San Juan de Kronstadt, sobre las enfermedades físicas y espirituales

San Juan de Kronstadt

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san Juan de Kronstadt

 

 

Extractos de su libro: Mi vida en Cristo o momentos de serenidad espiritual y contemplación, de sentimiento reverente, de seria auto corrección y paz en Dios.

 

Cuando veas tu cuerpo asediado por las enfermedades, no murmures contra Dios, sino di: “Dios lo ha dado, Dios lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Dios!” (Job 1:21). Estás acostumbrado a contemplar tu cuerpo como tu propia propiedad inalienable, pero esto es un gran error, porque tu cuerpo es el edificio de Dios.

Si sucede que tengas que padecer grandes desgracias, penas y enfermedades, no te desalientes y abatas tu corazón; no murmures, no desees la muerte por ti mismo, y no hables audazmente ante Dios que lo ve todo, como por ejemplo: “¡Oh, qué gran aflicción! ¡Oh, qué insoportable desgracia; prefiero morirme!”. ¡Dios te salva de la pusilanimidad, de la murmuración y de la audacia! Pero sufre todo esto valientemente, como si hubiera sido enviado por Dios por tus pecados; repite con el sabio malhechor: “porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho” (Lucas 23:41), y contempla con los ojos de la mente al Salvador sufriendo en la cruz.

¡Estás enfermo, y tu enfermedad es muy dolorosa; te has abatido y desalentado, estás turbado y atormentado por los pensamientos, cada uno más tenebroso que el otro, tu corazón y tus labios comienzan a murmurar, a blasfemar contra Dios! ¡Hermano! Escucha mi sincero consejo. Soporta tu enfermedad con valor, y no solo no te desesperes, sino por el contrario, alégrate, si puedes, en tu enfermedad. Quizá me preguntes, ¿de qué hay que regocijarse cuando, en todo, estás atormentado por el dolor? Regocíjate de que el Señor te haya enviado este castigo temporal para limpiar tu alma de pecados. “Porque Dios castiga a aquel a quien ama, como un padre al hijo en quien se complace” (Proverbios 3:12). Regocíjate en el hecho de que ahora no estás satisfaciendo aquellas pasiones que estarías satisfaciendo si tuvieras buena salud; regocíjate en que ahora estás soportando la cruz del de la enfermedad, y que por lo tanto estás andando por el camino estrecho y angosto que conduce al reino del cielo. Ante nuestros ojos, las dolencias parecen dolorosas, desagradables y terribles. Es muy raro que alguno de nosotros durante la enfermedad vea en sí el beneficio que la enfermedad produce en su alma, pero en la gran sabiduría de Dios y en su misericordiosa Providencia, ninguna simple enfermedad queda sin provecho para nuestra alma. Las enfermedades y los padecimientos en manos de la Providencia son lo mismo que las amargas medicinas para nuestra alma, curando sus pasiones, sus malos hábitos e inclinaciones. Ni una simple enfermedad que se nos envíe volverá de vacío. Por lo tanto, debemos tener en cuenta la utilidad de las enfermedades, para que podamos soportarlas más fácil y más calmadamente. “A saber, que el que padeció en la carne ha roto con el pecado” (1ª Pedro 4:1), dice la Santa Escritura.

Cuando tu espíritu esté abatido durante la enfermedad, y empiece a representarte los terrores de la muerte, entonces tranquiliza y conforta tu atribulado, tembloroso y triste corazón, con las siguientes palabras: “Tú, oh Señor, en tu profunda sabiduría y amor por los hombres, lo ordenas todo y otorgas a todos lo que es provechoso para ellos”, y cree que Él, indefectiblemente, lo ordena todo para tu bien, ya se trate de la vida, la enfermedad, la desgracia, la tristeza, o la muerte, para que ni siquiera desees mejorar. No digas: “Es pronto para que muera. Me hubiera gustado vivir un poco más para gloria de Dios y para el beneficio de mis parientes y prójimos. Me hubiera gustado ver un poco más el mundo, disfrutar de las bendiciones terrenales”. Agradece a Dios por haber disfrutado hasta ahora de sus bendiciones, favores y bondades. Ahora, sométete a Su voluntad, a Su llamada, pero al mismo tiempo no desesperes por la continuidad de tu vida terrenal.

