San Cipriano de Cartago, uno de los más grandes apologistas del martirio
Grupo de prisioneros realizando trabajos forzados en un gulag soviético
San Justin Popovic (1894-1979)
“En comparación con los otros santos misterios, el dogma de la Santa Trinidad representa el Misterio por encima de todos los misterios. La enseñanza revelada por Dios sobre la unicidad del ser divino y sobre sus propiedades, representa en cierta manera una introducción o preliminar a la revelación de la enseñanza de la Trinidad de personas en un solo Dios (…) Fundada sobre la fe en la Santa Trinidad, la Iglesia siempre ha vivido de la enseñanza de la santa Revelación sobre la Divinidad trinitaria y siempre la ha guardado fielmente; es por ella que la Iglesia ha padecido muchos tormentos y luchas…” ( San Justin Popovic)
Carta (LXXVI) de San Cipriano de Cartago a un grupo de cristianos condenados a muerte realizando trabajos forzados en las minas durante la persecución de Valerio
Cipriano a Nemesiano, Félix, Lucio, otro Félix, Liteo, Poliano, Víctor, Jader, Dativo, sus compañeros de episcopado; igualmente a sus compañeros de sacerdocio, a los diáconos y demás hermanos condenados a las minas, mártires de Dios Padre todopoderoso y de Jesús Cristo, Señor nuestro, y Dios Salvador nuestro, eterna salud.
I. Vuestra gloria indudablemente exigía, beatísimos y amadísimos hermanos, que fuera yo mismo quien viniera a veros y abrazaros, si unos límites, de antemano trazados, de un lugar no me retuvieran también a mí, a causa de la confesión del nombre de Cristo. Sin embargo, de la manera que puedo, me hago presente a vosotros, y si no me es dado llegar hasta vosotros corporalmente y por mi propio paso, voy al menos por el amor y el espíritu, expresándoos por carta mi sentir íntimo, mi júbilo y alegría por esos actos de valor y gloria vuestros, y considerándome partícipe con vosotros, si no por el sufrimiento del cuerpo, sí por la unión del amor.
¿Es que podía yo callar, podía reprimir por el silencio mi voz, cuando tantas y tan gloriosas noticias me llegan de quienes me son carísimos, tanta gloria conozco con que os ha honrado la dignación divina? Parte de entre vosotros va ya delante, consumado su martirio, a recibir del Señor la corona de sus merecimientos; parte se halla aún detenida en los calabozos de las cárceles o en las minas y cadenas, dando por la misma dilación de los suplicios mayores documentos para fortalecer y armar a los hermanos, y adquiriendo más amplios títulos de merecimiento por la duración de los tormentos, pues habéis de tener tantas pagas en los premios celestes cuantos días contéis ahora en los castigos.
Y no me sorprende, fortisimos y beatísimos hermanos, que todo ello os haya sucedido como correspondía al mérito de vuestro espíritu de piedad y fidelidad, y os haya el Señor levantado, con el honor de la glorificación que os concede, a la más alta cima de la gloria, a vosotros que mantuvisteis siempre en su Iglesia el vigor de una fe firmemente guardada, observando con fortaleza los divinos mandamientos, la inocencia en la sencillez, la concordia en el amor, la modestia en la humildad, la diligencia en la administración, la vigilancia en ayudar a los necesitados, la misericordia en favorecer a los pobres, la constancia en defender la verdad, el rigor en la severidad de la disciplina.
Y para que nada faltara en vosotros para ejemplo de buenas obras, también ahora, por la confesión de vuestra voz y el sufrimiento de vuestro cuerpo, provocáis las almas de los hermanos a los divinos martirios, presentándoos vosotros como capitanes en los hechos valerosos. Y así, siguiendo el rebaño a sus pastores e imitando lo que ve hacer a sus guías, recibirá del Señor la corona por merecimientos semejantes a los de ellos.
II. El hecho de que antes de entrar en la mina se os apaleara cruelmente, y que de este modo iniciarais la confesión de vuestra fe, no es para nosotros cosa execrable. Porque el cuerpo del cristiano no se espanta de los palos, cuando toda su esperanza la tiene puesta en un madero. El siervo de Cristo conoce el misterio de su salvación: redimido por el madero para la vida eterna, por el madero es levantado a la corona.
