La santa mártir Cristina
Cristina nació en la ciudad de Tiro, hija de Urbano, el cónsul imperial, un adorador de ídolos. La razón por la que sus padres le pusieron el nombre de Cristina es desconocido pero ahí se oculta el misterio de su futuro seguimiento de Cristo. Hasta los once años, no conocía nada de Cristo. Cuando alcanzó la edad de once años, su padre, con el fin de ocultarla del mundo a causa de su extraordinaria belleza hasta que hubiera madurado completamente, la estableció en el piso superior de una torre alta para que viviera. Se le concedieron todas las comodidades de la vida: se le concedieron esclavos a su servicio, se pusieron ídolos de oro y plata en sus habitaciones para que pudiera ofrecerles sacrificios diarios. Sin embargo, en este entorno idólatra, eso era difícil para el alma de la joven Cristina. Mirando cada día al sol a través de la ventana y toda la belleza del mundo y de nuevo por la noche, mirando el milagroso cúmulo de estrellas brillantes, Cristina, por su propio entendimiento natural, llegó a la firme creencia del único Dios vivo. El misericordioso Dios, contemplando su anhelo por la verdad, envió a su ángel, que trazó la señal de la Cruz sobre Cristina y la llamó la novia de Cristo y la instruyó completamente en el entendimiento divino. Entonces, Cristina rompió todos los ídolos de sus habitaciones y provocó la furia salvaje en su padre. Su padre la llevó a juicio y la entregó para que fuera torturada y, después de esto, la echó en el calabozo con la intención de decapitarla al día siguiente. Aquella noche, Urbano, completamente sano, se separó de su alma y se fue a la tumba antes que su hija. Después de esto, dos cónsules imperiales, Dion y Julián, continuaron torturando a esta santa virgen. El sufrimiento valiente de Cristina y sus milagros, los cuales mostraba por el poder de Dios, convirtieron a muchos paganos de Tiro al cristianismo. Durante la tortura de Cristina, Dion cayó enfermo repentinamente en medio del pueblo. El sucesor de Dion, Julián, cortó los pechos y la lengua de Cristina. La mártir cogió su lengua y la arrojó a la cara de Julián y al instante, este quedó cegado. Finalmente, sus sufrimientos por Cristo terminaron por la muerte bajo la espada afilada y su vida continúa en el reino inmortal de los ángeles. Cristina sufrió honorablemente en el siglo tercero.
El venerable Policarpo, abad del monasterio de las Cuevas de Kiev
Policarpo poseía “amor por Dios y por su prójimo, gozo a causa de una conciencia sin mancha, paz a causa de la victoria sobre las pasiones, paciencia en tiempo de tentación y desgracia, bondad en la sumisión para con todos, benevolencia con los pobres, fe indudable en el cumplimiento de los mandamientos, verdad en el cumplimiento de sus votos, docilidad en no conocer el odio, la moderación, y así sucesivamente”. Por eso, gobernó tan bien la Laura de las Cuevas de Kiev que, tras su muerte, no se pudo encontrar a ningún digno sucesor de entre los monjes (pues los que eran dignos no quisieron aceptar el rango de abad por humildad), y así los hermanos se vieron obligados a coger a Basilio, un sacerdote seglar, como su abad. San Policarpo descansó en el Señor en el año 1182.
Himno de Alabanza
Santa Cristina
Gloriosa mártir, virgen Cristina
Del Hijo de Dios, esposa elegida,
Tuvo en su padre al peor enemigo.
Por él, fue destrozada por la espada.
Hija, si no reconoces a los dioses,
No te llamaré más hija mía.
Así, el padre dijo a la hija y la hija respondió:
Por esto, con tu voluntad nunca estaré enojada,
La sierva de Cristo soy, y tú el siervo de Satanás.
Ni padre ni amigo veo en ti.
No me llamas hija, lo cual me hace feliz,
El Señor es mi padre. Mi dulzura es Él.
El padre, como bestia enfurecida, ordenó a los siervos,
Despedazar su carne para que se vieran sus huesos.
De este tierno cuerpo, cayó la carne
Herida tras herida, no quedó carne intacta en ninguna parte,
La santa mártir, agarró un puñado de carne
Y en medio del profano rostro, golpeó a su padre:
Oh odioso Urbano, mi carne está aquí,
Toma, oh bestia, como la carne de tu propia hija.
Aquella noche, de su cuerpo partió Urbano
Y en el Hades, con el maligno, unió su alma.