Si un médico puede, algunas veces, devolver a la vida a una persona medio muerta por medio del conocimiento de su profesión, y su habilidad, conducida hasta las causas de la enfermedad, ¿no puede, por lo tanto, el Creador de los médicos y de las ciencias de la curación curar, con su solo deseo y palabra, cualquier enfermedad? ¿No puede el Creador incluso resucitar al muerto con su sola palabra? Así pues, démosle gloria a Él, los que tenemos poca fe, y digámosles con nuestros corazones: “Todo es posible en ti, Señor, y nada es imposible para Ti. Amén”.

Golpeando nuestra estructura corporal con las enfermedades, el Señor aplasta al hombre viejo, pecador y carnal, para dar fuerza al hombre nuevo, al que hemos debilitado por las obras de la carne: la gula, la pereza, las diversiones, y las múltiples uniones pecadoras y pasiones. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2ª Corintios 12:10). Por lo tanto, debemos aceptar todas las enfermedades con gratitud.

Cuando se te pide que reces por alguien para que sea salvado de la muerte, por ejemplo, de ser ahogado, o de la muerte por cualquier otra enfermedad, del fuego, o de cualquier otro desastre, elogia la fe de los que te piden que lo hagas, y dite a ti mismo: bendita sea tu fe, y según tu fe el Señor cumpla mi indigna y débil oración, e incremente mi fe.

Cuando el Señor te asedie con una dolorosa aflicción o enfermedad, o cualquier desgracia, entonces ten la seguridad de que también te enviará tu consuelo, y te concederá la gracia de la paz, la fuerza, y el gozo que corresponda a tus sufrimientos previos. Pues “misericordioso y benigno es Dios, tarde en airarse y lleno de clemencia. No está siempre acusando, ni guarda rencor para siempre. No nos trata conforme a nuestros pecados, ni nos paga según nuestras iniquidades” (Salmos 102:8-10).

Todos los sufrimientos, enfermedades, tormentos y privaciones son permitidos por Dios para expulsar la tentación del pecado e implantar la verdadera virtud en el corazón, para que podamos aprender de la experiencia de la mentira, la insolencia, la tiranía y el mortífero pecado y pueda ser inspirado en nosotros un odio por ella; así mismo, que podamos aprender también por la experiencia la verdad de la humildad, la sabiduría, el gentil gobierno de los corazones de los hombres, y las propiedades vivificadoras de la virtud. Por lo tanto, sufriré todas las aflicciones valientemente, con gratitud al Señor, al Médico de nuestras almas, a nuestro amadísimo Salvador.

Pídele al Señor que puedas amarlo con un amor tan fuerte como la muerte, e incluso hasta la muerte. Supón, ahora, que el Señor te envía una terrible enfermedad interna que te pueda conducir hasta incluso la muerte. Entonces, no murmures contra el Señor, sino sopórtala valientemente, dándole gracias por su paternal visitación, y esto te enseñará que mostrar tu amor por Dios es mucho más fuerte que el temor a la muerte. Y durante los más violentos ataques o espasmos de tu enfermedad confía en Dios, pues Él tiene poder para salvarte, no solo del sufrimiento, sino incluso de la muerte, si le place hacerlo. No estimes ni protejas tu cuerpo perecedero, sino renuncia a él de buena gana y completamente al Señor, así como Abraham entregó a su hijo Isaac en holocausto, a la voluntad del Señor que te castiga (no perdiendo la fe en la bondad de Dios, no estando cada vez más abatido, no acusando locamente a Dios de la injusticia con la que severamente te castiga), y entonces ofrecerás a Dios un gran sacrificio, igual que Abraham o los mártires.

En el sufrimiento y, en general, en cualquier enfermedad corporal, así como en cualquier aflicción, el hombre no puede, en el principio, tener celo y amor por Dios, porque su aflicción y enfermedad ataca al corazón, mientras que la fe y el amor requieren un corazón sano, un corazón tranquilo. Por eso no debemos afligirnos demasiado si durante el sufrimiento y la aflicción no podemos creer en Dios, amarlo y rezarle tan fervientemente como deberíamos. Todo tiene su propio tiempo.