¿Y qué tiene de maravillar que vosotros, vasos de oro y plata, hayáis sido condenados a las minas, es decir, a la casa del oro y de la plata, si no es que ahora se ha cambiado la naturaleza de las minas, y los lugares que antes acostumbraban dar oro y plata han empezado ahora a recibirlos?
Han puesto también grilletes a vuestros pies, y los miembros felices que son templos de Dios los han atado con infames cadenas, como si con el cuerpo se pudiera también atar el espíritu o vuestro oro pudiera mancharse al contacto del hierro. Para hombres dedicados a Dios y que dan testimonio de su fe con religioso valor, todo eso son adornos, no cadenas, y no atan los pies de los cristianos para su deshonra sino que les dan gloria y los coronan. ¡Oh pies dichosamente atados, que no se desatan por el herrero, sino por el Señor! ¡Oh pies dichosamente atados, que por camino de salvación se dirigen al paraíso! ¡Oh pies ahora en el mundo trabados, para estar siempre delante de Dios sueltos! ¡Oh pies que ahora vacilan en su paso, impedidos por travesaños y cadenas, pero que van a correr velozmente hacia Cristo por glorioso camino! Que aquí la crueldad envidiosa y maligna os sujete cuanto quiera con sus ataduras y cadenas; pronto, saliendo de esta tierra y de estos trabajos, habéis de llegar a la realeza de los cielos.
No descansa el cuerpo, en las minas, sobre lecho y colchones; pero no le falta el alivio y consuelo de Cristo. Por tierra se tienden los miembros fatigados por el trabajo; pero no es pena estar tendido con Cristo. Sucios están los cuerpos por falta de baños, perdida su forma por la inmundicia del lugar; mas cuanto por fuera se mancha la carne, tanto por dentro se lava el espíritu. El pan es allí muy escaso; mas no sólo de pan vive el hombre, sino de palabra de Dios (Lc 4, 4). Os falta el vestido, con los miembros ateridos de frío; mas el que se reviste de Cristo, en Él tiene abundante vestido y adorno. Vuestra cabeza, raída por mitad, infunde horror; mas como sea Cristo la cabeza del varón, en cualquier estado que se halle, forzoso es que sea hermosa la cabeza, que es gloriosa por el nombre del Señor.
Toda esta fealdad, detestable y horrible para los gentiles, ¡con qué esplendores de gloria no será compensada! Esta breve pena del mundo, ¡con qué paga de glorioso y eterno honor no se conmutará, cuando, como dice el bienaventurado Apóstol, el cual vendrá a transformar el cuerpo de humillación nuestra conforme al cuerpo de gloria Suya (Phil 3, 21)!
III. Mas ni siquiera, hermanos amadísimos, puede vuestra piedad o vuestra fe sufrir quebranto alguno por el hecho de que ahí no se dé ahora permiso a los sacerdotes de Dios para ofrecer y celebrar los divinos sacrificios. Vosotros sois más bien los que celebráis, y ofrecéis a Dios un sacrificio precioso a par que glorioso y que os ha de aprovechar sobremanera para alcanzar los premios celestes, pues la Escritura divina habla y dice: Sacrificio es a Dios el espíritu atribulado; un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia (Sal 50, 19).
Éste es el sacrificio que vosotros ofrecéis a Dios; este sacrificio celebráis sin intermisión día y noche, convertidos en sacrificio para Dios y presentándoos a vosotros mismos como victimas santas y sin mácula, conforme a lo que el Apóstól nos exhorta por estas palabras: Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que presentéis vuestros cuerpos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, y no os configuréis a este siglo, sino que os transforméis en la renovación de vuestro ojo espiritual, para examinar cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta (Rom 12, 1-2).
IV. Esto es, en efecto, lo que señaladamente agrada a Dios; esto es en lo que con mayores merecimientos se adelantan nuestras obras para merecer la benevolencia de Dios; esto es lo único que los obsequios de nuestra fidelidad y devoción han de dar al Señor por pago de sus grandes y saludables beneficios, como en los salmos lo proclama y atestigua el Espíritu Santo: ¿Qué le daré en pago al Señor por todo lo que Él me da a mí? Tomaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor. Preciosa en la presencia del Señor es la muerte de sus justos (Sal 115, 12-13-15).
