San Irineo de Lyon, el gran defensor de la Iglesia frente al gnosticismo

 

San Ireneo de Lyon sobre la Santa Trinidad

(fragmentos de sus escritos)

Yo te invoco, «Señor Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob y de Israel,» Tú que eres el Padre de nuestro Señor Jesucristo: Dios que, en lo infinito de tu misericordia, te complaciste en nosotros al punto de darte a conocer a nosotros; Tú que hiciste el cielo y la tierra, Tú que eres el Señor de todas las cosas, Tú, el único y verdadero Dios, por encima del cual no hay ningún otro Dios: por nuestro Señor Jesucristo, danos también el Reino del Espíritu Santo. (Contra las herejías C. H. III, 6,4)

«Cristo» («Ungido») significa conjuntamente «El que da la Unción,» «El que la recibe» y «la Unción misma» que se realiza. Quien da la unción, es el Padre, el Hijo es el ungido en el Espíritu que es la Unción. Como el mismo Logos lo dice por Isaías: El Espíritu de Dios está sobre mí: por eso me ha ungido, lo cual indica al mismo tiempo al Padre que unge, al Hijo que es ungido y a la Unción, que es el Espíritu. (C. H. III, 18, 3)

El Padre no necesita a los Ángeles para hacer el mundo y modelar al hombre para quien el mundo es creado, ni tampoco le falta ayuda para la organización de las criaturas y la «economía» de los asuntos humanos; por el contrario, posee un ministerio de riqueza inenarrable, pues para todas las cosas está asistido por quienes son a la vez su Progenitura y sus Manos, es decir, el Hijo y el Espíritu, el Logos y la Sabiduría, a cuyo servicio están sujetos los Ángeles. (C. H. IV, 7,4)

Dios, por Sí mismo, ha creado, hecho y ordenado todas las cosas. Pues Dios no tenía necesidad de los Ángeles para hacer lo que, en sí mismo, de antemano había decretado hacer. ¡Como si no tuviera sus propias Manos! Desde siempre, en efecto, tiene junto a sí al Logos y a la Sabiduría, al Hijo y al Espíritu. Es por ellos y en ellos que hizo todas las cosas, libremente y con toda independencia, y es a ellos que el Padre se dirige cuando dice: Hagamos al Hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza. (C. H. IV, 20, 1)

No hay más que un solo Dios, quien por el Logos y la Sabiduría, hizo y armonizó todas las cosas. Él es el Creador y quien asignó este mundo al género humano. En su grandeza, es desconocido de los seres hechos por Él: pues nadie ha escrutado su elevación, ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos. Sin embargo, en su amor, es siempre conocido gracias a Aquél por quien creó todas las cosas: éste no es otro que su Logos, nuestro Señor Jesucristo, quien, en los últimos tiempos, se hizo hombre entre los hombres para vincular el fin con el comienzo, es decir, el hombre con Dios. Por eso los profetas, después de haber recibido de este mismo Logos el carisma profético, predicaron por anticipado su venida según la carne, por la cual la mezcla y comunión de Dios y del hombre se realizaron según lo quiso el Padre. Desde el principio, el Logos anunció que Dios sería visto por los hombres, que viviría y conversaría con ellos en la tierra, y que se haría presente en la obra por Él modelada, para salvarla y dejarse tomar por ella, para librarnos de la mano de todos los que nos odian, es decir, de todo espíritu de desobediencia, y para hacer de modo que le sirvamos en santidad y justicia todos los días de nuestra vida, para que, conjugado con el Espíritu de Dios, el hombre acceda a la gloria del Padre. (C. H. 20, 4)

