San Juan Casiano
XIIIª Colación
Tercera conferencia que tuvo San Juan Casiano con el higumeno Choeremon:
Sobre la gracia increada y la protección de Dios
Dios es la fuente verdadera de todo bien. La gracia increada no destruye el libre albedrío, pero el hombre tiene necesidad de su ayuda para desear y hacer el bien. Esta ayuda no nos falta nunca. Imperfección de las virtudes paganas.
Capítulo I
Introducción
- Cuando, después de un corto sueño, regresamos para el oficio de la mañana y esperábamos para encontrarnos con el venerable anciano, el higumeno Germán se atormentó por una gran desazón porque en la discusión anterior, nos había inspirado un gran deseo por una virtud que todavía era desconocida para nosotros, y le parecía haber bajado lo suficiente el mérito de las acciones del hombre, añadiendo que aunque el hombre se esfuerce con todas sus fuerzas para obtener un buen resultado y así obrar el bien, sin embargo no puede ser maestro de lo que es bueno a menos que lo adquiera simplemente por el don de la bondad divina y no por los esfuerzos de su propio trabajo. Estábamos dándole vueltas a esta cuestión, cuando el abad Choeremon salió de su celda y como nos vio discutir y susurrar juntos, detuvo inusualmente el oficio de la lectura de los salmos, para preguntarnos qué ocurría.
Capítulo II
Una pregunta sobre porqué el mérito de las buenas acciones no debe estar adscrito a los esfuerzos del hombre que los hace
- EL HIGUMENO GERMÁN. Puesto que estamos casi excluidos, por así decir, y a causa de la grandeza de esta espléndida virtud que usted nos explicó en la discusión de la pasada noche, de creer en esta posibilidad, así, si me permite que lo diga, nos parece absurdo como mérito de nuestros esfuerzos, es decir, a la perfecta virtud, que se obtiene por la seriedad del propio trabajo, no adscribirlo principalmente a los actos del hombre que hace tal esfuerzo. No creemos que no se deba atribuir particularmente el mérito al que hace tantos esfuerzos para adquirirlo. Sería absurdo, por ejemplo, ver al campesino dar todos sus cuidados al cultivo de la tierra, y no atribuirle la cosecha.
Capítulo III
Respuesta: sin la ayuda de Dios no sólo no podría ser llevada a cabo ninguna castidad perfecta sino tampoco ningún tipo de buena obra
- ABAD CHOEREMON. El ejemplo mismo que citáis prueba perfectamente que todos nuestros esfuerzos no sirven de nada sin la ayuda de Dios. Pues el campesino que ha puesto todos sus esfuerzos en cultivar sus tierras, ¿puede atribuir a sus esfuerzos la riqueza de sus cosechas, cuando sabe bien, por experiencia, que no las habría obtenido sin las lluvias favorables y el dulzor de la primavera? ¿No vemos los frutos, cuya madurez es perfecta, desaparecer de la mano de los que iban a recolectarlos, porque la asistencia de Dios les faltó? Los labradores perezosos, cuyo carro no remueve los campos, no obtienen una buena cosecha de la Bondad divina; pero el ardor de los que trabajan será también estéril, si la misericordia de Dios no la hiciera próspera. Y que el orgullo del hombre no pretenda asociarse a la gracia y reclamar su parte en los dones que recibe, imaginándose que su trabajo es la causa de sus beneficios, y vanagloriándose de haber merecido por sí mismo la abundancia de los frutos que recolecta. Que considere los esfuerzos que ha puesto en el deseo de enriquecerse y verá que hubiera sido incapaz de hacerlos, si la protección de Dios no le hubiera dado los esfuerzos que le hacían falta para cultivar la tierra. Y su voluntad y su talento habrían sido inútiles si la clemencia del cielo no le hubiera medido el calor y la lluvia que le eran necesarios. La luz de la inteligencia, la salud del cuerpo y el éxito del trabajo son presentes del Señor; y hay que orar para que, como está escrito: “Tu cielo sobre tu cabeza será bronce, y tu tierra bajo tus pies, de hierro” (Deuteronomio 28:23); “Lo que dejó la langosta gazam, lo devoró la arbeh, y lo que dejó la arbeh, lo devoró la yélek, y lo que dejó la yélek, lo devoró la chasil” (Joel 1:4). Y no es en esto solamente en lo que el campesino tiene necesidad de la protección divina, pues si esta no aleja las desgracias que no puede prever, no solamente