Me maravillo por las grandiosas y vivificadoras propiedades del Santo Sacramento. Una anciana que escupía sangre, y que había perdido toda su fuerza, siendo incapaz de comer nada, tras haber comulgado de los Santos Misterios, que yo mismo le administré, empezó a recobrarse el mismo día de su enfermedad. Una joven que casi estaba muriendo, tras haber comulgado de los Santos Misterios empezó a recobrarse el mismo día de su enfermedad; empezó a comer, beber y hablar, mientras que antes de esto estaba casi en un estado de inconsciencia, sacudida violentamente, y ni siquiera podía comer o beber nada. ¡Gloria a tus vivificadores y terribles Misterios, oh Señor!

Cuando se te conceda la recuperación de tu enfermedad, da gracias a Dios con la siguiente escueta oración: “Gloria a Ti, Señor Jesucristo, Hijo Unigénito del Padre eterno, que eres capaz de sanar toda clase de aflicción y enfermedad del hombre, pues has tenido misericordia de mí, pecador, y me has liberado de mi enfermedad, no permitiéndole desarrollarse y matarme por mis pecados. Concédeme, de ahora en adelante, oh Maestro, la fuerza para cumplir tu firme voluntad, para la salvación de mi maldita alma, para gloria Tuya, y la de tu Padre eterno y el Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén”.

Cuando tu carne sufra por las enfermedades, recuerda que es el gran enemigo de tu salvación el que sufre, pues es debilitado por estos sufrimientos, y sopórtalos valientemente en el nombre del Señor Jesucristo, que por amor a nosotros soportó la cruz y sufrió la muerte; también recuerda que todas nuestras enfermedades son castigos de Dios por nuestros pecados, y que nos limpian nos reconcilian con Dios y nos llevan de vuelta a su amor. Concédenos “Tu paz”, se dice, “y tu amor, así como nos has concedido todas las cosas”. Recuerda que durante tu enfermedad el Señor mismo está contigo: “estaré con él en la tribulación” (Salmos 90:15); esto ha procedido de un signo del Maestro, castigándonos como un padre. Tú que crees en el momento de tu salud, vigila que no te apartes de Dios en el momento de la desgracia, sino, al igual que los mártires se constante en la fe, la esperanza y el amor.

“Alégranos por los días en que nos humillaste, por los años en que conocimos la desventura” (Salmos 89:15). El misericordioso Señor, habiéndonos castigado, nos perdona después por su temporal y eterna misericordia. Algunas veces, una persona sufre largo tiempo su enfermedad, como por un malvado tirano, pero durante su enfermedad su alma es purificada como el oro; obtiene la libertad de los hijos de Dios, y es hecha digna de la paz y la bienaventuranza eterna.

No te desalientes durante las tentaciones violentas, las aflicciones, los sufrimientos, o cualquier obstáculo que se presente por obstáculos del enemigo; todo esto es el reproche y el castigo del justo Señor, que prueba los corazones y refrena, para tu purificación y corrección, las ardientes espinas de las pasiones carnales. Y por lo tanto no te lamentes si alguna vez sufres gravemente. No pienses en el sufrimiento, sino en las bienaventuradas consecuencias de este castigo, y la salud del alma. ¿Qué no harías por la salud de tu cuerpo? Tanto más debes soportarlo todo para la salud y salvación de tu alma, para poder alcanzar la vida eterna.

Nunca es tan difícil decir desde el corazón “Hágase tu voluntad, Padre”, como cuando tenemos aflicciones o graves enfermedades, y especialmente cuando estamos sujetos a las injusticias de los hombres, o a los asaltos y artimañas del enemigo. Es muy difícil decir desde el corazón “Hágase tu voluntad” cuando nosotros mismos hemos sido la causa de alguna desgracia, pues entonces pensemos que no es la voluntad de Dios, sino nuestra propia voluntad la que nos ha situado en tal posición, aunque nada pueda pasar sin la voluntad de Dios. En general, es difícil creer sinceramente que es por la voluntad de Dios por la que sufrimos, cuando el corazón conoce por la fe y la experiencia que Dios es nuestra bienaventuranza; y por eso es difícil decir en la desgracia “Hágase tu voluntad”. Pensamos, ¿es posible que esto sea la voluntad de Dios? ¿Por qué nos atormenta Dios? ¿Por qué otros están tranquilos y felices? ¿Qué hemos hecho? ¿Tendrán final nuestros tormentos? Y así sucesivamente. Pero cuando es difícil para nuestra corrupta naturaleza reconocer la voluntad de Dios sobre nosotros, que sin la voluntad de Dios no sucede nada, y humildemente nos sometemos a ella, entonces llega el momento de someternos a ella con toda humildad y ofrecer al Señor nuestro más preciado sacrificio, esto es, nuestra ferviente devoción, no solo cuando tengamos felicidad, sino también en los sufrimientos y las desgracias; es entonces cuando debemos someter nuestra errante y vana sabiduría a la perfecta Sabiduría de Dios, pues nuestros pensamientos están alejados de los pensamientos de Dios”, así como el cielo está muy por encima de la tierra.