Bienaventurados los corazones puros, pues ellos verán a Dios. Debido a su grandeza y su gloria inenarrable, nadie verá a Dios sin morir, pues el Padre es inaccesible: pero en su amor, en su bondad hacia los hombres y en su omnipotencia, llegará incluso a otorgar a aquéllos que Lo aman el privilegio de ver a Dios — eso es, precisamente, lo que profetizan los profetas— ya que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. El hombre, por sí mismo, nunca podrá ver a Dios, pero Dios, si lo quiere así, será visto por los hombres, por los que Él quiera, cuando quiera y como quiera. Pues Dios todo lo puede: visto, según el Espíritu, en la profecía; visto después, según el Hijo, en la adopción filial; será visto también en el Reino de los Cielos según la Paternidad. Porque el Espíritu es quien prepara por anticipado al hombre para el Hijo de Dios; el Hijo, el que lo conduce al Padre; y el Padre el que le da la incorruptibilidad y la Vida Eterna, que son el resultado de la contemplación de Dios para todos los que Lo ven. Pues de la misma manera que los que ven la luz están en la luz y participan de su esplendor, así también los que ven a Dios están en Dios y participan de su esplendor. El esplendor de Dios es vivificante: por lo tanto, los que ven a Dios participarán de la vida. (C. H. 20, 5)

Esta es, pues, la manera en que Dios se manifiesta: ya que a través de esto, es el Dios Padre quien se hace conocer, con la obra del Espíritu, con el Hijo que ofrece su ministerio, con la aprobación del Padre, y consumado en perfección el hombre para su salvación.

El apóstol expone lo mismo cuando dice: Hay diversidad de carismas, pero es el mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero es el mismo Señor; hay diversidad de energías, pero es el mismo Dios quien opera todo en todos: a cada uno la manifestación del Espíritu le es dada para su bien. (C. H. 20,6)

El discípulo verdaderamente espiritual no es juzgado por nadie, pues todo en él posee una inquebrantable firmeza: una fe íntegra en el único Dios todopoderoso de quien vienen todas las cosas; una firme adhesión al Hijo de Dios, Jesucristo, nuestro Señor, por quien vienen todas las cosas y a sus «economías» por las que Él, el Hijo de Dios, se hizo hombre; y una «gnosis» verdadera, esto es, la doctrina de los apóstoles, para el Espíritu de Dios, que da el conocimiento de la verdad, que difunde las «economías» del Padre y del Hijo en cada generación para los hombres y como lo quiere el Padre; el antiguo organismo de la Iglesia expandido por el mundo entero; la marca distintiva del Cuerpo del Cristo que consiste en la sucesión de los obispos, a quienes aquéllos confiaron cada iglesia local; una conservación sin ficciones de las Escrituras llevadas hasta nosotros, una cuenta integral de éstas, sin adición ni sustracción, una lectura libre de fraudes y, en plena conformidad con esas Escrituras, una explicación correcta, armoniosa, libre de peligros y de blasfemias; finalmente, el don supremo de la caridad, más precioso que la «gnosis,» más glorioso que la profecía, superior a todos los otros carismas. Por eso la Iglesia, en su amor de Dios, envía ante el Padre, en todo lugar y en todo tiempo, a una multitud de mártires…

Pues los profetas habían profetizado que aquéllos sobre quienes reposara el Espíritu de Dios, que obedecieran al Logos del Padre y le sirvieran con todas sus posibilidades, serían perseguidos, lapidados y condenados a muerte. (C. H. IV, 33, 7-10)

Un hombre verdaderamente espiritual explicará todas las palabras que dijeron los profetas, mostrando a qué rasgo particular de la «economía» del Señor apunta cada una de ellas, y haciendo ver al mismo tiempo el cuerpo entero de la obra que realiza el Hijo de Dios; en toda época, reconocerá al mismo Dios; en toda época, igualmente, reconocerá al mismo Logos de Dios, aunque ahora se manifieste a nosotros; en toda época reconocerá al mismo Espíritu de Dios, aunque en los últimos tiempos haya sido derramado sobre nosotros de una manera nueva; finalmente, desde el origen del mundo hasta el fin, reconocerá al mismo género humano (C. H. IV, 33, 15)

Único es el Dueño de casa que llama a los obreros, pues no hay más que una viña. No hay más que un ecónomo, pues único es el Espíritu de Dios que administra todas las cosas. De la misma manera, no hay más que un salario, pues todos recibieron cada uno un denario, imagen e inscripción del Rey, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios que es la incorruptibilidad. (C. H. IV, 36,7)

