Capítulo XII
Que la buena voluntad no se debe atribuir siempre a la gracia, ni siempre al hombre mismo
12. Porque no debemos sostener que Dios haya creado al hombre como si no quisiera o no fuera capaz de hacer lo que es bueno, pues de lo contrario no le habría concedido la libre voluntad, si solo hubiera resistido querer o ser capaz de hacer lo malo, pero no quisiera o fuera capaz de hacer lo que es bueno en sí mismo. Y en ese caso, ¿cómo hace el Señor esta primera declaración de los hombres después de su caída: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal” (Génesis 3:22)?. Pues no podemos pensar que antes fuera completamente ignorante del bien. De lo contrario, deberíamos admitir que lo había formado como una bestia irracional e insensata, cosa que es bastante absurda y completamente ajena a la fe ortodoxa. Además, como dijo el sabio Salomón: “Dios creó al hombre recto”, es decir, disfrutando siempre sólo del conocimiento del bien, “pero ellos se entregaron a muchos vanos pensamientos” (Eclesiastés 7:30), pues, como se ha dicho, llegaron a conocer el bien y el mal. Por eso Adán, después de la caída, adquirió un conocimiento del mal que no tenía previamente, pero no perdió el conocimiento del bien que ya tenía antes. Finalmente, las palabras del apóstol muestran claramente que la humanidad no perdió el conocimiento del bien después de la caída de Adán, diciendo: “Cuando los gentiles, que no tienen Ley, hacen por la razón natural las cosas de la Ley, ellos, sin tener Ley, son Ley para sí mismos, pues muestran que la obra de la Ley está escrita en sus corazones, por cuanto les da testimonio su conciencia y sus razonamientos, acusándolos o excusándolos recíprocamente. Así será, pues, en el día en que juzgará Dios por medio de Jesucristo, los secretos de los hombres según mi Evangelio”(Romanos 2:14-16). Y con el mismo sentido reprende el Señor, por medio del profeta, la insana ceguera elegida libremente por los judíos, que por su obstinación atrajeron sobre sí, diciendo: ¡Sordos, oíd; ciegos, abrid los ojos, para que veáis! Pero, ¿quién es el ciego sino el siervo mío? ¿Quién es tan sordo como el mensajero que Yo envío? (Isaías 42:18-19). Y para que nadie atribuya su ceguera a la naturaleza en vez de a su propia voluntad, se dice en otra parte: “Hacer salir al pueblo ciego, que tiene ojos, y a los sordos, que tienen oídos” (Isaías 43:8), y de nuevo: “… Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen” (Jeremías 5:21). El Señor, también dice en el Evangelio: “… porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni comprenden” (Mateo 13:13). Y en ellos, se cumple la profecía de Isaías, que dice: “… Oíd, y no entendáis; ved, y no conozcáis. Embota el corazón de este pueblo, y haz que sean sordos sus oídos, y ciegos sus ojos; no sea que vean con sus ojos, y oigan con sus oídos, y con su corazón entienda, y se convierta y encuentre salud” (Isaías 6:9-10). Finalmente, para señalar que la posibilidad del bien estaba en ellos, reprendiendo a los fariseos, dice: “¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (Lucas 12:57). Y no les habría dicho esto ciertamente, a menos que supiera que por su juicio natural ellos podían discernir lo que era justo. Por lo tanto, debemos tener cuidado en no referir los meritos de los santos al Señor atribuyendo nada más que lo que es malo y perverso a la naturaleza humana; haciendo esto estamos confundidos por la evidencia del sabio Salomón, o más bien del mismo Señor, cuyas palabras dijo cuando el edificio del templo fue terminado y oró, hablando lo siguiente: “David, mi padre, tuvo el propósito de edificar una casa al Nombre del Señor, el Dios de Israel; mas el Señor dijo a mi padre David: ‘Teniendo tú el propósito de edificar una casa a mi Nombre, has ideado un buen proyecto. Con todo, no edificarás tú la Casa, sino que un hijo tuyo, que saldrá