será engañado en las esperanzas que tenía de una rica cosecha, sino que perderá incluso la recogida que había amontonado en sus granjas. Debemos concluir, pues, que Dios es el principio, no solamente de las buenas acciones, sino incluso de los buenos pensamientos. Es Él quien nos inspira los primeros movimientos de las santas voluntades, y quien nos da la fuerza y la ocasión de hacer lo que hemos deseado con rectitud. “De lo alto es todo bien que recibimos y todo don perfecto, descendiendo del Padre de las luces, en quien no hay mudanza ni sombra resultante de variación” (Santiago 1:17). Es Él quien comienza, quien continúa y quien corona en nosotros lo que está bien, según el testimonio del apóstol: “Y el que suministra semilla al que siembra, dará también pan para alimento, y multiplicará vuestra sementera, y acrecentará los frutos de vuestra justicia” (2ª Corintios 9:10). De nuestro lado está el recibir humildemente todos los días, la gracia que Dios nos concede o resistir con obstinación y, en palabras de la Escritura, siendo “incircuncisos de corazón y de oídos” (Hechos 7:51), y merecer este reproche de Jeremías: “Acaso el que cae, ¿no se levanta luego?, y el que se va ¿no vuelve? ¿Por qué, pues, se ha desviado este pueblo de Jerusalén, para apostatar para siempre? ¿Por qué se obstinan en el engaño y rehúsan convertirse? (Jeremías 8:4-5)
Capítulo IV
Objeción, preguntando cómo pueden ser puros los gentiles sin la gracia de Dios
- HIGUMENO GERMÁN: Esta explicación, que no se puede rechazar a la ligera, parece una dificultad que tiende a destruir el libre albedrío. Vemos que muchas naciones paganas, que estaban privadas de la gracia divina, son eminentes, no sólo en las virtudes de la paciencia y frugalidad sino, lo que es más asombroso, brillar por su castidad. ¿Cómo podemos creer que el libre albedrío es hecho prisionero y que sus virtudes sean un presente de Dios, cuando estos sabios del mundo ignoraban lo que era la gracia de Dios y no conocían incluso al verdadero Dios, mientras que nosotros lo hemos conocido por testimonio de nuestra lectura y la enseñanza de otros? ¿Debemos decir que han adquirido esta gran pureza por sus propios esfuerzos?
Capítulo V
La respuesta sobre la supuesta pureza de los filósofos
- HIGUMENO CHOEREMON: Estoy complacido de que vuestro ardiente deseo de conocer la verdad os haga poner objeciones, cuya refutación hará más evidente la luz de la fe ortodoxa. ¿Qué sabio podría admitir proposiciones tan contrarias? Parece que ayer dijisteis que el hombre no puede adquirir, incluso con la gracia de Dios, la celeste pureza de la castidad; ¿podríais creer hoy que los paganos la poseyeran por su propia virtud? En interés de la verdad, examinad bien lo que sabemos sobre este tema. No es necesario creer en principio que los filósofos tengan esta castidad del alma que la religión nos pide, cuando esta nos prohíbe nombrar incluso la fornicación y la impureza entre nosotros. Ellos tenían, quizá, una castidad relativa, privándose, hasta un punto, de los placeres de la carne; pero no pudieron adquirir esta pureza del alma y del cuerpo continua y perfecta. No podían ni pensar en ello. Sócrates, el más célebre de entre ellos, no teme confesarlo. Un fisonomista lo acusaba de los vicios más vergonzosos, y lo llamaba “corruptor de muchachos”, y como sus discípulos querían vengar a su maestro, él los detuvo diciendo: “Calmaos, amigos; tengo estos vicios, pero triunfo sobre ellos”. Es pues evidente, a partir de su confesión, que podía incluso, cuando era necesario, reprimir el vicio y abstenerse de actos vergonzosos (caer en la desgracia de la relación sexual con muchachos), pero no podía desterrar de su corazón el deseo y el pensamiento de la voluntad. ¿No debemos horrorizarnos del cinismo de Diógenes, que no quería abstenerse y reprimirse de nada, y que aconsejaba evitar, por medio de los placeres más sencillos, el castigo del adulterio? Es, pues, probado que estos filósofos no conocían la virtud de la castidad que nos es demandada; y es cierto que esta continencia interior no puede ser más que un don de Dios, y que no es concedida más que a los que le sirven con toda la compunción de su alma.
