La experiencia después de la muerte en la vida de San Salvio

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La Vida de San Salvio

Vidente de los Misterios Celestiales.

Además de los veinte capítulos de la vida de los Padres, los escritos de San Gregorio (de Tours) contienen varias otras vidas sustanciales de los santos de la Galia del siglo sexto. Estos se presentan como un apéndice al texto completo de la vida de los Padres.

La primera de estas vidas es de un santo conocido personalmente por San Gregorio: San Salvio, obispo de Albi. Su Vida, contenida en la Historia de los Francos (Libro VII, 1 y V, 50), ofrece uno de los ejemplos clásicos de la literatura cristiana de un santo que contempló el mismo cielo y volvió para contarlo; bien puede ser colocado al lado de ciertas vidas orientales como la de San Andrés el Loco en Cristo de Constantinopla.

El sentimiento de reverencia que tengo por él me obliga a decir algo sobre San Salvio. A menudo solía decir cómo, durante sus años como laico, mientras estaba ocupado con cosas mundanas, nunca se permitió ser atrapado por los deseos carnales que con tanta frecuencia llenan las mentes de los jóvenes. Cuando el Espíritu Santo encontró finalmente un lugar en su corazón, renunció a la lucha de la existencia mundana y entró en un monasterio. Más tarde, consagrado a Dios Todopoderoso, entendió que era mejor servir al Señor en pobreza y humillarse delante de Él, en lugar de esforzarse por la riqueza de este mundo transitorio. Pasó muchos años en su monasterio observando la regla instituida por los Padres.

Cuando le llegó la hora de la muerte al abad de este monasterio, Salvio se hizo cargo de la carga de dirigir al rebaño, porque para entonces había alcanzado la plenitud de sus facultades físicas e intelectuales. Una vez que le fue dado este nombramiento, era su deber de estar más pendiente de su hermandad, con el fin de mantener la disciplina; pero en lugar de eso se hizo aún más retraído, y escogió para sí una celda que estaba aún más remota. Una vez que fue elegido abad, vivió de la misma forma ascética que antes, dedicando todo su tiempo a la lectura y la oración. Estaba convencido de que era más apropiado para él de quedarse aislado de entre sus monjes, que aparecer en público y ser investido como abad. Siendo así persuadidos, se despidió de los monjes. Se convirtió en un recluso, y en la soledad de su celda se sometió a una mayor abstinencia que antes. Al mismo tiempo, prestó mucha atención en observar la ley de caridad cristiana, ofreciendo oraciones por todos los que iban a visitar el monasterio, y dándoles el pan de la ofrenda con abundante gracia. Una y otra vez los que se acercaban con graves aflicciones, eran sanados.

Un día, cuando Salvio estaba en la cama, jadeando de dolor y debilitado por una fiebre alta, su celda se llenó de repente con una luz brillante y las paredes parecían temblar. Estiró sus manos al cielo, y mientras daba gracias, exhaló su espíritu. Los monjes, junto con su propia madre llevaron su cadáver fuera de la celda con gran lamentación; a continuación le lavaron, le vistieron y le colocaron en un féretro. Pasaron una larga noche en medio de llantos mientras cantaban salmos.

Cuando llegó la mañana y todo estaba listo para el funeral, el cuerpo comenzó a moverse dentro del féretro. Las mejillas de Salvio se encendieron, se agitó como si hubiera despertado de un profundo sueño, abrió los ojos, levantó las manos y dijo: «Oh Señor misericordioso, ¿por quéme has hecho? ¿Por qué has decretado que debía volver a este lugar oscuro en el que moramos aquí en la tierra? yo habría sido mucho más feliz en Tu compasión en lo alto, en lugar de tener que empezar de nuevo mi vida sin provecho aquí abajo. «Todos los que estaban a su alrededor se quedaron perplejos. Cuando le preguntaron el significado del milagro que había ocurrido, no dio respuesta alguna. Se levantó del ataúd, sintiéndose sin los efectos nocivos propios de la enfermedad que había sufrido, y durante tres días permaneció sin comer ni beber.