de tus entrañas, edificará la Casa a mi Nombre” (3ª Reyes 8:17-19). Entonces, este pensamiento y este propósito del rey David, ¿debemos considerarlo bueno y de Dios o malo y del hombre? Pues si este pensamiento fuese bueno y de Dios, ¿por qué él, que fue inspirado, desistió de que fuera realizado? Pero si es malo y del hombre, ¿por qué es elogiado por el Señor? Lo que queda entonces es que pensemos que es bueno y del hombre. Y de la misma forma debemos pensar hoy. Pues ni solamente le fue concedido a David pensar que esto era bueno para sí mismo, ni nos es negado pensar o imaginar, naturalmente, algo que sea bueno. No debemos entonces dudar de que hay, por naturaleza, algunas semillas de bondad en todas las almas, implantadas por la gracia del Creador, pero a menos que sean germinadas por la asistencia de Dios, no serán capaces de llegar a crecer en perfección, pues, como dice el bienaventurado apóstol: “Y así, ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento” (1ª Corintios 3:7). Pero, el que la libertad de la voluntad esté, en cierto grado, en el propio poder del hombre, es enseñado claramente en el libro denominado Pastor (Ver Conferencia VIII, cáp. XVII), donde se dice que dos ángeles son asignados a cada uno de nosotros, es decir, uno bueno y uno malo, mientras haya una opción propia del hombre que esté eligiendo qué seguir. Por lo tanto la voluntad permanece siempre libre en el hombre, y puede descuidar o deleitarse en la gracia de Dios. Pues el apóstol no habría ordenado, diciendo: “Obrad vuestra salud con temor y temblor” (Filipenses 2:12); y no habría sabido que podía ser avanzado o descuidado por nosotros. Y puesto que los hombres no podían imaginar que no necesitaran la ayuda divina para la salvación, añade: “porque Dios es el que, en su benevolencia, obra en vosotros tanto el querer como el hacer” (Filipenses 2:13). Y por eso advierte a Timoteo y dice: “No descuides el carisma que hay en ti” (1ª Timoteo 4:14) y otra vez: “Por esto te exhorto a que reavives el carisma de Dios que por medio de la imposición de manos está en ti” (2ª Timoteo 1:6). Así también, escribiendo a los corintios, los exhorta y les advierte, a través de sus obras infructuosas, a no mostrarse indignos de la gracia de Dios, diciendo: “En cumplimiento de esta cooperación, a vosotros exhortamos también que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2ª Corintios 6:1) pues la recepción de la gracia salvadora no le fue de provecho a Simón, sin duda, porque la recibió en vano, pues no obedeció el mandato del bienaventurado Pedro, que dijo: “Por tanto haz arrepentimiento de esta maldad tuya y ruega a Dios, tal vez te sea perdonado lo que piensas en tu corazón. Porque te veo lleno de amarga hiel y en lazo de iniquidad” (Hechos 8:22-23). Previene por tanto la voluntad del hombre, pues es dicho: “La misericordia de mi Dios se me anticipará” (Salmos 58:11) y otra vez: “… y desde temprano te llega mi ruego” (Salmos 87:14) y de nuevo: “Me anticipo a la aurora y grito” (Salmos 118:147) e incluso: “Mis ojos se adelantan a las vigilias de la noche” (Salmos 118:148). Pues nos llama y nos invita cuando dice: “Todo el día he extendido mis manos hacia un pueblo desobediente y rebelde” (Romanos 10:21), y nosotros le invitamos cuando le decimos: “todo el día, hacia Ti extiendo mis manos” (Salmos 87:10). Él nos espera, cuando el profeta dice: “Por tanto el Señor espera para seros propicio, y por eso se levantará para apiadarse de vosotros; pues el Señor es Dios justo” (Isaías 30:18), y Él está esperando por nosotros, cuando le decimos: “Esperé en el Señor, con esperanza sin reserva, y Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Salmos 39:2) y de nuevo: “Aguardo, Señor, tu socorro” (Salmos 118:166), y Él nos fortalece cuando dice: “Yo les he enseñado, he dado vigor a sus brazos, pero ellos maquinan contra Mi el