¿Quién no va a tomar de buena gana y con prontitud el cáliz de la salvación; quién no apetecerá, lleno de gozo y júbilo, algo en que pueda pagar a su Señor; quién no aceptará, con fortaleza y constancia, una muerte preciosa en la presencia de Dios, sabiendo que va a hacerse agradable a los ojos de Aquél que, contemplándonos desde arriba en la lucha por su nombre, aplaude a los que de buen grado entran en ella, ayuda a los que combaten, corona a los que vencen, remunerando en nosotros, por su bondad y piedad de padre, lo que Él mismo nos dió y honrando lo que Él mismo llevó a acabamiento?
V. Pues que sea gracia suya el que venzamos y, derrotado nuestro enemigo, lleguemos a la cumbre del máximo combate, nos lo declara y enseña en su Evangelio el Señor diciendo: Mas cuando os entregaren, no penséis cómo ni qué hayáis de hablar, pues en aquella hora se os dará lo que hayáis de hablar; porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros (Mt 10, 19-20); y otra vez: porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir (Lc 21, 15).
En lo que hay, por cierto, grande motivo de confianza para los creyentes y de gravísima culpa para los que niegan su fe, por no creer al que promete su ayuda a los que le confiesan, ni temer al que amenaza eterno castigo a los que le niegan.
VI. Todo esto, fortísimos y fidelísimos soldados de Cristo, vosotros lo habéis hecho penetrar en las almas de nuestros hermanos, cumpliendo por los hechos lo que antes enseñasteis de palabra, con lo que estáis destinados a ser máximos en la realeza de los cielos, comoquiera que tenemos promesa del Señor, que dice: El que hiciere y así enseñare, será llamado grande en la realeza de los cielos (Mt 5, 19).
Finalmente, siguiendo vuestro ejemplo, una variada porción del pueblo ha confesado juntamente la fe con vosotros, y juntamente es coronada, unida a vosotros con el vínculo de fortísimo amor, sin que hayan logrado separarla de sus prelados ni la cárcel ni las minas. En ese número no faltan ni aun las vírgenes, que han añadido el fruto de sesenta por uno de su virginidad al de ciento por uno del martirio, y a las que, por tanto, una doblada gloria levantó a la corona celeste. Hasta en los niños, un valor por encima de su edad ha trascendido sus años por la gloria de la confesión de la fe, de suerte que vuestra bienaventurada grey de mártires está adornada por todo sexo y edad.
VII. ¡Qué vigor no sentís vosotros ahora, hermanos amadísimos, en vuestra conciencia vencedora, qué sublimidad de ánimo, qué júbilo íntimo, qué triunfo en vuestro pecho, al hallaros tocando el premio prometido de Dios, estar seguros del día del juicio, andar por la mina con el cuerpo, sí, cautivo, pero con un corazón de reyes; saber que Cristo está presente, gozoso de la paciencia de sus siervos, que por sus huellas y caminos marchan hacia las realezas celestes!
Esperando estáis alegres, cada día, que llegue el momento salvador de vuestra partida, y, a punto ya de salir del mundo, corréis apresurados a recibir los galardones de los mártires y habitar los divinos palacios. Después de estas tinieblas vais a ver una luz candidísima y recibir una gloria muy por encima de lo que merecen de suyo todos esos sufrimientos y combates, como lo atestigua el Apóstol por estas palabras: Estimo, pues, que esos padecimientos del siglo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros (Rom 8, 18).
Puesto que ahora vuestra palabra es más eficaz en vuestras súplicas, y la oración que se hace en las persecuciones alcanza más fácilmente lo que pide, pedid y suplicad con más fervor que la dignación divina consume la confesión de todos nosotros y Dios nos saque también, a nosotros junto con vosotros, enteros y gloriosos de estas tinieblas y lazos del mundo; y asi, los que aquí nos mantuvimos unidos por el lazo del amor y la paz contra las insidias de los herejes y las persecuciones de los gentiles, juntos también nos gocemos en las realezas celestes.
Os deseo, hermanos beatísimos y fortísimos, que gocéis de salud en el Señor y que siempre y en todo lugar os acordéis de nosotros.
¡Adiós!
Categorías:San Cipriano de Cartago, San Justin Popovich, Santísima Trinidad
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