Capítulo VI
Sin la gracia increada de Dios no se pueden hacer diligentes esfuerzos
- Es fácil demostrar que en muchas cosas, e incluso en todas, los hombres siempre han tenido necesidad de la ayuda de Dios; y si, en su debilidad, no pueden hacer nada de lo que corresponde a su salvación sin la intervención de su gracia, con mayor razón son incapaces de adquirir y conservar, por ellos mismos, la virtud de la castidad. Y sin hablar incluso de la dificultad de su perfección, examinemos, en pocas palabras, los medios para alcanzarla. ¿Quién podría soportar, os pregunto, a pesar de todo su fervor, y sin ser sostenido por la alabanza de los hombres, el horror de la soledad y la dureza de nuestra pena, cuando tuviera incluso discreción? ¿Quién podría, sin el estímulo, sufrir esta sed continua, y privar a sus ojos de este dulce y agradable sueño, por la mañana, contentándose con un descanso de cuatro horas? ¿Quién podría leer continuamente, y trabajar sin descanso, sin pedir alguna ventaja, si la gracia de Dios no viniera en su ayuda? Todo lo que no podemos desear sin la inspiración de Dios, no podemos, en consecuencia, hacerlo sin su ayuda. No solamente la experiencia nos lo prueba, sino que hay indicaciones y razonamientos que nos hacen más evidente esta verdad. ¿Nos falta la voluntad y el ardor en todo lo que deseamos hacer? Y sin embargo nuestra debilidad nos detiene y destruye nuestras esperanzas; no podemos realizar nuestros proyectos si la misericordia de Dios no nos da la fuerza. También, cuántos hay que trabajan por adquirir la virtud, y cuán pocos obtienen y perseveran en sus esfuerzos. Pues ni el silencio del retiro, ni las dificultades del ayuno, ni la asiduidad al estudio nos bastan, incluso hasta nuestros límites extremos; y cuando la ocasión se presenta, faltamos a nuestra santa regla, del mismo modo que, para ser fieles a los lugares y al tiempo que nos es solicitado, es necesario que Dios nos sea solícito. No nos basta con poder, sino que es necesario que el Señor nos dé el medio para hacer lo que podemos. El apóstol nos dice: “Por eso quisimos ir a vosotros una y otra vez, en particular yo, Pablo, pero nos atajó Satanás” (1ª Tesalonicenses 2:18). Así pues, a menudo, y en nuestro propio interés, somos alejados de nuestros ejercicios espirituales, para que nuestra buena voluntad se debilite a nuestro pesar, y cedamos en cualquier cosa a la enfermedad de la carne, a fin de que así nuestra perseverancia nos sea más meritoria. El apóstol nos hace conocer esta conducta de Dios a nuestro respecto, cuando nos dice: “Tres veces rogué sobre esto al Señor para que se apartase de mí. Mas Él me dijo: Mi gracia te basta, pues en la flaqueza se perfecciona la fuerza” (2ª Corintios 12:8), e incluso: “porque no sabemos qué orar según conviene” (Romanos 8:26).
