá unos veinte años, casi sin interrupción (hacia 380-400). Allí visita los principales monasterios, y se traslada a continuación al desierto de Escitia, donde se agrega a un pequeño grupo de monjes cultivados, principalmente influenciados por el pensamiento de Orígenes, y al que pertenecieron Evagrio Póntico y Paladio. La polémica origenista lo obliga a abandonar Egipto. Pasa entonces cinco años en Constantinopla, cerca de San Juan Crisóstomo, y así tiene ocasión de estudiar las observancia y uso de los monasterios de Asia Menor. En el 405, se dirige a Roma para llevar al papa Inocencio I, una carta pidiendo al clero de Constantinopla para que se ponga a favor del obispo proscrito. Hacia el 415 lo encontramos en Marsella, donde funda dos monasterios, San Víctor, para hombres, y San Salvador, para monjas. Su experiencia le procura un prestigio sin igual entre los monjes provenzales. Se puede situar su muerte antes del año 435 (1).

 

 

El combate invisible

 

La renuncia y la ascesis corporal, tan necesarias como son, y la vida dentro del marco del monasterio, a pesar de las ventajas espirituales que presenta, no bastarían para encaminar al monje hacia la pureza del corazón, si no estuvieran acompañadas de otra forma de actividad espiritual, secreta e interior, a saber, el combate invisible que el monje debe realizar contra las sugerencias malignas que el demonio intenta lanzar en su corazón, y que son la semilla de todo pecado. Combate temible, verdadera crucifixión, en esta arena de la soledad donde el hombre ya no es sacado fuera de sí mismo por la agitación de la vida secular. Martyrius evoca este combate en estos términos: “Crucificados hasta nuestro último aliento por una lucha noche y día contra el maligno, recibimos bofetadas en el rostro y a cambio las soportamos, sin cesar nunca de estar listos para combatirlo. ¿Tal vez la lucha interior, el esfuerzo sobre los pensamientos y la guerra contra las pasiones no serían tan duras como la guerra exterior contra los perseguidores y la tortura del cuerpo? Me parece que son más duras, en la medida en que el maligno es más cruel y más malvado que los peores hombres malvados…. ¡Cómo, pues, encontraríamos tregua y respiro en la lucha que nos enfrenta a él, ya que siempre está listo y al acecho para luchar contra nosotros con tantas tácticas astutas, queriendo así hacernos tropezar, caer y ahogarnos en el pecado! Mientras haya un soplo en nuestras fosas nasales, no nos detendremos, no dejaremos de combatirlo” (2).

 

No es necesario disimular, de hecho, las dimensiones reales de este combate: tras las malas tendencias contra las que luchamos, se revela la presencia de adversarios personales temibles: el maligno y sus ángeles. Su intervención en nuestras vidas, su forma de sugerencia y malos impulsos, es un fenómeno mucho menos extraño de lo que una mentalidad demasiado racional podría admitir. En los Evangelios, uno de los aspectos del drama redentor es el ser un combate personal de Cristo contra el maligno. Este es el combate que revive el monje, en lo más profundo de su alma. La única fuerza que podría permitirle triunfar es la misma vida de Cristo resucitado: es Cristo quien, en él, será de nuevo vencedor sobre los poderes del mal.

 

 

El proceso de la tentación

 

Para resistir eficazmente a las solicitudes del espíritu maligno, en principio debemos estar informados sobre el proceso de la tentación. Los padres han distinguido aquí, cinco momentos principales: la sugerencia, el diálogo o relación, el consentimiento, la pasión y la cautividad.

 

La sugerencia es el simple afloramiento en la conciencia de una atracción por una mala acción: será, por ejemplo, un pensamiento de venganza, de glotonería, una invitación a complacerse en una mala tristeza, etc. Es involuntaria, y sería vano pretender impedir que tales movimientos nacieran en nosotros. Por el contrario, al darnos la ocasión de probar nuestro amor por el Señor, y conduciéndonos a la humildad, la tentación juega un papel importante en la obra de nuestra santificación. En este sentido, Evagrio Póntico dice: “Suprime las tentaciones, y nadie será salvado” (3).

 

En el diálogo, reflexionamos sobre la tentación y nos relacionamos de alguna forma con ella. Puede no comportar ninguna connivencia secreta con la tentación y no tener otro fin más que oponerle razones contrarias. Este es un método que no está exento de peligros y que los padres desaconsejan generalmente, sobre todo en los ascetas inexpertos. Pero el diálogo puede recubrir un semi consentimiento, una complacencia no confesada que no está enteramente exenta de pecado.

