Instrucción sobre el domingo del Hijo Pródigo. Sobre el arrepentimiento.
Por San Ignacio Briantchaninov
Amados hermanos. La Santa Iglesia, la amorosa madre de todos sus hijos, que nos dio el nacimiento a la salvación, y toma sobre sí todo el cuidado para asegurar que sus hijos no pierdan su herencia, el cielo, preparándolos para el completo éxito del próximo “podvig” de Cuarenta días de ayuno, ha ordenado que leamos hoy en la Divina Liturgia la parábola de nuestro Señor Jesús Cristo sobre el hijo pródigo.
¿En qué consiste el podvig de los santos cuarenta días de ayuno? En el podvig del arrepentimiento. Durante estos días, estamos ante el tiempo dedicado por completo al arrepentimiento, como ante las puertas del arrepentimiento y cantamos el himno lleno de sentimientos contritos: “Ábreme las puertas del arrepentimiento, oh Dador de Vida”. ¿Qué nos revela la parábola del Evangelio de nuestro Señor que hemos escuchado hoy? Revela la insondable e infinita misericordia de nuestro Padre Celestial para los pecadores que acuden al arrepentimiento. El Señor la da a conocer al pueblo, llamándolos al arrepentimiento: “Os digo que la misma alegría reina en presencia de los ángeles de Dios, por un solo pecador que se arrepiente” (Lucas 15:10). Para que Sus palabras se grabaran más fuertemente en los corazones de Sus oyentes, decidió exponerles una parábola.
“Un hombre tenía dos hijos”, dice la parábola del Evangelio. El más joven de ellos pidió a su padre que le diera su parte de la herencia. El padre lo hizo. Después de pocos días, el joven tomó su herencia y se fue a un país lejano, donde gastó toda su herencia en una vida licenciosa. Cuando lo había gastado todo, llegó una hambruna en aquel país. El hijo del hombre rico, no sólo se encontró con hambre, sino que estaba en un estado desesperado. En su grave situación, pidió ayuda a uno de los habitantes locales, que lo envió al campo a cuidar de sus cerdos. Agotado por el hambre, el desgraciado habría sido feliz llenando su estómago con el alimento que le daba a los cerdos. Pero esto era imposible. En tal estado, finalmente volvió en sí, y recordando la abundancia de la casa de su padre, decidió regresar a él. Preparó mentalmente lo que diría a su padre para obtener su propiciación: admitiría su pecado y su indignidad, y humildemente le pediría que lo aceptara, no en la familia de su padre, sino como uno de sus siervos y jornaleros. Con esto en su corazón, el joven hijo menor partió hacia el camino. Aún estaba lejos de la casa de su padre cuando su padre lo vio. Lo vio y tuvo compasión de él; corrió, se echó sobre su cuello y lo besó. Cuando su hijo pronunció la confesión y petición que había preparado, su padre llamó a los sirvientes diciendo: “Pronto, traed aquí la ropa, la primera, y vestidlo con ella; traed un anillo para su mano, y calzado para sus pies; y traed el novillo cebado, matadlo y comamos y hagamos fiesta: porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida, estaba perdido, y ha sido hallado” (Lucas 15:22-24). El hermano mayor, que siempre fue obediente a la voluntad de su padre en el campo, vio la fiesta cuando llegó a su casa. Encontró extraño el comportamiento de su padre hacia su joven hijo. Pero alentado por el amor a la justicia, ante la que cualquier otra justicia es patética y despreciable, el padre le replicó: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero estaba bien hacer fiesta y regocijarse, porque este hermano tuya había muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado” (Lucas 15:31-32).
Según los santos padres (1), el hijo más joven podría ser también una imagen de toda la humanidad caída y de todo pecado. La herencia del hijo menor son los dones de Dios, con los que son dotadas todas las personas, especialmente los cristianos. Los dones más supremos de Dios son la mente y el corazón, y especialmente la gracia del Espíritu Santo dada a todo cristiano. La petición del hijo pidiendo al padre que le diera su herencia para usarla según su propia voluntad es un intento del hombre por despojarse de la sumisión a Dios, y seguir su propios pensamientos y deseos. El padre que cede la herencia es un retrato del autogobierno con el que Dios honró al hombre para el uso de Sus dones. El país lejano es una vida pecadora, distanciándonos y alejándonos de Dios. El despilfarro de la herencia es el agotamiento del poder de nuestra mente, corazón y cuerpo; en particular, la ultranza contra el Espíritu Santo y su expulsión de nosotros mismos por medio de nuestras obras pecaminosas. La pobreza del hijo menor es el vacío del alma, que procede a causa de una vida pecaminosa. Los habitantes permanentes del país lejano son los príncipes de la oscuridad de esta era, los espíritus caídos, caídos permanentemente y alejados de Dios. El pecador se somete a su influencia. La piara de cerdos (animales impuros) son los pensamientos y sentimientos pecaminosos que vagan en el alma de los pecadores, pisoteando sus pastos. Son la consecuencia inevitable de los actos pecaminosos. En vano piensa un hombre en silenciar estos pensamientos y sentimientos llevándolos a cabo, pues son totalmente imposibles de satisfacer. El hombre puede realizar estos pensamientos y sueños apasionados, pero no los destruye; sólo los alienta para redoblar su fuerza. El hombre está creado para el cielo; sólo la verdadera bondad puede ser su satisfacción, su alimento dador de vida. El mal que atrae y seduce el gusto del corazón dañado por la caída, es lo único capaz de despojar la naturaleza del hombre.