No temas el conflicto, y no huyas de él: donde no hay lucha, no hay virtud; donde no hay tentaciones por la fidelidad y el amor, es dudoso si realmente hay alguna fidelidad y amor por el Señor. Nuestra fe, confianza y amor son probadas y alzadas en las adversidades, esto es, en las circunstancias difíciles y graves, tanto externas como internas, durante la aflicción, la enfermedad y las privaciones.

Señor, ¿cómo debo glorificarte? ¿Cómo debo alabarte por tu poder, por los milagros de la salud por medio de tus Santos Misterios, manifestados sobre mi y tantos de tus siervos, a quien yo, tan indigno como soy, los he administrado, sí, tus santos, celestiales y vivificadores misterios tras el sacramento de la penitencia? Ellos confiesan ante mí Tu poder, tu bondad, proclamando en alta voz a todos que Tú has extendido tu milagrosa mano sobre ellos y los has levantado del lecho de las enfermedades, del lecho de su muerte, cuando nadie esperaba que pudieran vivir; y así, después de la comunión de tu vivificador Cuerpo y Sangre, han revivido, han sido sanados, y sintieron en ellos en la misma hora y día tu vivificadora mano. Y yo, Señor, como testigo de tus obras, hasta ahora no te he alabado a oídos de todos por la fortaleza de la fe de tus siervos, e incluso no sé cómo y cuando alabarte, pues cada día estoy ocupado con cualquier clase de trabajo. Crea por ti mismo un nombre, Señor, como siempre has hecho; glorifícate a ti mismo, a tu nombre, a tus Misterios.

Cuando reces, di en tu corazón, contra los varios pensamientos y provocaciones que vienen del enemigo: “El Señor lo es todo para mí”. De esta forma, durante toda tu vida, cuando te asedien las pasiones, o durante cualquier opresión del enemigo, durante las enfermedades, aflicciones, desgracias y desastres, di: “El Señor lo es todo para mí; por mí mismo no puedo hacer nada, no puedo soportar nada, no puedo superar, vencer nada. Él es mi fuerza”.

Cierta persona que estuvo enferma de muerte por la inflamación de los intestinos, durante nueve días, sin haber obtenido el menor alivio de ninguna asistencia médica, tan pronto como comulgó de los Santos Misterios, desde la mañana del noveno día, recuperó su salud, y se alzó de su lecho de enfermedad al atardecer del mismo día. Recibió la Santa Comunión con fe firme. Recé al Señor para que lo curara. Dije: “Señor, sana a tu siervo de su enfermedad. Es digno, por tanto concédeselo. Ama a tus sacerdotes y les concede presentes”. Y también recé por él en la iglesia ante el altar del Señor, en la Liturgia, durante la oración: “Tú que nos has otorgado la gracia en este tiempo, con la conformidad de llevar nuestra súplica común ante Ti”, y después de los Santos Misterios mismos. Recé con las siguientes palabras: “Señor, nuestra vida. Es fácil para ti sanar cualquier enfermedad como es para mi el pensar en la salud. Es fácil para ti resucitar a cualquier hombre de la muerte como es fácil para mi pensar en la posibilidad de la resurrección de entre los muertos. Sana, pues, a tu siervo Basilio de su cruel enfermedad, y no permitas que muera; no permitas que lloren su mujer y sus hijos”. Y el Señor me escuchó gentilmente y tuvo misericordia de él, aunque estaba a punto de morir. ¡Gloria a tu omnipotencia y misericordia, pues tú, oh Señor, te has dignado escucharme!.

