Objeciones a la confesión

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Objeciones a la confesión

Por el archimandrita Serafín Alexiev

La confesión debe ser tan importante para nosotros, pecadores, que podamos decir con audacia: no hay salvación para nosotros sin arrepentimiento y la confesión es su conclusión normal. Abba Isaías expresa el mismo pensamiento: “Si no hay arrepentimiento, nadie puede ser salvado”. Así como nos purifica el bautismo del pecado de nuestra separación con respecto a Dios y de todos los pecados conocidos antes del bautismo, así, el arrepentimiento que conlleva la confesión de nuestros pecados nos purifica de toda infracción cometida antes del bautismo.

A fin de sustraernos a la confesión, exponemos objeciones al respecto. ¿Cuáles son las principales?

  1. Soy muy pecador. ¿Dios puede perdonar mis pecados? No lo creo. He aquí porque es inútil confesarme.

Esta objeción expresa una actitud orgullosa. El hombre atribuye más peso a sus actos que a la misericordia de Dios. Revela una falta de fe y de esperanza en Su infinita bondad. Pero si un hombre se arrepiente sinceramente, todo pecado puede serle perdonado. “El poder del arrepentimiento está basado en el poder de Dios. El Médico es Todopoderoso y la medicina dada por el es todopoderosa” (San Ignacio Briantchaninov).

San Juan Crisóstomo, al evaluar los resultados milagrosos de un arrepentimiento sincero, dice: “El arrepentimiento es una medicina que destruye el pecado. Es un don celestial, una fuerza maravillosa que, por la gracia de Dios, vence al poder y al rigor de la ley. No rechaza al fornicador, no despide al adúltero, no desdeña al borracho, no anatematiza al idólatra, no descuida al que escandaliza, no persigue al que abusa, ni siquiera al hombre arrogante. Regenera a cada uno porque es un horno que purifica el pecado. La herida y la medicina, son el pecado y el arrepentimiento. No digas: he pecado mucho, ¿cómo puedo salvarme?. Tú no puedes, sólo Dios puede, y puede hacerlo de forma que todos tus pecados sean destruidos. Escucha atentamente estas palabras: tu Dios destruye tus pecado de forma que no quede ni un lugar, ni un rastro que subsista, y restaura entonces tu salud, y te presenta la justicia que te libera de la pena de muerte. Te da la justicia, y el que ha pecado, Él lo hace igual al que no ha pecado, porque destruye el pecado como si no hubiera existido nunca. Pero tú dirás: “¿Es posible para el que se arrepiente, ser salvado?”. Es perfectamente posible. “Pero he pasado toda mi vida en el pecado; si me arrepiento, ¿seré salvado?”. Por supuesto. “¿Cómo lo sabemos?”. Por el amor que Dios tiene por el hombre. “¿Me puedo fiar de vuestro arrepentimiento para destruir la multitud de vuestros pecados?”, nos dice la Escritura. En efecto, Dios conoce los límites del arrepentimiento del hombre y esto no impide perdonar los pecados. Si tuvieras que fiarte solamente por tu arrepentimiento, entonces, en efecto, deberías temblar, pero la misericordia de Dios se une al arrepentimiento. Y la misericordia divina no tiene límites, las palabras no pueden expresar Su bondad. Nuestra maldad tiene un fin, pero la medicina no tiene límite. El mar, tan grande como es, tiene un fin, pero por el contrario, el amor de Dios por el hombre es infinito.

  1. Otro dice: “¿Por qué debería ir a confesarme? No tengo pecados particulares. Dejemos que se confiesen los que han matado, robado, violado o cometido otros pecados”.