Al tercer día llamó a los monjes, junto con su madre. «Mis más queridos amigos,» dijo, «escuchad lo que voy a decir. Debéis entender que todo lo que veis en este mundo es totalmente vano. Todo es vanidad, exactamente como proclamó el profeta Salomón. Bendito es el que se comporta de tal manera en esta existencia terrenal pues será recompensado por la contemplación de Dios en Su gloria en el cielo».

Al decir esto, se preguntó si debía decir más o parar con esto. Se quedó en silencio por un tiempo, pero los monjes le rogaron que les dijera lo que había visto. «Cuando mi celda tembló hace cuatro días», continuó, «y vosotros me visteis que yacía muerto, fui alzado por dos ángeles y llevado hasta el lugar más alto del cielo, hasta que me parecía tener bajo mis pies no sólo esta miserable tierra , sino también el sol y la luna, las nubes y las estrellas. Luego fui conducido a través de una puerta que brillaba con más intensidad que la luz del sol y entré en un edificio en el que todo el suelo brillaba como el oro y la plata. El instante es imposible de describir. El lugar se llenó de una multitud de personas, ni hombres ni mujeres, que se extendían en todas direcciones de forma que uno no podía ver dónde terminaba la multitud. Los ángeles hicieron un camino para mí a través de la multitud de gente delante de mí, y llegamos al lugar hacia el que nuestras miradas se habían dirigido en todo momento incluso cuando aún estábamos lejos. Sobre este lugar estaba suspendida una nube más brillante que cualquier otra luz, e incluso no tenía comparación ni con el sol, ni con la luna, ni con las estrellas; de hecho, la nube brillaba más intensamente que cualquiera de estos con su propio brillo. Entonces una voz salió de la nube, como el estruendo de muchas aguas. Pecador como soy, fui recibido con gran respeto por un número de seres, algunos vestidos con vestiduras sacerdotales y otros en trajes ordinarios; mis guías me dijeron que se trataba de los mártires y otros santos a quien honramos aquí en la tierra y para quienes oramos con gran devoción. Mientras estaba aquí había una fragancia sobre mí de tal dulzura que, alimentado por ella, no he sentido ninguna necesidad de alimento o bebida hasta este mismo momento».

Entonces oí una voz que decía: “Permitid que este hombre vuelva al mundo, porque nuestras iglesias tienen necesidad de él.” Oí la voz, pero no podía ver quién estaba hablando. Entonces me postré en el suelo y lloré. «¡Ay, ay, Señor!”, Le dije. «¿Por qué me has mostrado estas cosas sólo para llevarlas lejos de mí otra vez? Tú me has expulsado de delante de tu rostro y me envías de nuevo a una vida mundana y sin sustancia, ya que soy incapaz de volver a lo alto. Te suplico, Oh Señor: no apartes de mí Tu misericordia. Déjame quedarme aquí, te lo ruego, no sea que, cayendo una vez más en la tierra, perezca.» La voz que había hablado conmigo, dijo: «Vete en paz, velaré por ti hasta que te traiga de vuelta una vez más a este lugar.» Entonces mis guías me dejaron y volví de nuevo a través de la puerta por la que había entrado, llorando mientras me iba».

Mientras Salvio decía esto, los que estaban con él estaban atónitos. El santo hombre de Dios lloró. Luego dijo: «¡Ay de mí que me he atrevido a revelar tal misterio! La fragancia que olí en ese santo lugar, y por la cual se me alimentó durante tres días sin necesidad de comida ni bebida, me ha abandonado. Mi lengua está cubierta de llagas, y está tan hinchada que llena toda mi boca. Es evidente que no ha sido grato a los ojos de mi Señor Dios que revele estos misterios. Tú sabes bien, Oh Señor, que lo hice a causa de la sencillez de mi corazón, y no por un espíritu de vanagloria. Ten piedad de mí, te lo ruego, y no me abandones conforme a tu promesa.” Y habiendo dicho esto, Salvio se quedó en silencio; luego empezó a comer y beber.

