Las homilías catequéticas y testamento de San Teodoro el Estudita

Studite

 

 

Homilía 47

Del miércoles de la Primera Semana

Sobre el ayuno, la templanza y la pureza

Padres y hermanos: los días presentes del santo ayuno son, entre otros periodos del año, un remanso tranquilo en el que todos se reúnen y encuentran serenidad espiritual, no sólo los monjes, sino también los laicos, tanto pequeños y mayores, los que tienen autoridad y los que están sometidos a ella, reyes y sacerdotes, pues este periodo es beneficioso y salvífico para todo país y era de la humanidad. En este tiempo, todo desorden y perturbación llega a su fin, y se multiplica la doxología y la himnología, las obras de caridad y la oración, por medio de los cuales nuestro buen Dios es movido a la compasión y está presto a conceder la paz a nuestras almas y el perdón de nuestros pecados; sólo debemos volvernos sinceramente a Él con todo nuestro corazón, postrándonos ante Él con temor y temblor, y prometiendo abandonar todo mal hábito que hayamos podido tener. Pero los cristianos que viven en el mundo tienen sus maestros, esto es, los obispos y pastores que los guían e instruyen. Así como los guerreros y los soldados necesitan estímulo, así mismo los cristianos requieren el aliento y el consuelo de los maestros. Y puesto que me encuentro elegido por vosotros en el lugar de liderazgo de este monasterio, entonces es mi obligación deciros algunas palabras con relación al ayudo salvífico para el alma.

Hermanos, el ayuno es la renovación del alma, pues el apóstol dice que en la medida en que el cuerpo se debilita y se marchita por el podvig (labor ascética) del ayuno, entonces más se renueva el alma día tras día, y se hace más hermosa y resplandece con la belleza con la que Dios la revistió originalmente. Y cuando se purifica y adorna con el ayuno y el arrepentimiento, entonces Dios la ama, y vivirá en ella, como lo dice el Señor: “Y Yo y el Padre vendremos y haremos nuestra morada en él” (Juan 14:23). Así, si hay tal valor y gracia en el ayuno, que nos hace moradas de Dios, entonces debemos recibirlo con gran regocijo y alegría, y no desalentarnos a causa de la mezquindad del alimento, sabiendo que cuando nuestro Señor Jesús Cristo bendijo los cinco panes en el desierto, alimentó a cinco mil personas con pan y agua. Él pudo, si lo hubiera querido, ordenar que aparecieran toda clase de manifestaciones, pero nos dio un ejemplo de restricción, para que pudiéramos preocuparnos sólo por lo que es necesario. Ahora, al principio, el ayuno nos parece una labor difícil, pero si nos aplicamos día tras día, con ardor y disciplina, entonces, con la ayuda de Dios, lo haremos más fácilmente. Al mismo tiempo, si deseamos que el ayuno sea para nosotros, verdadero y agradable a Dios, entonces, junto con la abstención de alimentos, abstengámonos también de todo pecado de alma y cuerpo, como nos lo instruye la estíquera en la que se dice: “Guardemos el ayuno, no sólo absteniéndonos de alimento, sino siendo ajenos a toda pasión pecaminosa” (Primera Estíquera de las Aposticas, Vísperas del martes de la primera semana de la Cuaresma). Guardémonos de la pereza y el descuido con respecto a nuestra regla y oficios de la iglesia, e incluso más de la vanagloria y el celo envidioso, de la malicia y el rencor, de la enemistad y de las pasiones secretas como esta, que matan el alma; guardémonos contra el mal humor y la autoafirmación, esto es, de las cosas que no nos son adecuadas y no satisfagamos nuestra voluntad propia. Pues no hay nada mejor y más estimado por el maligno como encontrar una persona que no ha perdonado a otra y no ha tomado consejo de los que son capaces de instruirlo en la virtud; entonces, el enemigo engaña fácilmente al ególatra y lo atrapa en todo lo que hace y reconoce como bueno.