Reconozco y siento claramente que recibo ayuda por los nombres de aquellos santos a quienes he llamado, a causa de mi viva fe en ellos. Esto sucede como sucede todo en el orden natural de las cosas. Primero, veo a mis ayudas por medio de la fe sincera; viéndolos así, les rezo con todo mi corazón, invisibles pero inteligibles para mi; después de esto, habiendo recibido la ayuda invisible de una forma casi imperceptible, pero sensible a mi alma, simultáneamente recibo una fuerte convicción de que esta ayuda ha sido obtenida de ellos, como un hombre enfermo, curado por un médico, está convencido de que ha sido curado precisamente por este médico, y no por ningún otro, que su enfermedad ha sanado no por sí mismo, sino por la ayuda de este médico particular. Todo esto sucede simplemente así como solo es necesario tener ojos para ver.

Tan pronto como el placer de comer y beber pasa en los que se sientan a comer, por ejemplo, así pasará y desaparecerá la vida presente, con todos sus placeres, sus gozos, sus turbaciones y enfermedades. Es como el rocío de la mañana, que se desvanece cuando aparece el sol. Por lo tanto el cristiano, que es llamado a la patria celestial, que es solo un extraño y un habitante pasajero en la tierra, no debe unir su corazón a nada terrenal, sino que debe aferrarse solo a Dios, la Fuente de la vida, nuestra resurrección y la Vida eterna.

Entrégate por entero a la providencia de Dios, a la voluntad del Señor, y no te aflijas por la pérdida de nada material, ni por la pérdida de las cosas visibles, en general; no te regocijes por la ganancia, sino deja que tu constante gozo sea ganar al Señor mismo. Confía enteramente en Él: Él conoce como guiarte de forma segura en esta vida presente y llevarte a Él, a su reino eterno. Por la falta de confianza en la providencia de Dios nos vienen muchas y grandes aflicciones: abatimiento, murmuraciones, envidias… Nosotros, como cristianos, como “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19), debemos confiar nuestra vida, junto con todas sus desgracias, enfermedades, dolores, gozos, escaseces y abundancia a Cristo nuestro Dios.

Recuerda siempre que tu prójimo, quienquiera que sea, si es un cristiano, es un miembro de Cristo, aunque sea un enfermo, pues tú mismo también eres un enfermo, y recíbelo siempre con respeto y amor, conversa con él de buena gana, considéralo y por el rencor no le escatimes nada: ni comida, ni bebida, ni ropa, ni libros, ni dinero, si tiene necesidad de ellos. El Señor os recompensará por él. Todos somos sus hijos, y Él es todo para nosotros. Todos somos pecadores y “el salario del pecado”, esto es, la desgracia, los problemas, el dolor y la enfermedad, “es la muerte” (Romanos 6:23). Para ser salvados del pecado, debemos rezar, y para rezar, debemos tener fe y esperanza. Así, para los pecadores, la oración, la fe y la esperanza son muy necesarias. La oración no debe cesar de estar en nuestra mente, e incluso debe surgir de los labios del pecador.

Sabes que está prometida la vida eterna en Dios, y que debes obtenerla por la obediencia a Dios y a su Iglesia durante tu vida transitoria, por la paciencia en las enfermedades, los dolores, las desgracias y las varias privaciones, y sin embargo no quieres obedecer al Creador, vives descuidadamente y siendo negligente con tu alma, abandonando la virtud y viviendo en el pecado continuo. ¿Qué pueden esperar tras esto las criaturas desobedientes, ingratas, y de mal carácter? Mi alma, piensa y dirige toda su vida terrenal a la gloria de Dios y al bien del prójimo. No satisfagas la carne y la sangre, sino busca complacer a tu Señor, pues la carne y la sangre son perecederas así como todo lo terrenal.

Sé especialmente paciente y manso en la enfermedad y en otras circunstancias desfavorables, pues, por la carencia de salud, la sobreabundancia, la felicidad y la paz, estamos, pues, particularmente predispuestos a la irritación. Bienaventurados los que no se adhieren apasionadamente a las cosas, porque no estarán atados por la avaricia.