mal” (Oseas 7:15) y nos exhorta a fortalecernos cuando nos dice: “Fortaleced las manos flojas, y robusteced las rodillas vacilantes” (Isaías 35:3). Jesús exclama: “Si alguno tiene sed venga a Mí, y beba quien cree en Mí” (Juan 7:37); el profeta también exclama diciéndole: “Me he cansado de llamar, mi garganta ha enrojecido, han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios” (Salmos 68:4). El Señor nos busca, cuando dice: “Lo busqué y no lo hallé; lo llamé, mas no me respondió” (Cantar de los Cantares 5:6), y Él mismo es buscado por la novia que llora con lágrimas: “En mi lecho, de noche, busqué al que ama mi alma; busquéle y no le hallé” (Cantar de los Cantares 3:1)
Capítulo XIII
Cómo los esfuerzos humanos no pueden estar en contra de la gracia de Dios
13. Y puesto que la gracia de Dios siempre coopera con nuestra voluntad para su provecho, y en todo la asiste, la protege y la defiende, de esta forma, incluso a veces, exige y busca algunos esfuerzos de buena voluntad de nuestra parte, para que no parezca conferir sus dones al que está dormido o relajado en indolente tranquilidad, buscando oportunidades de mostrar que, puesto que la torpeza de la indolencia del hombre incita su generosidad, no es razonable cuando la otorga a causa de algunos deseos y esfuerzos para obtenerla. Y no obstante, la gracia de Dios nos sigue otorgando la gracia de ser libres mientras que por algunos pequeños y triviales esfuerzos concede con generosidad impagable tal gloria de la inmortalidad, y tales dones de la eterna bienaventuranza. Pues ya que la fe del ladrón en la cruz vino primero, nadie diría entonces que la bendita morada del Paraíso no le estuviera prometida como don gratuito, ni podríamos sostener la palabra de penitencia que el rey David pronunció: “He pecado contra el Señor”, y por el contrario la misericordia de Dios, que eliminó esos dos graves pecados suyos, le concediera escuchar del profeta Natán: “El Señor, por su parte, ha perdonado tu pecado; no morirás” (2º Reyes 12:13). El hecho de que añadiera entonces asesinato al adulterio, ciertamente era debido a la libre voluntad, pero como fue reprobado por el profeta, esto fue la gracia de la divina compasión. De nuevo, es obra suya el que fuera humillado y reconociese su culpa pero, el que en un corto intervalo de tiempo obtuviera el perdón de estos pecados, esto fue un don del Señor misericordioso. Y, ¿qué diremos de esta breve confesión y de la incomparable infinidad de la recompensa divina, cuando es fácil observar lo que el apóstol bienaventurado, fijando su mirada en la grandeza de la retribución futura, anunció en aquellas innumerables persecuciones suyas? Dice: “Porque nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria cada vez más inmensamente” (2ª Corintios 4:17), y en otra parte afirma constantemente, diciendo que: “Estimo, pues que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros” (Romanos 8:18). Sin embargo, aun cuando la debilidad humana se esfuerce, no se puede llegar a la recompensa futura por los esfuerzos que se obtengan por la gracia divina, pues no siempre serán un don gratuito. Y así, el renombrado maestro de los gentiles, a pesar de que da el testimonio de que obtuvo el grado del apostolado por la gracia de Dios, diciendo: “Mas por la gracia de Dios soy lo que soy”, también declara que el ha correspondido a la gracia divina, cuando dice: “y su gracia que me dio no resultó estéril, antes bien he trabajado más copiosamente que todos ellos; bien que no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1ª Corintios 15:10). Pues cuando dice: “He trabajado”, muestra el esfuerzo de su propia voluntad; cuando dice: “bien que no yo, sino la gracia de Dios”, señala el valor de la protección divina; cuando dice “conmigo”, afirma que coopera con él cuando no estaba ocioso o descuidado, sino trabajando y haciendo un esfuerzo.