Capítulo VII
Sobre el propósito principal de Dios y Su providencia diaria
7. El propósito por el cual Dios creó al hombre, para que no se perdiera sino para que viviera para siempre, permanece inamovible. Y cuando Su bondad ve en nosotros brillar incluso la más mínima chispa de bondad, que Él mismo ha extraído del interior de nuestros duros corazones, Él la alienta, la fomenta y la cuida con su propio aliento, pues Él “quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad” (1º Timoteo 2:4), y también dice: “no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños”, y de nuevo dice: “pero Dios no quiere quitar la vida, sino que busca medios para que el desterrado no permanezca arrojado de su presencia” [2ª Reyes (2ª Samuel) 14:14)]. Pues Él es la verdad, y no miente cuando estableció con juramento: “Por Mi vida, dice Dios, el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que el impío se convierta de su camino y viva” (Ezequiel 33:11). Porque si Él no quiere que uno de estos se pierda, ¿cómo podemos imaginar sin cometer una blasfemia grave lo que Él no haría por todos los hombres, sino solo por algunos, para que se salvasen? Pues los que se pierden, se pierden en contra de la voluntad de Dios, como lo testifica contra cada uno de ellos día tras día: “Convertíos, convertíos de vuestros perversos caminos. ¿Por qué queréis morir, oh casa de Israel?” (Ezequiel 33:11). Y otra vez: “¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas, y vosotros no habéis querido!” (Mateo 23:37); “¿Por qué, pues, se ha desviado este pueblo de Jerusalén, para apostatar para siempre? ¿Por qué se obstinan en el engaño y rehúsan convertirse?” (Jeremías 8:5). La gracia de Cristo está en nuestras manos cada día, pues, si bien “quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad” (1º Timoteo 2:4), nos llama a todos sin excepción diciendo: “Venid a Mí todos los agobiados y los cargados, y Yo os haré descansar” (Mateo 11:28). Pero si Él no llama generalmente a todos, sino a algunos, se deduce que no todos están cargados, ya sea con el pecado primitivo o con el actual, y que esta palabra no es verdad: “Ya que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3:23; 5:12). Pues hasta ahora, los que se pierden, lo hacen contra la voluntad de Dios, pues Dios no hizo la muerte, como lo testifica la Escritura: “Porque Dios no es quien hizo la muerte, ni se complace en la perdición de los vivientes” (Sabiduría 1:13). Así, sucede en su mayor parte que, cuando en lugar de buenas virtudes, pedimos lo contrario, nuestra oración es escuchada tardíamente o no se escucha; y entonces el Señor se digna atraer sobre nosotros la misericordia incluso en contra de nuestra voluntad, como un médico beneficioso, pero para nuestro bien, porque pensamos que es contraria a nuestro beneficio, y a veces retrasa y dificulta nuestros propósitos e intentos letales de obtener sus horribles efectos, y, mientras nos precipitamos hacia la muerte, nos atrae de nuevo a la salvación, y nos rescata sin que lo sepamos, de las fauces del abismo.
Capítulo VIII
De la gracia de Dios y la libertad de la voluntad
8. Y este cuidado de su providencia con relación a nosotros, la Divina Palabra lo ha descrito finamente por el profeta Oseas con la figura de Jerusalén siendo una ramera que se inclina con vergonzoso afán a la adoración de los ídolos, cuando dice: “Iré en pos de mis amantes, que son los que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mi bebida” (Oseas 2:5); la divina consideración responde con relación a su salvación y no a sus deseos: “Por eso, he aquí que voy a cerrar tus caminos con zarzas; la cercaré con un muro para que no pueda hallar sus senderos. Irá en pos de sus amantes, pero no los alcanzará; los buscará y no los hallará. Luego dirá: “Iré y volveré a mi primer marido, pues entonces me iba mejor que ahora” (Oseas 2:6-7). Y de nuevo nuestra obstinación y desprecio con el que lo desdeñamos con nuestro espíritu rebelde cuando nos llama a un regreso saludable, es descrito con la siguiente comparación: “Tú me llamarás Padre mío, y ya no dejarás de seguir en pos de Mí”. Pero como una mujer que es infiel a su marido, así habéis sido infieles a