Mientras escribo estas palabras, me temo que mi historia pueda parecer demasiado increíble para algunos de mis lectores. Soy consciente también de lo que escribió el historiador Salustio: «Cuando registramos la virtud y la gloria de hombres famosos, el lector acepta fácilmente lo que considera que podría haber hecho él mismo; todo lo que exceda de estos límites de lo posible, lo considerará como falso. «Yo invoco al Dios Todopoderoso por testigo de que todo lo que he relatado aquí, lo he escuchado de los mismos labios de Salvio.

Muchos años más tarde San Salvio se vio obligado a salir de su celda con el fin de ser elegido y consagrado obispo en contra de su voluntad. Según mis cálculos, ocupó este cargo por un periodo de diez años, cuando una plaga se desató en Albi y la mayoría de la gente murió a consecuencia de eso. Sólo unos pocos de los ciudadanos quedaron con vida, pero San Salvio, como buen pastor, se negó a salir de su ciudad. Se quedó allí, exhortando a los que aún estaban entre los vivos a orar sin cesar, a no desfallecer en sus vigilias, y concentrar sus mentes y cuerpos en hacer sólo lo que era bueno. «Actúa siempre de tal manera», solía decir, «que si Dios decidiera llevarte de este mundo, no caigas en Su juicio, sino en Su paz.»

Después de cierto Concilio en el que Salvio y yo asistimos juntos, yo estaba a punto de partir a casa cuando me di cuenta de que no podía irme sin despedirme de Salvio y sin abrazarle. Lo encontré y le dije que estaba a punto de salir. Fuimos un poco fuera de la casa y nos quedamos conversando. «Mirando el techo de “ese edificio”, dijo; «¿ves lo que yo veo?», Le respondí: «Sólo veo el nuevo suelo de baldosas que el Rey ha puesto allí no hace mucho tiempo.» «¿puedes ver algo más?», preguntó. «No», le respondí: «No puedo ver nada.» Empecé a pensar que se burlaba de mí. «Dime si puedes ver algo más,» le dije. Él suspiró profundamente y dijo: «Veo que la espada desnuda de la ira de Dios se cierne sobre esa casa.» No se equivocó en su profecía. Veinte días más tarde, los dos hijos del rey Chilperico murieron.

Cuando llegó el momento de que Dios le reveló a Salvio la cercanía de su propia muerte, preparó su propio ataúd, se lavó cuidadosamente, y se puso la mortaja. Murió en bendita contemplación, con sus pensamientos dirigidos hacia el cielo. Era un hombre de una gran santidad. No tenía absolutamente ningún deseo de posesiones y se negó a aceptar dinero; si alguien le obligó a aceptarlo, inmediatamente se lo dio a los pobres.

Mientras que era obispo, el patricio Mummolus llevó al cautiverio a muchos de los habitantes de Albi, pero Salvio le siguió y le convenció de que los liberase a todos. El Señor le dio tanta influencia sobre estas personas que los captores aceptaron una reducción en el rescate que habían pedido, e incluso dieron regalos a Salvio. De este modo, liberó al pueblo de su propia diócesis y los restauró a su estado anterior.

He oído muchas historias edificantes acerca de él. Murió en el noveno año del reinado del rey Childeberto (584 dC).

De la revista “The orthodox Word”, vol. 13, N º 5 (76) (septiembre-octubre de 1977), pp 197-200. El libro al que hace referencia es Vita Patrum: La Vida de los Padres, por San Gregorio de Tours.

Traducido por hipodiácono Miguel P. (H.M.P)



Categorías:Vida despúes de la muerte y juicio final

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