Esta objeción a la confesión está diametralmente opuesta a la primera. En el primer caso, el hombre hace de forma opresiva lo que es malo y no cree poder ser perdonado. Ahora, hay ausencia de conciencia de nuestra malicia: “No tengo pecados particulares”. Pero, ¿es realmente así? Cuando un hombre permanece en una habitación enclaustrado durante un tiempo prolongado, se acostumbra al aire viciado y no se da cuenta de cuán desagradable es. Pero alguien que viene del exterior no soportará el olor ambiental de la habitación y huirá. Que los que dicen: “No tengo pecados particulares”, respondan si Cristo está en su corazón. Jesús Cristo se complace habitando en los corazones puros. Pero sus corazones, ¿son puros?. Imaginan que son puros, pero la imaginación no es la realidad. Si decimos que no hemos pecado, nos engañado, y la verdad no está en nosotros (1ª Juan 1:8). Y allí donde está la mentira, Cristo no está.

¿Entonces, qué hacer? Confesémonos. “Encontrar una actitud digna y justa nos purifica de toda injusticia” (1ª Juan 1:9). Los santos padres nos enseñan que es muy difícil para un hombre ver sus pecados. Explican esto por la ceguera causada por el maligno. Abba Isaías dice: “Cuando un hombre se separa del que está a su izquierda, es decir, de la comunión con los demonios y sus sugerencias, entonces verá plenamente sus pecados contra Dios y conocerá a Jesús Cristo. Pero un hombre no puede ver sus pecados mientras no se separe de ellos, y esto exige trabajo y destreza. Los que han alcanzado esta condición, han encontrado las lágrimas cuando se acuerdan de su amistad viciosa con las pasiones, no osan mirar a Dios, y viven constantemente con un corazón quebrantado”. Si fuera simple ver nuestras faltas, San Efrén el Sirio no habría rezado diciendo: “Señor, concédeme ver mis faltas”. Y así mismo San Juan de Kronstadt no podría decir: “Es verdaderamente un don de Dios ver nuestros pecados en multitud y su horror”.

Los que creen no tener ningún pecado sustancial del que reprocharse están, de hecho, ciegos. Deben rezar a Dios para que les conceda percibir sus pecados y así liberarse del engaño fatal extremo de que no tienen ningún pecado particular. Incluso si sus pecados son tan pequeños como granos de arena, si no son borrados por la confesión constante, se acumulan y manchan la morada de su corazón, y del mismo modo el ilustre Huésped celestial no puede entrar en ella.

Los pequeños pecados son muy a menudo más peligrosos que los más grandes delitos o crímenes, porque estos últimos pesan pesadamente sobre la conciencia y piden ser reparados confesados, clarificados. Borrados. Por el contrario, los pecados pequeños no pesan demasiado sobre el alma, pero tienen la particularidad peligrosa de hacerla insensible a la gracia divina e indiferente a la salvación. Pocos hombres han perecido por los golpes de bestias feroces, que por el contacto de pequeños microbios invisibles al ojo humano. Considerados como insignificantes, los pequeños pecados no son, generalmente, objeto de nuestra atención. Son fácilmente olvidados y crean en el hombre la peor costumbre, la de pecar inconscientemente adormeciendo la conciencia moral. Así, el miserable pecador llega a engañarse creyendo que no es pecador, que todo va bien con él mientras que es un miserable y servil esclavo del pecado.

Los pequeños pecados crean una verdadera estancación de la vida espiritual. Así como el péndulo se detiene a causa de la acumulación de polvo, así el pulso espiritual del hombre se extingue gradualmente bajo la densa capa de la multitud de pequeños pecados. Para que el péndulo funcione de nuevo, el polvo debe ser eliminado. A fin de restaurar su vida espiritual, el hombre debe confesar el menor pecado.

  1. Un tercero dijo: “Todo esto es verdad. Pero, ¿por qué confesarme cuando sé que mañana pecaré de nuevo? ¿Tiene la confesión un sentido en este contexto? Considero que la confesión sólo tiene sentido si no pecamos en el futuro”.