Ocupémonos vigilantemente de nosotros mismos, especialmente con relación a los deseos de la carne; pues es justo ahora, cuando ayunamos, cuando el camaleón serpiente-maligno lucha contra nosotros con malos pensamientos. Hermoso en apariencia y deleitable al paladar es el fruto del pecado, pero en realidad no es así. Por eso, algunas veces, el exterior de la manzana parece bueno, pero cuando la cortamos aparece la podredumbre dentro de ella; así, los deseos de la carne parecen tener en ellos, delicias, pero sin embargo, cuando se ha cometido un pecado, es amargo al estómago como una espada de dos filos. Nuestro antepasado Adán sufrió esto cuando fue engañado por el maligno y probó del fruto de la desobediencia, esperando recibir por él la vida, y por el contrario, encontró la muerte. Y así desde aquel tiempo hasta hoy, somos engañados con ese sufrimiento por la antigua serpiente, mediante malos deseos de las pasiones carnales. Pues el maligno es la oscuridad que toma semejanza y apariencia de un ángel de luz. Y por eso, el creador del mal, Satanás, hace que lo malo parezca bueno, amargo, lo que parece dulce, y la oscuridad, como si fuera luz, lo feo, como hermoso, y representa la muerte como si fuera vida, y así engaña al mundo y lo tortura. Mas nosotros, hermanos, pongamos especial atención para que no nos atrape con sus muchas y malignas trampas y suframos como pájaros que caen por el cebo, en la soga y las redes. Pongamos atención al escrutar nuestra mente con respecto a la astucia y al mal, y en todo momento, seamos conscientes del mal, dónde se oculta, y evitémoslo. Por encima de todo, seamos celosos y cuidadosos cantando Salmos y oficios de la Iglesia; vigilemos para mantener nuestra mente atenta a lo que estamos leyendo. Pues así como el cuerpo, cuando lo alimentamos con pan, crece fuerte, así también lo hace el alma cuando se alimenta con la Palabra de Dios. Hagamos postraciones en todas las horas del día, cada uno según sus fuerzas y tanto como se le requiera; ocupémonos con nuestro trabajo, pues el que no hace nada, según la palabra del apóstol, no es digno del alimento (2ª Tesalonicenses 3:10). Ayudémonos unos a otros, pues el que está solo, es débil, mientras que otro es fuerte; no seamos combativos, sino hagamos sólo lo que es bueno; seamos gentiles en nuestra forma de hablar, pacíficos, amables, mansos, sumisos, llenos de misericordia y buen fruto. Y que la paz de Dios preserve nuestros corazones y mentes, y nos conceda el reino celestial de Cristo Jesús nuestro Señor, a quien es debida la gloria y el poder, con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía 48

Del viernes de la primera semana

Sobre que ahora debemos adornar nuestra morada eterna con la virtud

Hermanos y hermanas. Si algún laico desea construirse una magnífica y gran casa, entonces no se da descanso, ni de día ni de noche, sino que trabaja, se preocupa y sufre privación hasta que termina el edificio de la casa. Tiene tal celo y diligencia en este trabajo que su mente y pensamiento, día y noche, están ocupados sólo en cómo hacer el acabado del tejado más hermoso y más excelente, y para que la parte de abajo y el resto pueda estar adornado y hecho, y que así todos los que la vean, quieran tener una casa así. Y si alguien quisiera alejarlo de este trabajo, entonces esto sería para él tan penoso, que sería como si sufrieran una gran ofensa.