Capítulo XIV
Como juzga Dios la fuerza de voluntad del hombre por medio de sus tentaciones
14. Y también leemos que la justicia divina proveyó en el caso de Job, su buen atleta, cuando el diablo le desafió a tan singular combate. Pues si hubiera luchado contra su enemigo, no con su propia fuerza, sino solamente con la protección de la gracia de Dios, y hubiera soportado sólo por la divina ayuda sin ninguna virtud y paciencia por su parte, y hubiera soportado esta pesada carga de tentaciones y pérdidas, ideadas con toda crueldad por su enemigo, ¿cómo es que el diablo relataría con cierta justicia su calumnioso discurso que susurró previamente: “¿Acaso teme Job a Dios desinteresadamente? ¿No le has rodeado con tu protección por todas partes a él, su casa y todo cuanto tiene? … Pero anda, extiende tu mano”, es decir, permítele luchar conmigo con sus propias fuerzas, “y toca cuanto es suyo, y verás cómo te maldice en la cara” (Job 1:9-11). Pero, sin embargo, después de la lucha al enemigo difamador se atreve a no dar rienda suelta a ningún rumor como este, y admiró que fue vencido por su fuerza y no por la de Dios; aunque tampoco debemos considerar que él estuviera enteramente necesitado de la gracia de Dios, pues dio al tentador el poder de tentar en proporción a lo que sabía que podía resistir, sin protegerle de sus ataques, no dejando lugar a la virtud humana, sino sólo proveyendo para esta; es decir, que el feroz enemigo no debería conducirlo fuera de su mente y abrumarlo cuando estuviera debilitado con pensamientos desiguales y en injusta contienda. Pero que el Señor algunas veces tenga costumbre de tentar nuestra fe para que sea hecha más fuerte y más gloriosa, lo vemos por ejemplo en la enseñanza del centurión en el Evangelio, en cuyo caso, el Señor mismo sabía que iba a curar a su criado por el poder de Su palabra, y aún, decidió ofrecer su presencia, diciendo: “Yo iré y le sanaré”. Pero el centurión replicó diciendo: “Señor, y no soy digno de que entres bajo mi techo, mas solamente dilo con una palabra y quedará sano mi criado. Porque también yo, que soy un subordinado, tengo soldados a mis órdenes, y digo a este: “Ve”, y él va; a aquel: “Ven”, y viene; y a mi criado: “Haz esto”, y lo hace. Jesús se admiró al oírlo y dijo a los que le seguían: “En verdad, os digo, en ninguno de Israel he hallado tanta fe” (Mateo 8:7-10). Pues no habría habido motivo de alabanza o mérito, si Cristo sólo hubiera otorgado a este lo que Él mismo había dado. Y en este proceso de búsqueda de la fe leemos lo que la divina justicia también causó en el caso del más grande de los patriarcas, cuando se dice: “Después de esto probó Dios a Abraham” (Génesis 22:1). Pues la divina justicia deseaba probar, no la fe con la que el Señor le había inspirado, sino que siendo llamado e iluminado por el Señor, el primero pudiera mostrarse libre por su propia voluntad. De manera que la firmeza de su fe no carecía de causa probada, y cuando la gracia de Dios, que por un momento lo abandonó para probarlo, vino en su ayuda, fue dicho: “No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; pues ahora conozco que eres temeroso de Dios, ya que no has rehusado darme tu hijo, tu único” (22:12). Y que este tipo de tentaciones nos pueda sobrevenir, por el bien de nuestra probación, está clara y suficientemente predicho por el Dador de la Ley en el libro del Deuteronomio: “Si se levantare en medio de ti un profeta, o un soñador de sueños, que te anuncia una señal o un prodigio, aunque se cumpliere la señal o prodigio de que te habló diciendo: “Vamos tras otros dioses, que tú no conoces, y sirvámoslos”, no escucharás las palabras de ese profeta, o de ese soñador de sueños porque os prueba el Señor, vuestro Dios, para saber si amáis al Señor, vuestro Dios, con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:1-3). ¿Qué sigue entonces? Cuando Dios ha permitido que un profeta o soñador se levante, ¿debemos sostener que Él protegerá a aquellos a los que está intentando probar, no dejando lugar a su libre voluntad, con la