Mí, oh casa de Israel, dice el Señor” (Jeremías 3:19-20). Acertadamente entonces, así como Él ha comparado a Jerusalén a una adúltera que abandona a su marido, también compara Su propio amor y su perseverante bondad a un hombre que muere de amor por una mujer. Así, la bondad y el amor de Dios, que siempre muestra a la humanidad, (ya que no son superados por ninguna injuria a fin de que no cese el cuidado de nuestra salvación, o sean reconducidos de su primera intención y vencidos por nuestras iniquidades), no podría ser mejor descrito con ninguna comparación más que con el caso del hombre inflamado con el más ardiente amor por una mujer, que es consumido por una ardiente pasión por ella, cuanto más se ve que es menospreciado y desairado por ella. La divina protección entonces está inseparablemente con nosotros, y es tan grande la bondad del Creador para con sus criaturas, que Su providencia no sólo las acompaña, sino que realmente las precede constantemente, como experimentó y confesó claramente el profeta: “La misericordia de mi Dios se me anticipará y me hará mirar con alegría a mis enemigos” (Salmos 58:11). Y cuando Él ve en nosotros algunos indicios de buena voluntad, inmediatamente nos ilumina y nos fortalece y nos insta a la salvación, aumentando lo que Él mismo implantó, al igual que Él nos ve levantarnos por nuestros propios esfuerzos. Porque dice: “Antes de que ellos clamaren, responderé, y cuando ellos aún estén hablando, ya los habré escuchado” (Isaías 65:24), y otra vez: “… a la voz de tu clamor, tendrá Él compasión de ti; tan pronto como te oyere, te responderá” (Isaías 30:19). Y en su bondad, no solo nos inspira con santos deseos, sino que realmente crea ocasiones de vida y oportunidades de buenos resultados, y muestra a los que están en el error la dirección y el camino de la salvación.
Capítulo IX
Del poder de nuestra buena voluntad y de la gracia de Dios
9. Por lo cual, la razón humana no puede comprender fácilmente cómo concede el Señor a los que piden, cómo es hallado por los que le buscan, y abre a los que llaman y por otro lado cómo es hallado por los que no le buscaban, cómo aparece abiertamente a los que no preguntaban por Él y cómo extiende siempre sus manos a un pueblo rebelde e incrédulo, llamando a los que le resisten y se han alejado, cómo atrae a los hombres contra su voluntad a la salvación, quitando de aquellos que quieren pecar la facultad de obrar sus deseos y en su bondad se cruza en el camino de aquellos que se apresuran a la maldad. Pero, ¿quién puede ver fácilmente cómo la realización de nuestra salvación es asignada a nuestra propia voluntad, de lo cual se dice: “Si queréis y si me escucháis, comeréis de lo mejor de la tierra” (Isaías 1:19), y también: “Así que no es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16)? ¿Y también esto, que Dios “dará a cada uno el pago según sus obras” (Romanos 2:6) y “porque Dios es el que, por su benevolencia, obra en vosotros tanto el querer como el hacer” (Filipenses 2:13) y “Porque habéis sido salvados gratuitamente por medio de la fe; y esto no viene de vosotros: es el don de Dios; tampoco viene de las obras, para que ninguno pueda gloriarse” (Efesios 2:8-9)? ¿Qué es esto que se dice también: “Acercaos vosotros a Dios y Él se acercará a vosotros” (Santiago 4:8) y lo que dice en otro lugar: “Ninguno puede venir a Mí, si el Padre que me envió, no lo atrae” (San Juan 6:44)? ¿Qué es esto que encontramos: “Examina los pasos de tu pie y sean rectos todos tus caminos” (Proverbios 4:26) y qué es lo que decimos en nuestras oraciones: “… condúceme en tu justicia, … y mis pies no han titubeado” (Salmos 5:9 y 16:5)? ¿Qué es lo que de nuevo se nos amonesta: “ … formaos un corazón nuevo y un nuevo espíritu …” (Ezequiel 18:31) y qué es esto que se nos promete: “… pondré en sus corazones un nuevo espíritu y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne y les daré un corazón de carne; para que observen mis preceptos y guarden mis leyes y las practiquen” (Ezequiel 11:19-20)? ¿Qué es lo que el Señor ordena cuando dice: “Lava de malicia tu corazón, Jerusalén, para que seas salva” (Jeremías 4:14) y qué es lo que el profeta pide al Señor, cuando