¿No debería el cristiano que busca la paz y la felicidad eterna en el cielo tener valor y alegría en los dolores, el trabajo, las enfermedades e injusticias, en todos los sufrimientos y las desgracias? Verdaderamente debería. Pues de lo contrario, ¿cuál sería el significado del descanso y la paz futura? ¿Qué paz y descanso habrá para el que ha tenido en la tierra el descanso y la paz sin sufrir nada? ¿Dónde estaría la justicia de Dios? “A través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).

Soporta con humilde sumisión a la voluntad de Dios todo dolor, toda desgracia y enfermedad, todo trabajo, toda ofensa y decepción diciendo: “Hágase tu voluntad”, sabiendo que la misericordia de Dios lo ordena todo por tu bien, y que el Señor puede cambiar fácilmente cualquier decepción por un gozo y alegría.

La salud y el vientre son dos ídolos (especialmente entre los hombres del tiempo presente, de los cuales yo mismo, gran pecador, soy uno de ellos) por los cuales vivimos, y a los que continuamente servimos, incluso descuidando los deberes de nuestra llamada cristiana, por ejemplo, descuidando leer la palabra de Dios, que es más dulce que la miel y que el panal de miel, descuidando la oración, que es la más dulce conversación con Dios, y la predicación de la palabra de Dios. Tratar de buscar buena salud, e incitar el apetito, comer con apetito, tales son los objetos de deseo y aspiraciones de muchos de nosotros. Pero mediante nuestras caminatas frecuentes, mediante nuestra afición a la comida y a la bebida, nos encontramos con que algo ha sido descuidado, y otro ha sido perdido irrevocablemente, mientras que otras cosas no han entrado en nuestra mente, ¡pues tras una buena comida o cena no puede ser un buen momento para ningún trabajo serio! Incluso si quisiéramos ocuparnos en cualquier labor, el vientre, lleno de comida y bebida, nos aleja de esto y nos obliga a descansar puesto que empezamos a dormitar antes de la labor. ¿Qué clase de labor puede ser? Además, si es tras la comida, no se hace nada más que tumbarse y descansar, y si es tras la cena, después de haber rezado alguna cosa u otra (pues un hombre satisfecho no puede incluso rezar como quisiera) no se hace más que ir a la cama y dormir (la miserable consecuencia de un estómago sobrecargado), hasta el día siguiente. Y por la mañana hay otro sacrificio dispuesto para el vientre en forma de un desayuno exquisito. Te levantas, rezas, por supuesto no con todo tu corazón (pues con todo el corazón solo podemos comer y beber, caminar, leer novelas, ir a los teatros, bailar en fiestas, vestir elegantemente), y así rezas normalmente, sin cuidado, solo para guardar las apariencias, solo de esta forma, sin buscar la esencia de la oración, sin una fe viva, sin fuerza, sin ningún fervor en tus peticiones, alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios por sus innumerables misericordia, y luego acudes apresuradamente de nuevo a la comida y a la bebida. Finalmente, cuando has comido y bebido tanto como antes, casi sin poder moverte, estás listo para comenzar a trabajar, si lo que realmente quieres es trabajar y no estar inactivo (como por ejemplo, en el trato con algunas vanidades del mundo, acompañado por una abundancia de palabras vulgares, mentiras y engaños), mientras te preocupas poco por lo más importante del mundo, la salvación del alma. Así, nuestra vida transcurre principalmente en la adoración a dos ídolos frágiles, la salud y el vientre, y luego el vestirnos, y tanto es así que muchos, al adorar la moda, incluso sacrifican su salud y alimentación pasando así al otro extremo. Por otra parte la gente adora el dinero, ese gran dios, el Júpiter de nuestro tiempo, y por el bien de este ídolo muchos sacrifican su salud, pasando noches sin dormir por su causa, jurando falsamente por él, violando las leyes de la amistad, siendo frío con sus parientes, todo con el único propósito de acumular tanto dinero como les sea posible. Hay amantes del dinero que, si fuera posible, lo convertirían todo en dinero y vivirían por él, como Judas Iscariote, que quiso convertir en dinero incluso el precioso ungüento con el que la piadosa mujer que amaba a su Señor ungió sus pies, haciéndolo con toda su alma, y luego los secó con sus cabellos. ¡Cristiano! No es para tu salud ni el vientre, ni el vestido, ni el dinero del que tanto te preocupas, sino que debes esforzarte por el amor de Dios y por tu prójimo, pues estos son los dos grandes mandamientos de Dios. “Y el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él” (1ª Juan 4:16).