que podrían luchar contra el tentador con sus propias fuerzas? Y, ¿por qué es necesario para ellos incluso ser probados si Él sabe que son débiles y vacilantes como para no ser capaces, por sus medios, de resistir al tentador? Pero, ciertamente, la divina justicia no habría permitido que fueran tentados, si no supiera que en ellos había un poder igual de resistencia, por el que podrían, por un juicio equitativo, ser encontrados o culpables o dignos de alabanza. Del mismo efecto es también lo que dice el Apóstol: “Por lo tanto, el que cree estar de pie, cuide de no caer. No nos ha sobrevenido tentación que no sea humana; y Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que aun junto a la tentación preparará la salida, para que podáis sobrellevarla.” (1ª Corintios 10:12-13). Pues cuando dice: “el que cree estar de pie, cuide de no caer”, establece la libre voluntad sobre su vigilancia, pues sin duda sabía que, después que la gracia ha sido recibida, podía permanecer por sus propios esfuerzos o caer por descuido. Y cuando añade: “No nos ha sobrevenido tentación que no sea humana”, reprende su debilidad y la fragilidad de su corazón, que aún no se ha fortalecido, no pudiendo resistir los ataques de las huestes del mal espiritual, contra los que sabía que él y los que estaban siendo perfeccionados lucharían diariamente; de lo cual también dice a los Efesios: “Porque para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial” (Efesios 6:12). Pero cuando añade: “y Dios es fiel, y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas”, ciertamente no es esperando que el Señor los libre de ser tentados, sino que no serán tentados por encima de sus fuerzas. Pues uno muestra el poder de la voluntad humana y el otro denota la gracia del Señor que modera la violencia de las tentaciones. En estas frases se nos prueba que la divina gracia despierta la voluntad del hombre, no para protegerlo y defenderlo en todo y que no luche con sus propias fuerzas contra sus adversarios espirituales, es decir, el vencedor sobre el que puede establecerse la gracia de Dios, y el vencido por su propia debilidad, y así aprender que su esperanza no está siempre en su propio valor sino en la divina asistencia, y que debe dirigirse siempre a su Protector. Y para probar esto, no por nuestra propia conjetura, sino por claros pasajes de la Sagrada Escritura, consideremos lo que leemos de Josué, el hijo de Nun: “Estos son los pueblos que el Señor dejó para probar por medio de ellos a Israel, a cuantos no tenían experiencia de las guerras, de los cananeos, con el único fin de instruir a las generaciones de los hijos de Israel y enseñarles la guerra, por lo menos a aquellos que antes no la conocían, a fin de probar por medio de ellos a Israel, si pondrán o no su empeño en andar en el camino del Señor, como hicieron sus padres” (Jueces 3:1-2, 2:22). Y si podemos ilustrar la incomparable misericordia de nuestro Creador con algo terrenal, no siendo igual en bondad, sino como ilustración de misericordia, diremos: si una tierna y ansiosa niñera lleva un niño en su pecho durante mucho tiempo y le enseñarle a andar, y primero le permite gatear, entonces este admite que por la ayuda de su mano firme puede apoyarse sobre sus pasos alternos, caminando así poco a poco, y si ella ve que se tambalea, lo coge y lo agarra cuando cae, y lo levanta y, o bien lo protege de caer, o permite que caiga a sabiendas y lo levanta de nuevo después de su caída. Pero cuando lo ha criado hasta la adolescencia o a la fuerza de su juventud o temprana hombría, carga sobre él algunas tareas o trabajos por los que no pueda abrumarse sino ejercerse, y permite que compita con los de su misma edad; cuánto más sabe vuestro Padre del cielo llevaros en el seno de Su gracia, a vosotros, a los cuales capacita en la virtud ante Su presencia, por el ejercicio de la libre voluntad, y sin embargo os ayuda en vuestros esfuerzos, escuchándoos cuando Le llamáis, encontrándolo cuando Le buscáis, y a veces, arrebatándoos de algún peligro, incluso sin saberlo.