dice: “Crea en mí, oh Dios, un corazón sencillo” y “lávame Tú, y quedaré más blanco que la nieve” (Salmos 50:12, 9)? ¿Qué es esto que se nos dice: “Iluminaos con la luz del conocimiento” (Oseas 10:12, Versión de los Setenta) y esto que es dicho de Dios: “Él, que da a los hombres conocimiento” (Salmos 93:10, Versión de los Setenta) y “es Dios quien abre los ojos de los ciegos” (Salmos 145:8), o en todo caso esto que decimos en nuestras oraciones con el profeta: “alumbra mis ojos para que no me duerma en la muerte” (Salmos 12:4) a menos que en todo esto haya una declaración de la gracia de Dios y la libertad de nuestra voluntad, y a causa incluso de su propia motivación, un hombre pueda ser llevado a la búsqueda de la virtud, permaneciendo siempre necesitado de la ayuda del Señor? Pues nadie goza de buena salud cuando quiere, ni está en su propia voluntad y placer el estar libre de enfermedad y dolencia. Pero, ¿de que sirve haber deseado la bendición de la salud, a menos que Dios, que nos concede los goces de la vida misma, nos conceda también vigor y buena salud? Pero puede ser más claro que a través de la excelencia de la naturaleza que es otorgada por la bondad del Creador, a veces primero empiece por alzar la buena voluntad, que sin embargo no puede alcanzar la ejecución completa de lo que es bueno a menos que sea guiado por el Señor, y de esto da testimonio el apóstol diciendo: “Que bien sé que no hay en mí, es decir, en mi carne, cosa buena, ya que tengo presente el querer el bien, mas el realizarlo no” (Romanos 7:18).
Capítulo X
Sobre la debilidad de la libre voluntad
10. La Santa Escritura apoya la libertad de la voluntad cuando dice: “Ante toda cosa guardada guarda tu corazón, porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23), pero el apóstol señala su debilidad diciendo: “Y entonces la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:7). David afirma el poder de la libre voluntad cuando dice: “He inclinado mi corazón a cumplir tus estatutos” (Salmos 118:112), pero el mismo hombre nos enseña de la misma forma su debilidad, orando y diciendo: “Inclina mi corazón hacia tus enseñanzas y no vaya hacia el lucro” (Salmos 118:36). También dice Salomón: “¡Que Él no nos abandone ni nos deseche sino que incline nuestro corazón hacia sí, a fin de que andemos por todos sus caminos y guardemos sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos que prescribió a nuestros padres!” (3º Reyes 8:57-58). El salmista denota el poder su voluntad cuando dice: “Pues guarda tu lengua del mal, y tus labios de las palabras dolosas” (Salmos 34:14). La importancia de la voluntad es mantenida por el Señor, cuando encontramos: “ … desata las ligaduras de tu cuello, oh cautiva, hija de Sión” (Isaías 52:2), y el profeta canta su debilidad, cuando dice: “Es Dios quien desata a los cautivos” (Salmos 145:7) y “Tú soltaste mis ataduras, y yo te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Salmos 115:16-17). Escuchamos en el Evangelio que el Señor nos convoca a venir prontamente a Él con nuestra libre voluntad: “Venid a Mí todos los agobiados y los cargados, y Yo os haré descansar” (San Mateo 11:28), pero el mismo Señor testifica su propia debilidad, diciendo: “Ninguno puede venir a Mí, si el Padre que me envió, no lo atrae” (San Juan 6:44). El apóstol señala nuestra libre voluntad diciendo: “¿No sabéis que en el estadio los corredores corren todos, pero uno solo recibe el premio? Corred, pues, de tal modo que lo alcancéis” (1ª Corintios 9:24), y en su debilidad Juan el Bautista da testimonio cuando dice: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (San Juan 3:27). Por medio del profeta se nos manda guardar nuestras almas con atención, cuando dice: “Guardad vuestras almas” (Jeremías 17:21), pero por el mismo espíritu, otro profeta proclama: “Si el Señor no guarda la ciudad, el centinela se desvela en vano” (Salmos 126: 1). El apóstol escribe a los Filipenses para mostrar que la voluntad de estos es libre, diciendo: “ … obrad vuestra salud con temor y temblor …” (Filipenses 2:12), y para señalar su debilidad, añade: “porque Dios es el que, por su benevolencia, obra en vosotros tanto el querer como el hacer”.
