La mente ortodoxa o espíritu

Resurrección Cristo

Fragmento del libro: «The Orthodox Church, its faith, worship and life»  por Rev. Antonios Alevisopoulos, traducido al inglés por Rev. Stephen Avramides.

Todo lo que hemos mencionado define la fe de la Ortodoxia y protege el Misterio de la salvación del hombre. También establece la posición de todo creyente cara a cara con Dios, el mundo y su prójimo, y constituye la mente ortodoxa (φρόνημα, phónema) o espíritu. Aquí no tenemos el resultado de un intento por parte del hombre por desarrollar un tipo de auto salvación, sino el resultado de una cooperación entre Dios y el hombre.

El hombre, a causa de su caída, fue privado de la gracia de Dios, y confiando en sus propias fuerzas, siguió su propio camino. No fue capaz de prevalecer sobre sus pasiones y fue sometido por el espíritu o la mente de la carne. En la persona de Jesucristo, Dios se acercó al hombre y lo trajo de vuelta a la comunión de su gracia. En Cristo Jesús, el hombre se hace partícipe de la vida de Dios, que supera su mira carnal y abraza su mente espiritual que es la “vida y paz” (Romanos 8:6), la mente de Cristo (Filipenses 2:5; 1ª Corintios 2:16). La mente ya no (pone su afección en) “las cosas de la tierra”, sino “en las cosas de arriba” (Colosenses 3:2).

Se ha producido un cambio fundamental en el hombre que está “en Cristo”: se ha convertido en un “hombre nuevo”, una nueva creación, que está completamente cristianizada. Este es el resultado de la realización del hombre en el Cuerpo de Cristo y de su participación de la divina Eucaristía. San Simeón el Nuevo Teólogo expresa esto de una forma más conmovedora:

“Nos convertimos en miembros de Cristo, y Cristo en nuestro miembro, y Cristo se convierte en mis manos y en mis pies, miserable de mí; muevo mi mano y Cristo es mi mano entera. Y debes entender la santa divinidad como ser inseparable de mi”.

Esta cristianización de todo el hombre conduce a los fieles a respetar su cuerpo. Las palabras de San Simeón son muy conmovedoras. Cuando nos comprendemos a nosotros mismos, sabiendo qué somos y en qué nos hemos convertido en Cristo, discerniremos el milagro. Respetaremos y seremos tímidos ante nosotros mismos y nos respetaremos como respetamos a Cristo:

“Y me maravillo, comprendiendo por mí mismo, de quien me he convertido y he llegado a ser como tal, oh milagro. Y respecto a mí, soy tímido, y como tú, me honro y me respeto a mí mismo y me pregunto, siendo tímido en todo, dónde sentarme y a quién acercarme, y dónde descansar tus miembros. Pues, ¿en qué obras y qué hechos debo emplear sus miembros temibles y divinos?”

Todo el hombre se vuelve y se siente infinitamente cristianizado porque sus miembros se han convertido en “miembros de Cristo”. Esto lleva al hombre a un nuevo comportamiento con su propio cuerpo. Su cuerpo ya no le pertenece, sino a Cristo, pues se convierte en un “templo del Espíritu Santo”. El hombre ya no puede hacer lo que quiere con su cuerpo o con el de su prójimo. Debe acercarse a él con la misma devoción y respeto que le atribuye al templo de Dios. Cualquier otro tipo de comportamiento es una profanación.

Su entera posición frente a Dios, el mundo, su prójimo y él mismo se vuelve análogo a la altura de la gloria del hombre cristianizado. Su vida, por lo tanto, responde sucesivamente a su nueva naturaleza, a la creación “según la imagen” de Dios. Abandona su autonomía y elige libremente la comunión del amor.

El amor es, sin duda, el don de Dios, el fruto del Espíritu Santo (Gálatas 5:22). Sin embargo, es necesario un requisito previo para que uno acepte la gracia del Espíritu Santo, y es que su elección sea incondicional, una recepción total por parte de la mente y el corazón, lo cual conduce a la obediencia de los mandamientos de Dios (Juan 14:23). Dios ama al hombre y le da la posibilidad, si él mismo lo desea, de responder con su amor al amor de Dios, y por tanto se transforma en “una morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2, 22).

Pero para el creyente, esto implica una nueva forma de vida. Presupone su decisión y firme voluntad de “crucificar su carne junto con sus pasiones y deseos”, para luchar con todo su ser por adquirir las virtudes de Dios, haciendo de esto su objetivo con prioridad absoluta.