Esta objeción a la confesión encierra a la vez algo de verdad y algo que no lo es. La verdad es el deseo de no pecar más después de la confesión. Pero somos seres débiles y no podemos alcanzar inmediatamente tal firmeza, hasta el punto de hacer imposible el hecho de sucumbir de nuevo. Si no podemos acceder inmediatamente a la constancia en la virtud, ¿debemos someternos al vicio? ¿O debemos dejar de confesarnos? ¿Qué es preferible, revolcarse en el lodo del pantano espiritual, o levantarse después de cada caída y proseguir con la esperanza de que un día lleguemos a la magnífica cima de la virtud?

Si no te confiesas, permaneces en el lodo. Si te confiesas, te levantas del lodo y te lavas. “Pero, ¿para qué me levantaré, si mañana sucumbiré de nuevo?”, dirás. Si caes de nuevo, ¡levántate de nuevo!. Cada día, vuelve a comenzar. Siempre es mejor sucumbir a la actitud, que no levantarse.

Un joven monje se lamentaba ante el gran asceta Abba Sisoes:

-Abba, ¿qué debo hacer? Sé que sucumbiré.

-“Levántate”. Más tarde:

-Me he levantado y he sucumbido de nuevo.

-“Levántate de nuevo”.

-¿Cuántas veces debo levantarme y sucumbir?

-“Hasta la muerte”, respondió Abba Sisoes.

Este sabio diálogo debería ser interiorizado por todo el que desea enmendarse pero, engañado por el maligno, vuelve a sus pecados anteriores. Cada vez que sucumbas a una transgresión, ¡levántate!. Levantarse, es la confesión. No es un juego, sino una batalla que tiene mucho sentido. Si nosotros, seres humanos débiles, caemos y a continuación nos volvemos a levantar, existe una gran probabilidad de que la muerte nos encuentre en pie. Entonces, estamos salvados. Pero si no tenemos intención de volvernos a levantar, la muerte nos encontrará seguramente sumergidos en el lodo. Y entonces, la probabilidad de que estemos perdidos para siempre, será muy alta.

San Juan Crisóstomo dice: “El arrepentimiento abre el cielo al hombre, lo lleva al paraíso, vence al maligno. ¿Has pecado?. No desesperes si pecas cada día. Ofrece tu arrepentimiento cada día. Cuando hay partes podridas en una vieja casa, son remplazadas por nuevas y no dejamos de arreglar la casa. Razona del mismo modo: si hoy, has sucumbido al pecado, purifícate inmediatamente por medio del arrepentimiento. Para lavar la suciedad corporal, Dios nos ha dado el agua. Y para purificar la mancha espiritual, Dios nos ha dado la gracia del sacramento de la confesión. Cualquier hombre que se ensucia las manos, se las lava. Nadie dice: “Ya no me lavaré más las manos, porque me las mancharé de nuevo”. Entonces, ¡porqué tanta gente dice: No me confesaré, porque pecaré de nuevo!. Es evidente que el enemigo de nuestra salvación nos induce a no purificar nuestras almas a fin de poder dominarlas.

No debemos ceder a nuestra pereza espiritual, a nuestra falta de valor frente a nosotros mismo, a estas sugerencias malignas. Debemos confesarnos frecuentemente, porque el lavado frecuente produce el gusto por la limpieza en nosotros. Deja tu casa cubierta de polvo, sin limpiar y sin ventilar durante un año. Será semejante a una pocilga. Entonces imagina a qué se asemeja el alma del hombre si no la ha purificado por la confesión, no sólo durante un año, sino durante veinte, cuarenta, sesenta, setenta años!.