Capítulo XV
De la múltiple gracia de los llamamientos de los hombres
15. Y por esto se muestra: “Cuán inescrutables son sus juicios y cuán insondables sus caminos” (Romanos 11:33), por los cuales llama a los hombres a la salvación. Y también podemos probarlo por las instancias de las advertencias en los Evangelios. Pues eligió a Andrés y Pedro y al resto de los apóstoles por la libre compasión de su gracia, cuando estos no pensaban nada sobre su sanación y salvación. Zaqueo, cuando en su fidelidad intentaba ver al Señor, y compensaba la pequeñez de su estatura por la altura del sicómoro, el Señor no sólo fue con él sino que lo honró por la bendición de su estancia con él. Pablo luchó contra Su voluntad resistiendo cuando lo llamó. A otro le dijo que le siguiera pero cuando este le preguntó por la posibilidad de demorarse todo lo posible para poder enterrar a su padre, no se lo concedió. A Cornelio, que constantemente hacía oración y daba limosna, le fue mostrado el camino de la salvación como recompensa, y por la visita de un ángel se le ordenó llamar a Pedro, y aprender de él la palabra de salvación, con la que pudo salvarse con los suyos. Y así, la gran sabiduría de Dios concede con múltiple e inescrutable bondad la salvación a los hombres e imparte a cada uno según su capacidad la gracia de Su favor, para conceder Su sanación, no según el poder uniforme de Su Majestad sino según la medida de la fe que Él encuentra en cada uno, o según la haya impartido en cada uno. Pues cuando aquel hombre creyó que para la cura de su lepra, la voluntad de Cristo era solo suficiente, Él le sano por el simple consentimiento de Su voluntad, diciendo: “Quiero, queda limpio” (Mateo 8:3). Cuando otro pidió que viniera y levantara a su hija muerta poniendo Sus manos sobre ella, entró en su casa como lo había deseado y otorgó lo que se le había pedido. Cuando otro creyó que lo que era esencial para su salvación dependía de Su mandato, y respondió: “…, mas solamente dilo con una palabra y quedará sano mi criado” (Mateo 8:8), Él restauró su antigua fuerza a las extremidades que estaban enfermas, por el poder de una palabra, diciendo: “Anda; como creíste, se te cumpla” (Mateo 8:13). Para otros que deseaban ser restaurados por el roce de Su túnica, Cristo les concedió los ricos dones de la salud. Para algunos que pidieron, Él otorgó remedios para sus enfermedades. A otros les concedió la curación sin haberla pedido, y a otros les instó a desearla, diciendo: “¿Quieres ser sanado?” (Juan 5:6), y a otros que no tenían esperanza, Él les otorgó su ayuda voluntaria. Él exploraba los deseos de algunos antes de satisfacerlos, diciendo: “¿Qué queréis que os haga?” (Mateo 20:32). A otro que no conocía el camino para obtener lo que deseaba, se lo mostró por Su bondad, diciendo: “¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40). Sobre algunas multitudes derramó la poderosa palabra de Su salud, de lo cual el evangelista dice: “…, les sanó a los enfermos” (Mateo 14:14). Sin embargo, entre otros, la insondable profundidad del amor de Cristo fue sujetada, y se dice: “Y no pudo hacer allí ningún milagro; solamente puso las manos sobre unos pocos enfermos, y los sanó. Y se quedó asombrado de la falta de fe de ellos” (Marcos 6:5-6). Y así la bondad de Dios es realmente formada según la capacidad de la fe de los hombres, de modo que a alguien se le dijo: “Os sea hecho según vuestra fe” (Mateo 9:29), y a otro: “Anda; como creíste, se te cumpla” (Mateo 8:13); a otro: “…, hágasete como quieres” (Mateo 15:28), y otra vez a otro: “…, tu fe te ha salvado” (Lucas 18:42).
Capítulo XVI
De la gracia de Dios: del efecto que transciende los profundos límites de la fe del hombre
16. Pero que nadie imagine que hemos llevado adelante estas instancias para intentar pretender que la acción principal de nuestra salvación permanezca sin nuestra fe, según el concepto profano de algunos, que lo atribuyen todo a la libre voluntad y establecen que la gracia de Dios es dispensada según el mérito de cada hombre, sino que simplemente afirmamos nuestra opción incondicional de que la gracia de Dios es sobreabundante, y a veces sobrepasa los estrechos límites de la falta de fe del hombre. Y esto, como recordamos, sucedió en el caso del gobernante en el evangelio, quien, creyendo que era cosa fácil para su hijo el ser curado cuando estaba enfermo y ser resucitado cuando muriera, imploró al Señor que viniera una vez, diciendo: “Señor, baja antes de que muera mi hijo”, y aunque Cristo reprendió su falta de fe con estas palabras: “¡Si no veis signos y prodigios, no creeréis!”, incluso así no manifestó la gracia de Su divinidad en proporción a la debilidad de su fe, ni tampoco expulsó la fiebre mortal por Su presencia corporal, como el hombre creyó que lo haría, sino sólo por la palabra de Su poder, diciendo: “Ve, tu hijo vive” (Juan 4:48-50). Y leemos también que el Señor derramó grandemente la superabundancia de su gracia en el caso de la curación del paralítico, cuando, a pesar de que sólo había pedido la salud de la debilidad por la que su cuerpo fue encorvado, Él le concedió primeramente la salud del alma diciendo: “Confía, hijo, te son perdonados los pecados”. Después de esto, cuando los escribas manifestaron que no creían que Él pudiera perdonar los pecados de los hombres, para confundirlos en su incredulidad, liberó por el poder de Su palabra las extremidades del hombre, y puso fin a su parálisis, diciendo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?