Pero, nuevamente, lo que el hombre debe alcanzar con sus propios medios no serán las virtudes salvadores que son dones de Dios, sino sólo los frutos de su propio trabajo. Así, de esta forma, demuestra con hechos, con todas sus consecuencias personales, su elección propia y su giro completo hacia Dios, deseando adquirir los dones de Dios. Así, puede pedir a Dios que le conceda su gracia, y Dios “toma en consideración” las luchas del hombre, acepta los frutos de este trabajo y los transforma en dones del Espíritu Santo, en amor, gozo, paz, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22)

La nueva “mente”, esta nueva forma de pensar, presupone que el creyente abandonará su autonomía y aceptará su insuficiencia e incapacidad para alcanzar el sentido de la vida, es decir, que se arrepentirá “meta-noia”: cambiará su forma de pensar. Un hombre autónomo es también el que busca justificar su vida con buenas obras o con cualquier clase de proceso “técnico”, fuera de la realeza de la gracia de Dios en Cristo Jesús. La “mente” ortodoxa o forma de pensar está libre de todo concepto de auto justificación (Romanos 3:20, Gálatas 5:4). El verdadero creyente ve su pecado y su insuficiencia de frente y mira a Cristo con plena confianza. Por esta razón, “los publicanos y las rameras entrarán en el reino de Dios antes que vosotros” (Mateo 21:31).

Los padres de la Iglesia hablan sobre la “convulsión del corazón” que, al mismo tiempo, constituye la “apertura” para que la gracia de Dios entre en el alma del hombre. Los himnos del Gran canon expresan esta realidad en la vida de los fieles.

Por medio de un verdadero arrepentimiento el creyente tiene el sentimiento de que se encuentra por sí mismo en un océano: “pues ningún hijo de Adán ha pecado como he pecado yo contigo”. Está convencido de que esta gran distancia que lo separa de Dios surge solamente de su carácter: “yo sólo he pecado contra Ti”, y además, expresa su incapacidad para llorar con arrepentimiento: “ni lágrimas, ni arrepentimiento, ni siquiera la contrición tengo”. Sin embargo, el estancamiento del hombre es reprobado por su llanto a Dios el Salvador:

“Tú, oh Señor mi Salvador, concédemelo. Concédeme pensamientos de arrepentimiento. Concede a mi pobre alma el deseo de contrición. Álzame del sueño de la impasibilidad. Expulsa el mal de mi pereza, disuelve la oscuridad de la desesperación, para que yo, el más miserable, pueda alzar la cabeza y unirme a Ti, oh Logos, y caminar según tu voluntad”.

La profunda humildad constituye el comienzo de la vida espiritual, el fundamento de la “mente” ortodoxa, o de otra forma de pensamiento. Aquí no tenemos un grito de desesperación, sino un giro del hombre que lo conduce a la esperanza, a pesar de todos los estancamientos que pudiera haber provocado por su propia voluntad.

El creyente está llamado, de ahora en adelante, a una lucha espiritual durante toda la vida, en la que nunca es abandonado por Dios, excepto en esos casos donde se considera a sí mismo capaz de su propia autosuficiencia. Entonces, se vuelve autónomo y se distancia de la gracia de Dios. El creyente se da cuenta de que no sólo Dios, sino el diablo, se pone también a su disposición y pone en peligro su “mente en Cristo” por medio de profundos engaños (Juan 8:44, 1ª Pedro 5:8).

El elemento demoníaco es una realidad; por eso el Señor nos exhorta a “ser sobrios, ser vigilantes” (1ª Pedro 5:7). “Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Vestios la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo” (Efesios 6:10-11).

Esto significa que el maligno no tiene autoridad sobre el creyente, a menos que éste coopere con él por medio de su disposición. La lucha espiritual, sobre todo “la oración y el ayuno”, es decir, la ascesis en Cristo, aplasta todas las intrigas del diablo (ver Mateo 17:21, Marcos 9:29). Por medio de la ascesis, el creyente no pone como fin el degradar al cuerpo, sino neutralizar las pasiones. Es una preparación del cuerpo para recibir la gracia y la santificación de Dios: “Si quieres ser salvo, haz como si estuvieras muerto”, dicen los padres del desierto con relación a la eliminación de las pasiones. Cuando uno llega a esa santidad, adquiere esa verdadera humildad que atrae hacia sí todas las gracias de Dios, y se convierte en “lleno de gracia” (Mateo 5:3, 1ª Pedro 5:5). Las maquinaciones del maligno no podrán hacerle daño.

Sin embargo, es posible que pueda caer puesto que el hombre es variable, es decir, puede volverse a la virtud y al pecado, sobre la base de su libre voluntad, dependiendo de lo que escoja.

Podemos entender el término “libertad”, ya sea en forma relativa o en un sentido absoluto. La libertad absoluta sitúa el “ego” del hombre en el centro del universo. El ejercicio de la libertad absoluta aleja al hombre de su propia naturaleza, se le hace ajena, pues el hombre, según la fe cristiana, no es un ser egoísta, sino que está en comunión con otras personas. Esta idea especifica que nuestro prójimo es partícipe de la misma naturaleza en la que actuamos, y es relevante para nosotros, no es algo separado, no es alguien más, sino que constituye, junto con nosotros y nuestros compañeros, los hombres, la humanidad, el hombre con miríadas de hipóstasis, es decir, personas.