  1. Un cuarto dijo: “Me confesaré con Dios. ¿Qué necesidad tengo de acudir al sacerdote?”.

Dios ha ordenado al sacerdote para administrar los santos sacramentos, de forma que podamos recibir por medio de ellos, la gracia celeste de la salvación. La confesión es igualmente un sacramento. Si te confiesas ante Dios, haces bien porque escuchas a tu conciencia recordándote tus pecados. Quizá viertas lágrimas por ellos. Pero no recibirás de esta forma la gracia divina del perdón. Confesarse con Dios sólo puede llevarnos a la ilusión de ser perdonados o mantenernos en una “relación intelectual” con Dios. Siéntate. Piensa en el día sin ocaso del Reino. Los que han complacido a Dios participarán de manera inimaginable en la Cena Mística, en la comunión celestial, mientras que tú, no podrás tomar parte, ni mística, ni realmente. Poco importa hasta qué punto has sido asediado en el pensamiento, pues esto será verdad siempre y cuando no hayas aceptado visiblemente la Santa Comunión, y hasta que vayas al sacerdote, a quien Jesús Cristo mismo ha dado el poder de atar y desatar los pecados. Si no, poco importa el número de veces que te hayas confesado ante Dios, pues no recibirás el perdón de tus pecados. ¿Por qué? Dios mismo ha dicho al sacerdote: “A quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados, y a quienes les retengáis sus pecados, les quedarán retenidos” (Juan 20:23).

Además, la confesión al sacerdote reviste un gran significado. Es muy instructivo. Nos humilla porque nos pone en nuestro lugar con relación a Dios. Sana nuestro orgullo, nos hace sonrojar de forma beneficiosa, insufla la vergüenza del pecado y del temor de Dios. Nos protege de los pecados futuros. Cuando pecamos, pecamos contra Dios Todopoderoso, pero no nos avergonzamos ante Él porque no lo vemos, como si mantuviéramos un monólogo. Pero nos cubre la vergüenza cuando nos confesamos ante el sacerdote. El hombre que está sometido al mandato de la Iglesia de confesase ante un sacerdote, repite sus pecados cuando piensa en la obligación de desvelarlos nuevamente durante la confesión. Ocho días después de Su Resurrección, Jesús Cristo dio sabiamente el mandato de que nuestro arrepentimiento fuera expresado ante un sacerdote que obra como testigo de Dios.

“Pero, ¿cómo puede el sacerdote absolver los pecados?, preguntaréis. Tiene poder porque Dios lo ha decidido así. “¿Pero no es el sacerdote igualmente un pecador?”. Si es un pecador, ¿tú qué pierdes?. Es pecador por sí mismo y responderá ante Dios por sus pecados”. Los sacramentos administrados por él no dejar se estar activos si los recibimos con fe y humildad. La gracia puede serle rechazada el día del Juicio a causa de sus pecados, pero tú, aceptando la gracia divina por su intermediario, no te privas de ella si eres digno. “Pero, ¿no desvelará el sacerdote el secreto de la confesión de mis pecados?”. ¡No!. Ningún sacerdote tiene derecho a contar lo que ha escuchado durante la confesión. Debe llevárselo a la tumba. Tampoco nos preocupemos de la eventualidad de la vergüenza causada porque nuestros pecados puedan ser desvelados en sociedad. Señalemos que, si evitamos la confesión a causa del celo por nuestro honor, esto significa que tenemos vergüenza de nosotros mismos. Si la gente presencia nuestras debilidades, poco importa la diligencia con la que las disimulemos. Si las confesamos ante un hombre, Dios, a causa de nuestra humildad ante el único testimonio del sacerdote, nos cubrirá con Su gracia ante la multitud. Sin embargo, si protegemos nuestra reputación durante la confesión, nuestra autoridad se hundirá ante todos. Si confesamos ante un hombre, un simple hombre, la confesión nos enseñará a luchar contra nuestras pasiones. Pero si no deseamos sanarnos por la confesión, expondremos entonces nuestro nombre y reputación a denigración, aquí y en la desgracia ante el universo entero en el día del Juicio Final.