Como a niñitos, el Pan perfecto del Padre se dio a nosotros en forma de leche — esto fue su venida como hombre-, para que, alimentados por así decirlo a los pechos de su carne, y habituados por esta lactación a comer y a beber al Logos de Dios, podamos guardar en nosotros mismos el Pan de la inmortalidad que es el Espíritu del Padre. (C. H. IV, 38, 1)

Este es el orden, éste el ritmo, éste el movimiento por el cual el hombre creado y modelado se constituye a la imagen y semejanza del Dios increado: el Padre decide y ordena, el Hijo ejecuta y modela, el Espíritu alimenta y acrecienta, y el hombre progresa poco a poco y se eleva hacia la perfección, es decir, se acerca a lo Increado. Pues sólo lo Increado es perfecto, y es Dios. En cuanto al hombre, era necesario que primero fuera hecho, habiendo sido hecho, que creciera, habiendo crecido que se hiciera adulto, habiéndose hecho adulto, que se multiplicara, habiéndose multiplicado, que se hiciera fuerte, habiéndose hecho fuerte, que fuera glorificado, y al fin, que habiendo sido glorificado, viera a su Señor. Pues es Dios quien debe ser visto un día, y la visión de Dios otorga la incorruptibilidad, y la incorruptibilidad hace estar cerca de Dios (Sab. 5:19) (C. H. IV, 38,3)

Eres la obra de Dios: espera pacientemente la Mano (= el Logos) de tu Artista, que hace todas las cosas en tiempo oportuno… Preséntale un corazón dócil y flexible y conserva la forma que te dio este Artista, manteniendo en ti el Agua (= el Espíritu) que viene de Él y sin la cual, al endurecerte, no conservarías la huella de sus dedos. (C. H. IV, 39, 2)

Allí donde está el Espíritu del Padre, allí está el hombre viviente: … la carne, poseída en herencia por el Espíritu, olvida qué es, para adquirir la cualidad del Espíritu y hacerse conforme al Logos de Dios. (C. H. V, 9, 3)

El Padre lleva a la vez a la creación y a su Logos; y el Logos, llevado por el Padre, da el Espíritu a todos, de la manera que quiere el Padre. A unos, según su creación, da el espíritu que pertenece a la creación, espíritu que es algo hecho. A los otros, según su adopción, da el Espíritu que proviene del Padre, Espíritu que es su Progenitura. Y así se manifiesta un solo Dios Padre, que está por encima de todas las cosas, a través de todas las cosas y en todos nosotros. Pues por encima de todas las cosas está el Padre, y Él es la cabeza del Cristo; a través de todas las cosas está el Logos, y Él es la cabeza de la Iglesia; en todos nosotros, está el Espíritu, y él es el agua viva otorgada por el Señor a los que creen en Él con rectitud, que Lo aman y que saben que no hay más que un solo Dios Padre, que está por encima de todas las cosas, a través de todas las cosas y en todos. (C. H. V, 18, 2)

Estos son, según los antiguos, discípulos de los apóstoles, el orden y el ritmo que seguirán los que son salvos, así como los grados por los cuales progresarán: por el Espíritu subirán al Hijo, después por el Hijo subirán al Padre, cuando el Hijo ceda su obra al Padre, según lo que dijo el Apóstol: Es necesario que Él reine hasta que Dios ponga a todos sus enemigos bajo sus pies: el último enemigo en ser aniquilado es la muerte. En tiempos de la Realeza, en efecto, el hombre, viviendo como justo en la tierra, olvidará morir…

Estos misterios, los ángeles aspiran a conocerlos, pero no pueden escrutar la Sabiduría de Dios (= su Espíritu Santo), por la cual la obra que Él modeló se hizo conforme y con corporal con el Hijo: pues Dios quiso que su Progenitura, el Logos primogénito, descienda hacia la criatura, es decir, la obra modelada, y sea captado por ella, y que la criatura a su vez, captando al Logos y subiendo hacia El, supere a los ángeles y se constituya a la imagen y a la semejanza de Dios. (C. H. V, 36, 3)