La sola naturaleza es expresada en la vida diaria de los cristianos por la existencia de la sola “mente” o acuerdo, la mente o espíritu de Cristo, que “se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses 2:7-8). Este es el límite más extremo de la humildad y el sacrificio en nombre de la comunión y el amor con el hombre apóstata. Cuando uno adquiere este sentir de Cristo, vuelve una vez más a vivir de acuerdo a su naturaleza, posee esa “mente” que corresponde a la verdadera naturaleza del hombre.

Por el contrario, el hombre que tiene como ley suprema la imposición de su voluntad, independientemente de lo que pudiera significar para los demás, para la comunión humana o con la sociedad en general, y para toda la creación, sigue un camino que lo aleja de su propia naturaleza. Este tipo de comportamiento constituye la comunión sólo consigo mismo, es decir, con el mal. Esta “mente” egocéntrica puede constituir una amenaza real cuando el hombre, en nombre de la libertad, considera que es su derecho el imponer su voluntad de cualquier forma, y por ella, se convierte en un ser destructivo.

Existe, por supuesto, la libertad “de algo”, por ejemplo, la libertad de la opresión; y sin embargo, también existe la libertad “para algo”, para un propósito. La libertad absoluta de cualquier clase de limitación, como hemos dicho, va contra la naturaleza del hombre y es ajena a él; lo transforma en un tirano o en un monstruo. Por eso la verdadera libertad se busca en relación con el propósito, que por supuesto es la edificación, la construcción, y no la destrucción de la personalidad del hombre.

En nuestros tiempos, esta cuestión es especialmente contemporánea, porque muchos hablan de libertad y liberación, evaluando negativamente la personalidad del hombre y aspirando a su total abrogación. Otros hablan de liberación y subrayan que el hombre tiene dentro de sí un poder ilimitado. Por medio de sus técnicas prometen liberar este poder y transformar al hombre en un superhombre, igual a Dios. Y este concepto presupone la libertad absoluta y el derecho del hombre autónomo para imponer su voluntad sobre los menos poderosos.

De acuerdo con la “mente” cristiana, o forma de pensamiento, la verdadera libertad, la que está en armonía con la naturaleza del hombre, ministra sobre la naturaleza humana; no la destruye. Sirve para la unidad, la armonía, el amor a toda la creación de Dios. Por lo tanto, se hace evidente que la cuestión de la libertad está directamente relacionada con el concepto que tenemos con relación al hombre. La antropología cristiana no conduce a callejones sin salida, ni a un concepto de libertad catastrófico para la personalidad del hombre. El concepto cristiano de libertad es una bendición para el hombre y para toda la creación.

Por lo tanto, cuando hablamos de libertad “para algo”, nos referimos a la realización de la naturaleza del hombre, es decir, el cumplimiento del sentido de su vida. Dios creó al hombre para progresar en la creación “según la imagen”, para la adquisición de “la semejanza”, es decir, para la plenitud de la comunión y el amor por la gracia que tiene como modelo el amor de las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Es indicativo que Cristo, hablando sobre los “límites” del amor, que es el amor por los enemigos, los caracteriza como “perfección” y pone como modelo el amor del Padre celestial: “Mas Yo os digo: ‘Amad a vuestros enemigos, y rogad por los que os persiguen, a fin de que seáis hijos de vuestro Padre celestial’” (Mateo 5:44-45). La “mente” del amor que incluye a los enemigos, es la mente “según la imagen” del Padre celestial. No se ofrece por la fuerza o por la necesidad, sino libremente.

La idea de amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen, y hacer el bien a los que nos odian, y de hecho, con toda la fuerza de nuestras almas, va en contra de la naturaleza humana; es una idea deformada y distorsionada, pues lo que va en la propia y verdadera naturaleza del hombre no es amar a los enemigos, sino odiarlos; no bendecirlos, sino maldecirlos.

Dios ama, bendice y hace el bien. Por eso, el creyente que ama a Dios desea ser como Él; este es, por otra parte, el sentido de su vida. De esta forma, el hombre supera su apostasía y vuelve a la mente de Adán antes de la caída. Adán estaba poseído por la convicción de que Eva, la otra persona, no era algo extraño, sino su propio ser: “esta es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne”. En Cristo Jesús, ya no somos seres egoístas, “mil pedazos”; recuperamos el sentido y la conciencia de la unidad de la humanidad, de un solo hombre, y entendemos el significado de la dispensación divina en Cristo, que vino para reunir a los hijos de Dios dispersos “en uno solo”, y desea incorporarlo todo en esta unidad de “uno en Cristo”. En este sentido el creyente llega a entender las palabras de la Escritura:

“Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo le es semejante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37-39).

Refiriéndose a este amor, Cristo hizo hincapié en que sobre esto depende el cumplimiento de toda la ley; esto constituye la “mente” ortodoxa. No diferenciar al otro, comprenderlo como tu miembro, y considerarte a ti mismo y a los demás como un solo cuerpo y miembros unos de otros.

Traducido por P.A.B



Categorías:Protopresbítero Antonio Alevizopoulos

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