¿Qué es más fácil, decir: “Te son perdonados los pecados”, o decir: “Levántate y camina”? Y bien, para que sepáis que tiene poder el Hijo del hombre, sobre la tierra, de perdonar pecados _dijo, entonces al paralítico_: “Levántate, cárgate la camilla y vete a tu casa” (Mateo 9:2-6). Y de la misma forma sucede en el caso del hombre que estuvo tumbado cerca de treinta y ocho años a la orilla de la piscina, esperando la curación por el movimiento del agua, y Cristo mostró el noble carácter de Su inesperada bondad. Pues cuando en Su deseo de levantarlo por el salvador remedio, Le dijo: “¿Quieres ser sanado?”, y cuando el paralítico se quejó de su falta de ayuda humana, diciendo: “Señor, yo no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando el agua se agita”, el Señor, en Su misericordia, concedió el perdón a su incredulidad e ignorancia, y lo restauró a su primitiva salud, no en la forma que esperaba, sino en la forma en que Él mismo quiso, diciendo: “Levántate, toma tu camilla y anda” (Juan 5:6-8). ¡Y qué maravillosos son estos hechos relatados del poder del Señor, cuando la divina gracia realmente ha obrado similarmente por medio de Sus siervos! Pues cuando Pedro y Juan entraron en el templo, un hombre que era cojo desde el vientre de su madre y no sabía como andar, les pidió limosna, y ellos le dieron, no las miserables monedas de cobre que los enfermos pedían a los hombres, sino el poder de andar, mientras este solo esperaba una pequeña ofrenda que pudiera consolarlo, lo enriquecieron con el premio inesperado de su salud, como dijo Pedro: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, eso te doy. En el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda” (Hechos 3:6).
Capítulo XVII
De la inescrutable providencia de Dios
17. Por aquellos casos que hemos presentado con los registros del Evangelio podemos percibir claramente que Dios concede la salvación a la humanidad por medio de diversos e innumerables métodos e inescrutables vías, y que suscita el curso de algunas, que ya lo están deseando, y tienen sed de ellas, para garantizar el celo, mientras que fuerza algunas incluso contra su voluntad y resistencia. Y al mismo tiempo concede Su asistencia para el cumplimiento de estas cosas que ve que deseamos para nuestro bien, mientras que por otro lado Él pone en nosotros el principio del santo deseo, y otorga conjuntamente el comienzo de las buenas obras y la perseverancia en ellas. De ahí que suceda que en nuestras oraciones proclamemos a Dios, no solo como nuestro Protector y Salvador, sino realmente como nuestra Ayuda y Sustento. Pues mientras primeramente nos llama a Él, y mientras aún somos ignorantes y sin voluntad, nos atrae a la salvación, Él es nuestro Protector y Salvador, pero cuando estamos ya luchando, estando Él acostumbrado a otorgarnos Su ayuda, y a recibir y defender a aquellos se inclinan hacia Él pidiendo Su refugio, Él es nuestro Protector y Refugio. Finalmente el bendito apóstol, mientras gira en su mente esta múltiple bondad de la providencia de Dios, viendo que ha caído en el vasto y profundo océano de la bondad de Dios, exclama: ¡Oh, profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios, y cuán insondables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor?” (Romanos 11:33-34). Cualquiera que imagine que puede, por la razón humana, comprender las profundidades de ese abismo inconcebible, tratará de explicar el asombro a este conocimiento, por el que este gran y poderoso maestro de los gentiles fue impresionado. Pues si un hombre piensa que puede concebir en su mente o discutir exhaustivamente la dispensación de Dios por la cual obra la salvación en los hombres, ciertamente impugna la verdad de las palabras del apóstol y afirma con profana audacia que Sus juicios pueden ser examinados, y Sus caminos escrutados. Esta providencia y amor de Dios, que el Señor en Su infinita bondad concede mostrarnos, la compara con la ternura del corazón de una madre, y quiere expresarla con la figura de la afección humana, y no encuentra en Sus criaturas ese sentimiento de amor con el que pudiera compararlo mejor. Y usa este ejemplo porque nada más estimado puede ser encontrado en la naturaleza humana, diciendo: “¿Puede acaso la mujer olvidarse del niño de su pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?”. Pero no contento con esta comparación, va más allá, y añade estas palabras: “Y aun cuando ella pudiera olvidarle, Yo no me olvidaría de ti” (Isaías 49:15).