Durante la vida del cristiano existen horas de inconsolable dolor y amargura, cuando parece que el Señor nos ha abandonado completamente y se ha olvidado de nosotros, pues no hay el menos sentimiento de la presencia de Dios en el alma. Tales horas son horas de tentación de la fe, la esperanza, el amor y la paciencia del cristiano. “De modo que vengan los tiempos del refrigerio de parte del Señor y que Él envíe a Jesús, el Cristo, el cual ha sido predestinado para nosotros” (Hechos 3:20). Pronto, el Señor se reunirá de nuevo el Señor con él, para que no pueda caer en tentación.

Dios prueba los varios apegos pecadores de nuestros corazones de diferentes formas: a uno, el avaro, al que prueba por la pérdida de su dinero o su propiedad, o parte de ella, permitiendo a los ladrones robar, o a los bandidos asaltarlo; a otros con el fuego o la inundación; otros, por el gasto inútil a través de negocios fallidos; y otros, por la enfermedad y los gastos médicos relacionados con la enfermedad; otros, por la pérdida de la esposa, el hermano o el amigo; y a otros con el deshonor. Lo prueba todo de diferentes formas, con el fin de revelar a cada uno las partes débiles y enfermas de su corazón, y para enseñar a cada uno para corregirse a sí mismo. En muchos, una espada atravesará sus propias almas pues los pensamientos de sus corazones serán revelados. Por lo tanto, cualquier pérdida que haya sucedido en tu propiedad, cree que es la voluntad de Dios y di: “Dios lo ha dado, Dios lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Dios!” (Job 1:21).

Enfermedades espirituales

El modo de curar las enfermedades espirituales (las pasiones) difiere enteramente del modo de curar las enfermedades corporales. En el último caso, la atención debe fijarse sobre el enfermo; la parte afectada debe ser tratada con medios suavizados (agua caliente, compresas y cosas así). Pero no sucede lo mismo en el caso de las enfermedades espirituales, pero si has caído en enfermedad espiritual, no le prestes atención, sino atácala, crucifícala, no te entregues a ella de ninguna forma, no la cuides, no la alientes, haz todo lo contrario a lo que se debe hacer en cualquier otra enfermedad. Si sientes odio por tu prójimo crucifica esta pasión rápidamente, y comienza inmediatamente a amar a tu prójimo; si has caído en la avaricia, trata de convertirse rápidamente en una persona generosa; si has caído en el orgullo, humíllate a ti mismo rápidamente en el suelo; si has caído en la codicia, alaba a los que son desinteresados, y trata de ser como ellos; si estás atormentado por el espíritu de la enemistad, esfuérzate por la paz y el amor, y si has sido vencido por la gula, esfuérzate rápidamente por hacer ayuno y abstinencia. Todo el arte de curar las enfermedades espirituales consiste en no prestarles atención, y no ser indulgente con ellas, sino aislarlas de inmediato.

Fue por la ingestión del fruto prohibido en el paraíso por lo que el hombre adquirió la cruel enfermedad del alma, el apego a esta vida transitoria, a las bendiciones y placeres terrenales, a la destructiva división del corazón entre Dios y el mundo, entre el bien y el mal.

Es un fenómeno notable en la naturaleza que, si se pone una planta en un gran recipiente o en una cuba, sus raíces crecen mucho; se engruesan, surgen muchas ramificaciones, pero la planta en sí no crece demasiado, y solo produce pocas y pequeñas hojas y flores. Pero si se planta en una cuba pequeña, entonces las raíces son pequeñas, pero la propia planta crece rápidamente en altura y da hermosas flores y hojas (si en la naturaleza de la planta está el dar flores). ¿No sucede lo mismo con el hombre? Cuando se vive en plena libertad, en la abundancia y la prosperidad, entonces crece su cuerpo y no su espíritu, no da frutos (buenas obras), mientras que si vive en rectitud, en pobreza, enfermedad, desgracia y aflicciones, en una palabra, cuando su naturaleza animal es aplastada, entonces crece espiritualmente, muestra flores de virtud, madura y produce abundantes frutos. Por eso, el camino de los que aman a Dios es un camino angosto.