Cristina sufrió y vertió su sangre
Y resistió heroicamente contra el mundo de los enemigos.
Virgen Cristina, mártir magnífica,
Con la gloria del Hijo de Dios, se glorificó a sí misma.
Reflexión
La fe de Cristo santifica e ilumina en gran manera a las almas de los hombres cuando los predicadores de la fe resplandecen en nuestras vidas. El bienaventurado Policarpo, abad del monasterio de las Cuevas de Kiev, estaba completamente iluminado por la fe de Cristo, tanto en palabras y en obras, en todo su ser. A causa de esto, tenía una influencia inusual, no sólo en la gente ordinaria, sino también en los nobles y los príncipes. Escuchando y viendo a este hombre divino, el Príncipe de Kiev, Rostislav Mstislavitch, llegó a estar tan iluminado por la fe de Cristo que se volvió muy sensible y dulce, y se convirtió en un modelo de vida para su entorno y para todo su pueblo. Durante el ayuno de la Gran Cuaresma, el Príncipe Rostislav comulgaba todos los domingos y, en todo lugar, buscaba a los necesitados y los menos afortunados y les ayudaba. Al final, se decidió a aceptar la orden monástica y habló a San Policarpo sobre esto: “Santo padre, el gobierno de príncipe de este mundo no puede hacerse sin pecado y ya me ha amargado y me ha vuelto incapaz de obrar”. Policarpo le respondió: “Si deseas este estado monástico con todo tu corazón, entonces que sea la voluntad de Dios”. Una vez, mientras estaba en Smolensk, el príncipe enfermó y cercano a la muerte ordenó que fuera llevado rápidamente a Kiev, para que antes de su muerte pudiera recibir la tonsura monástica. Sin embargo, murió antes de que se cumpliera su deseo.
Contemplación
Contemplemos la milagrosa victoria de los israelitas sobre los haianitas (Josué 8):
1. Cómo los haianitas persiguieron a los israelitas y casi los derrotaron;
2. Cómo, según el mandato de Dios, Josué alzó el estandarte en el aire y lo mantuvo alzado, hasta que los haianitas fueron derrotados;
3. Cómo yo también debería, en tiempo de peligro, levantar mi corazón a Dios como un estandarte y con la Cruz y la oración en mi corazón, caminar hacia la victoria.
Homilía
Sobre la santa y apostólica vigilancia
“Pues profiriendo palabras hinchadas de vanidad, atraen con concupiscencias, explotando los apetitos de la carne a los que apenas se han desligado de los que viven en el error” (2ª Pedro 2:18).
El santo apóstol conoce a los hombres mejor que los más ilustrados escribas, pues él es un santo y un apóstol. Un santo y un apóstol penetran profundamente en el corazón del hombre. ¿A cerca de quién habla el apóstol? Habla sobre los “impuros, concupiscentes y vanidosos”, a quienes anteriormente había llamado “fuentes de agua y lobreguez de tinieblas” (2ª Pedro 2:17). Los impuros, concupiscentes y vanidosos son hombres de muchas y altisonantes palabras. Hablan palabras falsas y orgullosas a los hombres. Por estas palabras, ocultan y revelan sus corazones escondiéndolos a los iletrados y a los que no entienden, y las revelan a los que son firmes en la fe y a los iluminados por la gracia.
Cuando los impuros hablan de su pureza, así declaran su impureza; cuando los insolentes defienden su carácter, revelan así su insolencia; cuando los vanidosos interpretan la voluntad de Dios, así muestran su propia voluntad. Los que siguen atentamente sus palabras, pueden percibir el hedor de sus deseos corporales. Los despistado e iletrado no puede percibir este hedor pero creen y son engañados. Aquellos “que han empezado a escapar” de la ilusión del cuerpo, del mundo y del maligno, están atrapados por las orgullosas y falsas palabras, como un pez en una red invisible. El pez no sabe que está en una red, hasta que la red es puesta sobre la ardiente arena. Así, llega a saberlo pero es demasiado tarde. ¡Oh, que no sea demasiado tarde para aquellas almas miserables de la humanidad que están atrapadas en la red del orgullo y de las falsas palabras!. Hermanos, sabed que cualquier maestro que, por su enseñanza, condona y permite los deseos corporales a los pecadores, es falso.
Señor Jesucristo, Santísimo y Purísimo, envía a tus santos ángeles para que protejan a los iniciados y principiantes en tu fe de los labios falsos y orgullosos.
Traducido por psaltir Nektario B. (P.A.B)
Categorías:prólogos de Ohrid
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