Capítulo XI
Sobre si la gracia de Dios precede o sigue a nuestra buena voluntad
11. Y entonces, ¿están estos de alguna forma mezclados e indiscriminadamente confundidos, para que entre muchas personas, el que dependa de otra se envuelva en grandes confusiones, es decir, tiene Dios compasión de nosotros porque hayamos mostrado el principio de una buena voluntad, o el principio de una buena voluntad surge porque Dios haya tenido compasión de nosotros? Muchos, creyendo a estos y aseverando ampliamente que esto es correcto, se enredan en todo tipo de errores opuestos. Pues si decimos que el principio de la libre voluntad está en nuestro poder, ¿qué sucede con Pablo el perseguidor, qué sucede con Mateo el publicano, de los cuales uno fue atraído a la salvación mientras estaba ávido de sangre y castigaba al inocente, y el otro fue atraído a causa de la violencia y la rapiña? Pero si decimos que el principio de nuestra libre voluntad es debida siempre a la inspiración de la gracia de Dios, ¿qué sucede con la fe de Zaqueo, o qué deberemos decir de la bondad del ladrón en la cruz, que por su propia voluntad cometió violencia para nacer al reino de los cielos, y prevenir ambos los particulares principios de sus vocaciones? Pero si atribuimos la realización de hechos virtuosos, y la ejecución de los mandamientos de Dios a nuestra propia voluntad, ¿cómo podemos orar: “Despliega, oh Dios, tu poderío; poderío que asumes, oh Dios, a favor nuestro” (Salmos 67:29) y “conduce Tú las obras de nuestras manos” (Salmos 89:17)? Sabemos que Balaam quiso maldecir a Israel, pero vemos que cuando quiso maldecirlo, no se le permitió. Abimelec fue preservado de tocar a Rebeca y pecar así contra Dios. José fue vendido por la envidia de sus hermanos, para conducir a los hijos de Israel a Egipto, mientras estaban contemplando la muerte de su hermano y previniendo así, contra ellos, el hambre que venía; así lo muestra José cuando lo hace saber a sus hermanos diciendo: “Mas ahora no os aflijáis , y no os pese el haberme vendido acá, que para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros …, Dios me ha enviado delante de vosotros para dejaros un resto sobre la tierra, y a fin de conservaros la vida para una gran salvación. Así pues, ya no sois vosotros los que me habéis enviado acá, sino Dios, quien me ha constituido padre de Faraón y señor de toda su casa y gobernador de todo el país de Egipto” (Génesis 45:5, 7-8). Y cuando sus hermanos fueron avisados después de la muerte de su padre, él quitó sus sospechas y terrores diciendo: “No temáis. ¿Estoy yo acaso en lugar de Dios? Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo dispuso para bien, para cumplir lo de hoy, a fin de conservar la vida de mucha gente” (Génesis 50:19-20). Y esto fue lo que providencialmente causó al profeta David hacer igualmente la siguiente declaración del salmo 104: “Atrajo el hambre sobre aquella tierra, y se retiró toda provisión de pan. Envió delante de ellos a un varón: a José vendido como esclavo” (Salmos 104:1-17). Entonces, estas dos, es decir, la gracia de Dios y la libre voluntad, parecen oponerse, pero realmente están en armonía, y las unimos a partir de la bondad que debemos tener igualmente por ambas, para que si retiramos una de las dos del hombre, nos parezca que hayamos roto la regla de fe de la Iglesia: pues cuando Dios nos ve inclinados a la voluntad de lo que es bueno, Él nos encuentra, nos guía y nos fortalece: “ … a la voz de tu clamor tendrá Él compasión de ti; tan pronto como te oyere, te responderá” (Isaías 30:19) y “Entonces sí, invócame en el día de la angustia; Yo te libraré y tu me darás gloria” (Salmos 49:15). Y de nuevo, si Él considera que no estamos dispuestos o nos hemos desalentado, Él despierta nuestros corazones con saludables exhortaciones, por las cuales se renueva o se forma en nosotros una buena voluntad.
Traducido por psaltir Nektario B.
© Enero de 2015
Categorías:Enseñanzas de los Santos Padres
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