Yo mismo no soy nada, pero por la gracia del sacerdocio, al otorgar a otros el Cuerpo y la Sangre divina, me convierto en el segundo o tercer medio para la curación de las enfermedades. A través de mí la gracia del Espíritu Santo da nueva vida a los niños y a las personas adultas.

¿Qué es la santidad? La libertad sobre todos los pecados y la plenitud en todas las virtudes. Esta libertad sobre el pecado en una vida virtuosa solo es alcanzada por pocas personas celosas, y no de repente, sino gradualmente, con dolores múltiples y prolongadas enfermedades, trabajos, por el ayuno, la vigilancia, la oración, y no por su propia fuerza, sino por la gracia de Cristo.

No confundas al hombre (la imagen de Dios) con la maldad que hay en él, porque la maldad es sólo accidental, así como la desgracia, la enfermedad, la ilusión del demonio, pero su ser (la imagen de Dios), aún permanece en él.

Si el hombre carnal está a gusto y feliz, y el espiritual se siente oprimido, si florece el hombre exterior, el interior perece. Así, opuesto en nosotros es lo antiguo, lo pecaminoso, el hombre carnal y el hombre renovado por la gracia de Cristo; por eso dice el apóstol: “Aunque nuestro hombre exterior vaya decayendo, el hombre interior se renueva de día en día” (2ª Corintios 4:16). Y a menudo experimentamos esto en nosotros mismos. Por lo tanto, el verdadero cristiano debe anhelar los sufrimientos carnales de este mundo, pues fortalecen su espíritu. Incluso no debe pensar en murmurar. ¿Cómo puede murmurar sobre lo que es provechoso para su alma inmortal, aunque el medio por el cual es alcanzado sea tan repugnante a este hombre carnal? Las enfermedades, el fuego, los robos, la pobreza, las desgracias, la guerra, el hambre, a menudo actúan beneficiosamente sobre el alma.

Uno encuentra un corazón distorsionado en algunos hombres. En la celebración de los misterios se respira la incredulidad y la insensibilidad, la impotencia moral y la burla, la molestia y el miedo diabólico. Durante la enfermedad de los que se acercan a ellos, también me llama la atención su insensibilidad e incluso su maldad diabólica. Consideran a su hermano enfermo como superfluo, e interiormente piensan “habrá más espacio para mi si muere”, no reflexionando que cualquier hombre (y ellos mismos) quizá muera mañana, y no compadecen a los que sufren en sus corazones como sus propios miembros.

Puesto que Dios es Vida, y las enfermedades y los males son una desviación de la vida, así el contacto único con la primera Fuente de Vida nos cura de ellas. Por eso el Salvador, que es la Vida de todos, curó e incluso sanó a los hombres con su roce. Lo mismo se puede decir del cambio en los objetos contagiosos (pues un simple signo o una simple palabra del Creador y Fundador de todo, puede volverlos inofensivos [el aire, el agua, las plantas y los animales]).

Cuando tu fe en el Señor, ya sea durante tu vida y tu prosperidad, o en el momento de la enfermedad y en el momento de abandonar esta vida, se debilita, y crezca la vanidad mundana o la enfermedad, y el terror y el temor a la muerte, a continuación, mira con los ojos de la mente y con tu corazón a nuestros antepasados, los patriarcas, profetas y justos (San Simeón, que tomó al Señor en sus brazos, Job, Ana la profetisa y otros, los apóstoles, jerarcas, venerables padres, mártires, los desinteresados, los justos y todos los santos). Mira cómo, durante sus vidas terrenales y en el momento de su partida de esta vida, incesantemente miraron a Dios y murieron con la esperanza de la resurrección y de la vida eterna e intenta imitarlos. Estos ejemplos vivos, que son tan numerosos, son capaces de fortalecer la fe vacilante de todo cristiano en el Señor y en la vida futura. Esas comunidades cristianas que no veneran a los santos y no les suplican en oración pierden mucha piedad y su esperanza cristiana. Se privan del gran fortalecimiento de su fe por el ejemplo de hombres como ellos.

Traducido por P.A.B

 

 

 



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