Capítulo XVIII
La decisión de los padres de que la libre voluntad no es igual para salvar al hombre
18. Y esto es claramente recogido por aquellos que, no siendo dirigidos por el balbuceo de las palabras, sino por la experiencia, miden la magnitud de la gracia y los límites ínfimos de la voluntad del hombre, pues “no es siempre de los ágiles el vencer en la carrera, ni de los valientes el triunfar en la guerra, ni de los sabios ganarse el pan, ni de los inteligentes el alcanzar riquezas, ni de los doctos el lograr favores” (Eclesiastés 9:11), pero “todas estas cosas las obra el mismo y único Espíritu, repartiendo a cada cual según quiere” (1ª Corintios 12:11). Y por lo tanto es probado, no por la duda de fe, sino por la experiencia que puede (por así decir) ser probada, que Dios, el Padre de todas las cosas obra indiferentemente todo en todos, como dice el apóstol, como padre benevolente y más benigno médico; y que ahora pone en nosotros el principio de la salvación, y da a cada uno el celo de su libre voluntad; y que también ahora otorga la ejecución de la obra y la perfección de la bondad, y salva a los hombres, incluso contra su voluntad y sin su conocimiento, de la ruina que está oculta en su mano y en su cabeza; y ahora les brinda oportunidades y ocasiones para que se salven, y los protege de los ataques violentos de los propósitos que le darían muerte; y asiste a los que ya están dispuestos y obrando, mientras que atrae a los que se resisten y los fuerza a la buena voluntad. Pero cuando no nos resistimos siempre o permanecemos persistentemente sin intención de obrar rectamente, todo nos es otorgado por Dios, y la parte principal en nuestra salvación se atribuye, no al mérito de nuestras propias obras, sino a la gracia celestial, como nos lo enseña el mismo Señor con sus palabras: “Allí os acordaréis de todos vuestros caminos, y de todas vuestras obras con que os habéis contaminado; y tendréis asco de vosotros mismos, por todas las maldades que habéis cometido. Y entonces conoceréis que Yo soy el señor, cuando os trate conforme a mi Nombre, no conforme a vuestros malos caminos, ni conforme a vuestras perversas obras, oh casa de Israel, dice Dios, el Señor” (Ezequiel 20:43-44). Y por lo tanto es establecido por los padres ortodoxos que han enseñado la perfección del corazón, no por vacías disputas de palabras, sino por obra y hecho, que la primera etapa en el don divino es para que cada hombre sea inflamado con el deseo de todo lo que es bueno, pero de modo que la elección de la libre voluntad esté abierta en todos lados, y que la segunda etapa en la divina gracia es para que sean capaces de realizar las prácticas de la virtud, de forma que la voluntad no se destruya; la tercera etapa también pertenece a los dones de Dios, para que pueda ser sostenida por la persistencia en la bondad ya adquirida, de forma que la libertad no sea entregada a la experiencia de la servidumbre. Pues debemos conocer que el Dios de todo trabaja en todo, a fin de incitar, proteger y fortalecer, pero no para quitar la libertad de la voluntad que Él mismo nos otorgó una vez. Sin embargo, si cualquier sutil inferencia de la argumentación del hombre y de razonamiento pareciera opuesta a esta interpretación, debería evitarse en vez de presentar la destrucción de la fe (pues obtenemos, no la fe por la comprensión, sino la comprensión por la fe, como está escrito: “… Si no creyereis, no subsistiréis” (Isaías 7:9)), pues así como Dios obra todas las cosas en nosotros y aun así todo puede atribuirse a la libre voluntad, no puede ser completamente comprendido por la mente y la razón del hombre.
Fortalecidos por este alimento, el bendito Choeremon nos previno de sentir la fatiga de un viaje tan dificultoso.
Traducido por psaltir Nektario B.
© Enero de 2015
Categorías:San Juan Casiano
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