¿Qué es lo que deseo deciros a vuestro amor, respetados hermanos? Puesto que cada uno de nosotros construye y establece para su alma, no una casa tangible y corruptible, hecha de piedra y madera, sino una morada celestial, incorruptible y eterna, que esté compuesta de las virtudes y dones del Espíritu Santo, entonces, decidme, ¿estaremos menos preocupados y seremos más perezosos construyéndola, de lo que lo estaríamos construyendo una casa temporal? ¿No sería esta pérdida dura de soportar para nosotros? Y más aún, pues una casa corruptible y temporal recibe a gente de carne y hueso, y posteriormente, cuando la casa ha tenido muchos propietarios, envejece, se arruina y se destruye, pero nuestra casa espiritual, que se construye por las virtudes, recibe al Espíritu Santo, como dice el apóstol: “Vosotros sois templos del Dios vivo, y el Espíritu de Dios mora en vosotros” (1ª Corintios 3:16). Y cuando llegue el tiempo de abandonar este mundo, Él también nos seguirá al cielo, y estaremos allí eternamente.

El inicio de la construcción de las virtudes es el temor de Dios, como dice la Divina Escritura: “El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Salmos 110:9). Y a partir de ahí, las cuatro grandes virtudes, a saber, la sabiduría, el valor, la castidad y la justicia, y las demás con ellas, cada una unida a otra formando una unión de amor, crecerán convirtiéndose en un santo templo del Señor. Así pues, hermanos, construyamos esta morada y adornémosla con las virtudes para que podamos tener en nosotros al Espíritu Santo, y para que regocijemos a los ángeles y seamos beneficiosos para la humanidad por medio del cumplimiento de las virtudes. Y puesto que la templanza es una de las más grandes virtudes que obtenemos por la lucha, rindamos gloria a Dios por habernos concedido completar el lapso de una semana santa. Nuestros rostros han cambiado y se han vuelto pálidos, pero brilla en ellos la gracia de la templanza. De la mortificación que surge como resultado del ayuno, sentimos en nuestras bocas amargura, pero nuestras almas están endulzadas por la esperanza y la gracia de la salvación. Pues estos dos, a saber, el alma (psique) y el cuerpo, luchan por naturaleza el uno contra el otro, y cuando uno se hace fuerte, el otro se vuelve débil. Y así, nos regocijaremos, hermanos, pues hemos hecho el mejor aspecto, esto es, al alma (la psique), mucho más fuerte.

Quizá alguien diga: ¿El no comer más que una vez al día puede arruinar la perfección de la templanza? No, necesitamos no temer esto, pues si fuera así, entonces Cristo no nos habría mandado en la oración del “Padre nuestro” pedir nuestro pan de cada día, ni el cuervo habría traído al profeta Elías el alimento cada día, y del mismo modo el divino Pablo de Tebas, y Antonio el Grande no habría considerado mejor comer un poco cada día en vez de permanecer en ayuno durante tres, cuatro o siete días. Y me parece que la causa de esto es la siguiente: puesto que nuestros cuerpos están agotados y debilitados por el trabajo diario, Dios, que nos creó según Él designó, podría fortalecerlos mediante raciones diarias y podríamos cumplir los mandamientos de Dios, y no seríamos como un hombre paralítico, como sucede con los que ayudan dos o tres días. Ellos no hacen postraciones, ni adquieren experiencia en la lectura y en los cantos, como deben, ni cumplen propiamente los otros servicios; no mencionaremos lo que es sobrenatural. Así, el uso diario del alimento, según la regla y orden indicado, no es algo imperfecto, sino algo absolutamente perfecto, pues todo lo que ha sido establecido para nosotros por los santos padres, es bueno y agradable a Dios. Que el Señor nos conceda aún más salud y fuerza de espíritu y cuerpo para servir al Dios verdadero y vivo, y obtengamos la recompensa que nos espera en el último día, en el que podáis, con todos los santos de todos los tiempos, brillar como el sol, habiendo recibido la herencia en el reino celestial de Cristo nuestro Señor, a quien es debida la gloria y el poder, con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

De Orthodox Life, vol. 38, nº 1 (Enero-Febrero, 1988), p. 4-7.

Traducido por psaltir Nektario B.

© Marzo 2015



Categorías:Cuaresma, San Teodoro Studita

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