 

El consentimiento es una toma de posición personal: aceptamos dejar consentir a nuestra alegría en el júbilo maligno propuesto, adhiriéndonos a la tendencia irracional e identificamos, de algún modo, nuestro “yo” profundo con ella.

 

Si tales consentimientos se repiten, engendran en primer lugar la pasión, que es la mala tendencia pasada al estado de la segunda naturaleza, y a continuación a la cautividad, verdadera obsesión, impulso irresistible donde la libertad ya no tiene parte.

 

 

Los ocho malos pensamientos

 

A fin de estar alerta con respecto a la tentación, debemos conocer las diferentes formas sobre las que puede presentarse. El catálogo de pensamientos malos, que tienden, o bien a hacernos buscar satisfacciones egoístas en las realidades de este mundo, y a a dirigirnos a la tristeza y la irritación si nos vemos privados de estas satisfacciones, han sido expuestos por Evagrio Póntico, cuya doctrina sobre este punto ha sido retomada por San Juan Casiano en sus Instituciones Cenobíticas. Estos malos impulsos son la glotonería, expresión que es, a la vez, la más elemental y la más significativa del apetito del gozo egoísta que caracteriza la naturaleza caída; la lujuria, perversión fundamental del dinamismo innato de la persona y de su relación con otros; el amor al dinero, símbolo de todos los beneficios artificiales que el hombre se crea y que son imperiosos; es el tener que sustituye al ser; la cólera, que se opone directamente al mandamiento por excelencia, el de la caridad, y que perturba la pureza de la mirada interior; la mala tristeza, “que es al corazón del hombre, lo que la polilla es a la vestidura” (cf. Proverbios 25:20, según la Septuaginta); la acedia, desgana del esfuerzo espiritual que incita al monje a buscar compensaciones; la vanagloria, enemigo sutil que se alimenta de sus propios deshechos y que nos hace perder el fruto de nuestro trabajo incitándonos a buscar aquí nuestra recompensa, en la estima de los hombres; y finalmente, el orgullo, que destruye el fundamento mismo del edificio espiritual, la humildad, haciéndonos estimar mejores que los demás y atribuirnos el bien que está en nosotros.

 

Esta lista es el origen del catálogo occidental de los pecados capitales, donde la acedia ha sido reemplazada por la pereza, donde la envidia ha sido sustituida por la tristeza, y donde la vanagloria se confunde con el orgullo. Pero este catálogo de pecados capitales representa el punto de vista del moralista; se trata de pecados cometidos para ser acusados en la confesión. Evagrio habla de pensamientos o tentaciones; es el punto de vista del padre espiritual, cuyo discernimiento se ejerce con relación a sugerencias antes de que se traduzcan en actos.

 

 

El discernimiento de los espíritus

 

Por tanto, no siempre es fácil descubrir la naturaleza exacta de los movimientos que se alzan en nuestro corazón. El maligno es hábil para transformarse en ángel de luz (4). Una tentación de glotonería podrá revestirse como una preocupación loable por cuidar la salud; una tentación lujuriosa, como amistad espiritual; una tentación de acedia y de inestabilidad, en deseo de visitar a un hermano enfermo o ejercer un ministerio pastoral; una tentación de vanagloria u orgullo, tomará el aspecto del celo por la oración o por las prácticas ascéticas, etc.

 

Para discernir de entre nuestras inspiraciones, aquellas que vienen realmente del “buen espíritu”, de las que proceden del malo, los maestros espirituales propusieron muy pronto algunas reglas de discernimiento de los espíritus, fundadas en criterios muy simples, que son clásicas: una inspiración que deja el alma apacible y serena, humilde y abierta, sin ninguna impaciencia, rigidez ni acritud, es probable que venga de un buen espíritu; por el contrario, la turbación, la rigidez, la acritud, el celo amargo, la impaciencia, la exaltación de la imaginación, el entusiasmo por teorías abstractas, son signos ordinarios que revelan ilusión, la tentación disimulada bajo la apariencia de un bien (5).