Cuán horrible es el vacío causado en el alma por una vida pecaminosa. Insoportable es el tormento de los pensamientos y sentimientos pecaminosos y apasionados, cuando se introducen en el alma como gusanos, cuando desgarran el alma que han sometido, el alma que ha sido violada por ellos. A menudo, un pecador que es atormentado por pensamientos feroces, sueños y deseos incumplidos, llega a desesperarse. A menudo intenta tomar su propia vida, tanto temporal como eterna. Bendito es el pecado que vuelve a su sentido durante este periodo terrible y recuerda el ilimitado amor del Padre Celestial, las riquezas espirituales ilimitadas que se otorgan en la casa del Padre Celestial, la Santa Iglesia. Bendito es el pecador que, horrorizado por su propio pecado, quiere liberarse de su peso opresivo por medio del arrepentimiento.
Aprendemos de la parábola del Evangelio que para un arrepentimiento exitoso y fructífero, un hombre necesita poner de su parte: ver su propio pecado, reconocerlo, arrepentirse de él, y confesarlo. Dios ve a una persona que ha hecho esta promesa en su corazón mientras que “aún” está muy lejos. Lo ve y corre hacia él, lo abraza y lo besa con Su gracia. Tan pronto como el penitente ha pronunciado la confusión de su pecado, el misericordioso Señor envía a sus siervos (los siervos del altar y a los santos ángeles) a vestirlo con vestiduras brillantes de pureza, a ponerle el anillo en su dedo como testimonio de su unión renovada con la Iglesia, tanto la de la tierra como la del cielo, y y a ponerle zapatos en sus pies, para que sus obras sean protegidas de los espinos espirituales por las firmes ordenanzas, pues este es el sentido de los zapatos, los mandamientos de Cristo. Para completar la acción amorosa, se celebra una fiesta de amor por el hijo que ha regresado, para lo cual se mata al ternero cebado. Esta fiesta es la fiesta de la Iglesia a la que el pecador es invitado una vez ha hecho las paces con Dios (el alimento y la bebida espiritual e incorruptible, Cristo) prometida tiempo atrás a la humanidad, preparada por medio de la inconmensurable misericordia de Dios para el hombre caído desde el mismo momento de su caída.
La parábola del Evangelio es una enseñanza divina. Es profunda y sublime, a pesar de la extraordinaria simplicidad de las palabras humanas con las que el Verbo de Dios se digno a revestirla. La santa Iglesia ha ordenado sabiamente que esta parábola sea leída a todos antes del inicio de los cuarenta días del ayuno. ¿Qué noticia más consoladora habría para un pecador que tiembla ante las puertas del arrepentimiento, que esta noticia sobre la infinita e inconmensurable misericordia del Padre celestial por los pecadores arrepentidos? Esta misericordia es tan grande que asombró a los mismos ángeles, los primeros hijos nacidos del Padre celestial, que nunca transgredieron un solo mandato Suyo. Sus mentes brillantes y sublimes no podían comprender la inconmensurable misericordia de Dios por la humanidad caída. Necesitaban una revelación de lo alto sobre este tema, y supieron por esta revelación que esto se cumple para que ellos festejen y se regocijen por sus hermanos menores (la raza humana) “que estaban muertos, y viven de nuevo; que estaban perdidos, y han sido hallados”, por medio del Redentor. Hay un gran regocijo en presencia de los ángeles de Dios, incluso por un pecador que se arrepiente.
¡Amados hermanos! Utilicemos el tiempo señalado por la santa Iglesia para prepararnos para la labor ascética de los santos cuarenta días del ayuno, según su propósito. Utilicémoslos para contemplar la gran misericordia de Dios por el pueblo y por cada persona que desee hacer las paces con Dios y unirse a Él por medio de un verdadero arrepentimiento. Nuestro tiempo en esta vida terrenal no tiene precio, pues durante ese tiempo, decidimos nuestra suerte eterna. Que seamos dignos de elegir nuestra suerte eterna para la salvación y para nuestro regocijo. ¡Que nuestro regocijo sea sin fin! ¡Que se una al regocijo de los santos ángeles de Dios! Que el regocijo de los ángeles y los hombres sea completo y hecho perfecto por medio del cumplimiento de la voluntad del Padre Celestial. Pues, “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños (seres humanos, despreciados y humillados por el pecado)” (Mateo 18:14).
Notas
- Ver las Explicaciones de San Teofilacto.
Traducido por psaltir Nektario B.
© Febrero 2015
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