  1. Un quinto dijo: “Iré al sacerdote para que me diga la oración de absolución”.

He aquí el abuso más sacrílego de la confesión. ¿Cuál es el significado de la oración de absolución?. Se trata de absolver los pecados. En el caso que nos concierne, el penitente se dirige al sacerdote, y sin confesar sus pecados, le dice: “Padre, diga la oración de absolución (u oración de perdón) por mí”. Y el sacerdote cubre la cabeza del penitente con el epitrajil y le perdona los pecados que no ha confesado. Detente, siervo de Dios. ¿Qué haces? ¿Conoces los pecados disimulados en esta alma a la que confieres el perdón divino tan fácilmente? ¿Te das cuenta de la responsabilidad que tienes ante Dios? Si se te oculta un pecado grave y sin pensarlo confieres el perdón al penitente que lo ha cometido y le permites tomar parte en la Comunión de los Santos Dones, ¿no acelerarás la muerte de su alma? ¿No conoces las palabras del santo apóstol Pablo?; “Quien come indignamente de este pan y bebe indignamente de esta copa, es culpable el Cuerpo y de la Sangre de Cristo” (1ª Corintios 11:27).

¿Por qué no examinas al que se acerca a ti? ¿Por qué le dejas comer y beber su condenación eterna? ¿Por qué das el sacramento a un pecador impenitente? Judas tomó parte igualmente en los Santos Dones, con los apóstoles, en el momento de la Última Cena, pero puesto que era un pecador impenitente, en lugar de la gracia divina, el maligno entró en él. ¿Deseas hacer un nuevo Judas de un cristiano inconsciente que se acerca a Cristo sin confesión, solamente con una oración de absolución? Es preferible impedirle la Santa Comunión al hombre que no se ha arrepentido, hasta que se arrepienta, en vez de darle el Fuego y la condenación.

Esta lectura de la oración de absolución para apaciguar la conciencia es un pecado, tanto para el sacerdote como para el laico, porque en su esencia hay simulación y mentira. Esta práctica, así como la de la absolución para toda la asamblea, no conduce a la sanación espiritual, sino a un mayor estado de pecado. Alguien está enfermo de forma crítica. La enfermedad está identificada con certeza y la medicina es conocida con precisión, pero puesto que es amarga, el enfermo pide algo más agradable. Entonces el médico le da, ya sea morfina para calmar el dolor, o sirope muy dulce sin ninguna utilidad. ¿Sanará el enfermo? ¡Nunca! ¿Y quién será responsable de su muerte? Él mismo, porque ha pedido sirope dulce para engañarse, y el médico que sabía lo que debía prescribir, no lo ha hecho únicamente por el deseo de complacer, o incluso por pereza, por negligencia, o por costumbre, o quizá incluso por desconocimiento de este sacramento.

Recientemente, una afamada dama cristiana, me confesó lo siguiente: “Me estaba preparando para la Santa Comunión. Fui a la iglesia y busqué al sacerdote para confesarme. El sacerdote estaba muy ocupado y su humor, como lo había notado, no era bueno. Me recibió con cierta irritación: ¿Por qué vienes? ¿Para confesar siempre los mismos pequeños pecados? Usted no ha cometido ninguna transgresión importante ante Dios”. Y ella dijo: “Pero quiero confesarme, pues algo me sobrecarga pesadamente”.

“No es necesario”, dijo él. “Ven y arrodíllese aquí”.

“Obedecí y leyó la oración de absolución. Me levanté y me fui, pero mi alma no estaba aliviada. La carga estaba allí, y me atormentaba mucho más. Desde el centro de la iglesia, volví hacia el sacerdote. Pero ya estaba ocupado con otros fieles. Llegó el tiempo de la comunión. No intenté ir porque sentía que mi conciencia no estaba aliviada. El domingo siguiente, fui a otra iglesia. Allí, confesé y comulgué. Sentí un gran júbilo en el momento de la confesión, y a partir de ese momento me sentí tranquila.

 

Extracto del libro del archimandrita Serafín Alexiev, “The Forgotten Medicine: The Mystery of Repentance”, St. Xenia Press, Wilwood, CA. 1994.

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Traducido por psaltir Nektario B.

© Marzo 2015



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