 

 

Las manifestaciones de los pensamientos

 

El simple conocimiento de estos criterios, no basta sin embargo para permitir a cada uno reconocer con seguridad el origen de los pensamientos e inspiraciones que nacen en su corazón, del mismo modo que el conocimiento teórico de una técnica cualquiera no permite ejercer con facilidad el oficio correspondiente. El verdadero discernimiento de los espíritus es asunto de “gusto” y de “sabor”; procede de un instinto, de un tanto espiritual muy afinado que es de orden místico y constituye un don gratuito de Dios; no se concede de forma ordinaria más que a aquellos cuyo corazón está profundamente purificado.

 

Por eso, la tradición siempre ha hecho de la manifestación de los pensamientos a un padre espiritual, una pieza maestra de la formación monástica. “La verdadera discreción”, dice San Juan Casiano, “no se adquiere más que a costa de una verdadera humildad. De esta, la primera prueba será dejar a los ancianos el juicio de todas sus acciones y sus pensamientos, de forma que no se fíe en absoluto de su propio sentido, sino que en todo condescienda a sus decisiones, y que no quiera conocer más que de su boca lo que es necesario tener como bueno y lo que es necesario ver como malo… En efecto, un mal pensamiento producido al día pierde pronto su veneno. Antes, incluso, de que el padre espiritual haya dictado sentencia, la temible serpiente, a quien por esta confesión, por así decir, ha arrancado de su antro subterráneo y tenebroso para sacarla a la luz y exponer su vergüenza, se apresura a retirarse, y sus perniciosas sugerencias  no tienen sobre nosotros dominio más que mientras permanezcan ocultas en el fondo del corazón” (6).

 

 

La guardia del corazón, “medio corto” para la salvación

 

La lucha contra los pensamientos es de extrema importancia en la vida espiritual, pues el hombre puede agotar su cuerpo por los ayunos, las vigilias y los trabajos de toda clase, observando escrupulosamente todas las reglas exteriores de la Iglesia y del monaquismo, y permanecer sin embargo asediado por múltiples pensamientos e imaginaciones que la hacen caer finalmente, ya sea en el orgullo, en la fornicación, en la pérdida de la fe en Dios y en la desesperación.

 

En este sentido, el camino hesicasta es un “medio corto y fácil” que conduce a la salvación “sin pena ni dolor”, como lo decía el staretz del “Peregrino ruso”. Esto no significa que no pida esfuerzo; al contrario; pero nos evita muchas penas inútiles y pérdidas de tiempo midiendo exactamente el esfuerzo del fin perseguido. No debemos olvidar nunca que debemos tender a una desapropiación total del uso de nuestras facultades: sensibilidad, memoria, inteligencia, para que estas estén cada vez más disponibles al consejo interior del Espíritu Santo, de modo que ya no seamos nosotros los que vivimos, sino Cristo en nosotros.

 

Por esto, es necesario imponer el silencio a todos los sueños de nuestra imaginación, a todas las reacciones de nuestra sensibilidad y de nuestra susceptibilidad, a todas las explicaciones, interpretaciones y teorías que nuestra razón quiere elaborar a propósito de todo. Debemos romper con Cristo todas estas construcciones de nuestra imaginación y de nuestro espíritu, es decir, imponerles la confesión de nuestro pecado y recurrir incesantemente a la misericordia del Señor Jesús y al poder de su Nombre.

 

Seguramente, en la vida normal, debemos aplicar nuestra atención y nuestra reflexión en las tareas concretas que nos incumben y a todo lo que tiene que ver con nuestra responsabilidad. Incluso así, es necesario hacerlo sin inquietud ni angustia. Y la huida de toda evasión en lo subjetivo, lo imaginario e irreal no hará más que favorecer este realismo eficaz, que nos mantiene en el humilde cumplimiento de la voluntad de Dios. La guardia del corazón, la sobriedad espiritual, implican que la guía de nuestra actuación, sea esencialmente nuestra conciencia iluminada por la fe en la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia y las directrices de nuestros superiores y padres espirituales. Y en presencia de hechos y circunstancias que no dependan de nosotros, la paciencia y el abandono con respecto a todo lo que Dios permite, sin murmuración ni recriminación, guardará nuestra alma en la paz y dejará a la acción divina toda la libertad para ejercerse, en nosotros y en el mundo, de una forma que no pueda más que desconcertar a nuestras ideas y proyectos.