Si no creéis, dice Isaías, tampoco comprenderéis (Is. 7:9) y la verdad produce la fe, pues la fe tiene por objeto las cosas que existen realmente, de modo que creeremos en los seres tal como son… Como la fe está íntimamente ligada a nuestra salvación, hay que cuidarla mucho para tener una verdadera inteligencia de los seres. Esa inteligencia nos la da la fe, así como los presbíteros, discípulos de los apóstoles, nos la han transmitido. Y en primer lugar, ella nos insta a recordar que recibimos el bautismo para la remisión de los pecados en nombre de Dios Padre, y en nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios; recordar también que este bautismo es el sello de la Vida Eterna y el nuevo nacimiento en Dios, de modo que seamos hijos, no ya de hombres mortales, sino del Dios eterno. (Demostración de la predicación apostólica: D.P.A., 3)

Por la palabra del Señor los Cielos fueron afirmados, y en su Espíritu están todas sus energías (Sal 33:6) Así pues, como el Logos crea, es decir, opera para el cuerpo y le da graciosamente la existencia, mientras que el Espíritu modela y forma las diversas energías, es con justeza y con toda conveniencia que el Logos es llamado Hijo, y el Espíritu, Sabiduría de Dios. También Pablo, su apóstol, hace bien en decir: Un solo Dios Padre, que (está) por encima de todo, y a través de todo y en todos nosotros (Ef 4:6) Pues por encima de todo está el Padre; pero a través de todo está el Logos, pues por su intermedio todo fue creado por el Padre; pero en todos nosotros está el Espíritu, que grita Abba, Padre, y modela al hombre a la semejanza de Dios. Así, el Espíritu muestra al Logos, y por eso los profetas anunciaban al Hijo de Dios; pero el Logos articula al Espíritu, y por eso es Él mismo quien narra a los profetas y eleva al hombre hasta Dios. (D.P.A., 5)

El Bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento de Dios Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Pues los que llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Logos, es decir, al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les otorga la incorruptibilidad. Por lo tanto, sin el Espíritu, no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre; pues el conocimiento del Padre, es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se realiza por medio del Espíritu Santo; en cuanto al Espíritu, place al Padre que el Hijo, como ministro, lo dispense a quien quiere y como quiere el Padre. (D.P.A., 7)

El Hijo de Dios recibió del Padre autoridad sobre nuestra vida, y, después de haberla recibido, la hizo descender a nosotros, que estamos lejos de Él, cuando apareció en la tierra y vivió con los hombres, mezclando y reuniendo el Espíritu de Dios Padre con la carne modelada de Dios, para que el hombre fuera a la imagen y a la semejanza de Dios.

Así es la predicación de la verdad, así es la imagen de nuestra salvación, así es el camino de la vida… Pero los heréticos desprecian al Dios que Es, y de lo que no es hacen un ídolo; se crean un padre que está por encima de nuestro Creador, creen haber encontrado por ellos mismos algo más grande que la verdad; en realidad, esa gente es impía y blasfeman de su Creador y Padre.

Otros, a su vez, desprecian la venida del Hijo de Dios y la economía de su Encarnación que los apóstoles transmitieron, y de la que los profetas hicieron saber por anticipado que sería la recapitulación de nuestra humanidad. La gente de esta especie será sumada al número de los incrédulos.

Otros no aceptan los dones del Espíritu Santo y desechan el carisma profético, por el cual el hombre de él impregnado lleva como fruto la vida de Dios; de esa gente dijo Isaías: Pues éstos serán como un terebinto que perdió sus hojas y como un jardín que no tiene agua (Is 1:30) Y la gente de esta especie no tiene para Dios ninguna utilidad, puesto que no puede llevar ningún fruto…

Gloria a la Santísima Trinidad y a la única Divinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, Providencia universal, en los siglos. Amén. (D.P.A., 97-100)



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