 

Los padres enseñan, en efecto, que confiar en sí mismo y creerse capaz de discernir mejor que otros lo que nos conviene es el más fundamental de todos los obstáculos de la vida espiritual. “Por mi parte”, dice San Doroteo, “no conozco ninguna caída de un monje que no haya sido causada por la confianza en sí mismo. Algunos dicen: El hombre cae a causa de esto, a causa de aquello. Pero yo repito, no conozco caída que haya sucedido por una razón más que esta. ¿Ves caer a alguien? Que sepas que se ha dirigido a sí mismo. Nada es más grave que dirigirse uno mismo; no hay nada peor” (7).

 

 

La invocación a Cristo

 

Cuando se reconoce la naturaleza maligna de un pensamiento, hay que combatirla. Más vale entablar discusión con ella, pero cortar pronto el estado de la simple sugerencia, sin esperar a que haya tomado fuerza y despertado complicidades en nuestro corazón. Y puesto que la tentación se manifiesta bajo la forma de una atracción, sólo un mayor amor, una atracción más poderosa, suscitada en nuestro corazón por el Espíritu Santo, podrá permitirnos elevarnos por encima de ella y triunfar. No venceremos la “tentación de hacer el mal”, más que oponiéndole la “tentación de hacer el bien”, inspirada por el Espíritu. Así mismo, el arma principal del monje en este combate será recurrir confiadamente, de forma incansable, a Cristo resucitado, vencedor del maligno. Así es como debemos arrancar, a penas se hayan formado en el pensamiento, las raíces del maligno: los pequeños hijos de Babilonia, según la imagen del Salmo 136, para aplastarlos contra la Roca, que es Cristo” (8).

 

“Guardad vuestro espíritu con la mayor atención”, escribe Filoteo el Sinaita. Cuando notéis un pensamiento, resistidlo sin esperar, y al mismo tiempo apresuraos a invocar a Cristo nuestro Señor para que ejerza su venganza. Aun sin haber terminado de invocarlo, el dulce Jesús os dirá: “Heme aquí cerca de ti para socorrerte”. Cuando vuestra oración haya subyugado a vuestros enemigos, prestad nuevamente atención a vuestro espíritu. Llegarán olas y se abalanzarán sobre vosotros, unas más poderosas que obras. Vuestra alma golpeada se verá amenazada con hundirse. Pero Jesús es Dios, y por la llamada de sus discípulos, vencerá sobre los golpes del mal” (9).

 

Esta invocación a Cristo puede revestir diferentes formas: la simple señal de la cruz, mirar el crucifijo, verdadera serpiente de bronce capaz de sanarnos de las mordeduras de las serpientes del desierto, la invocación del nombre de Jesús…. Y el Señor nos escuchará fortificando su amor en nuestro corazón. Cada vez más, nuestra invocación se interiorizará, llegará a identificarse con la atracción hacia Dios semejante al eco en el fondo de nuestro corazón, y cuyo efecto será hacernos inaccesibles a las argucias del maligno. Y el monje entrará entonces, y cada vez más, en esta oración incesante en la que hemos reconocido el pleno cumplimiento de la nueva creación del corazón inaugurada en el bautismo.

 

 

Notas

 

  1. Extracto de: “Hemos visto la verdadera luz”, padre Placide Deseille, L’Âge d’Homme.

 

  1. Martyrus (Sahdona), El libro de la perfección; CSCO, 201, p. 28-29.

 

  1. Apotegmas, Evagrio, 5; Régnault, 93.

 

  1. Cf. 2ª Corintios 11:14.

 

  1. Cf. El pastor de Hermas, Pr. VI, 2, 1; S. Atanasio, Vida de San Antonio, cap. 35-36. trad. Lavaud, p. 46-48. Cf. también la “Vida de San Máximo el Kapsokalyvita”, en “El Evangelio en el desierto”, p. 260, 262.

 

  1. San Juan Casiano, Conferencias II, 10; SC 42, p. 120.

 

  1. San Doroteo de Gaza, Instrucciones, 5, 66; SC 92, p. 259.

 

  1. San Benito, Regla, Prol. y cap. 4, 50; Turnhout, 1987, p. 7 y 26.

 

  1. Filoteo el Sinaita, Sobre la sobriedad, 26; en Gouillard, op.cit., p. 151

 

 

Fuente: 

Traducido por psaltir Nektario B.

 

© Marzo 2015

 

 



Categorías:Confesión y Santa Comunión, San Juan Casiano

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