Veneración ortodoxa de la Toda Santa Theotokos
Por San Juan Maximovicht
Introducción del hieromonje Seraphim Rose
No hace muchos años, la abadesa de un convento de la Iglesia Ortodoxa Rusa, una mujer de vida recta, estaba dando un sermón en la iglesia del convento, en la fiesta de la Dormición de la Santísima Madre de Dios. Con lágrimas le suplicaba a sus monjas y los peregrinos que habían ido a la fiesta de aceptar completamente y de todo corazón lo que la Iglesia nos había legado, soportando tantos sufrimientos para preservar esta tradición sagrada durante todos estos siglos, y no eligiendo para sí mismo lo que es «importante» y lo que es «prescindible»; por creerse más sabio que la tradición, uno puede terminar por perder la tradición. Por lo tanto, cuando la Iglesia nos dice a través de sus himnos e iconos que los apóstoles se reunieron milagrosamente desde los confines de la tierra con el fin de estar presente en el reposo y el entierro de la Madre de Dios, nosotros, como cristianos ortodoxos, no somos libres de negarlo o reinterpretarlo, sino que debemos creer lo que la Iglesia nos ha legado, con sencillez de corazón.
Un joven converso occidental, que había aprendido ruso, estaba cuando se pronunció este sermón. Él mismo había pensado en este mismo tema después de haber visto iconos en el estilo iconográfico tradicional que representan a los Apóstoles mientras son transportados en las nubes para contemplar la Dormición de la Madre de Dios; * y se hizo a sí mismo la pregunta: ¿debemos entender realmente esto «literalmente”, como un acontecimiento milagroso, o es sólo una manera “poética” de expresar la llegada de todos los Apóstoles para este evento … o tal vez incluso una representación imaginativa o “ideal” de un evento que nunca ocurrió en realidad? (Tales son, de hecho, algunas de las preguntas con las que «los teólogos ortodoxos» se ocupan en nuestros días). Y por tanto, las palabras de la recta abadesa le golpeaban el corazón, y comprendió que había algo más profundo a la recepción y comprensión de la Ortodoxia de lo que nos dicen nuestra propia mente y nuestros propios sentimientos. En ese instante, la tradición le estaba siendo transmitida a él, no desde los libros, sino desde el recipiente vivo que lo contenía; y que fue recibido, no sólo con la mente o los sentimientos, sino con todo el corazón, que de esta manera comenzaba a recibir su formación más profunda en la Ortodoxia.
Más tarde este joven converso encontró, en persona o a través de la lectura, muchas personas que habían recibido formación en teología ortodoxa. Eran los «teólogos» de nuestros días, los que habían estado en escuelas ortodoxas y se habían convertido «expertos» teólogos. Por lo general estaban muy ansiosos de hablar sobre lo que era y no era Ortodoxo, lo que era importante y lo que era secundario en la Ortodoxia misma; y varios de ellos se enorgullecían de ser «conservadores» o «tradicionalistas» en la fe. Pero en ninguno de ellos se sentía la autoridad de la sencilla abadesa que le había hablado a su corazón, indocta como lo era en esa «teología».
Y el corazón de este converso, todavía dando sus primeros pasos en la Ortodoxia, deseaba saber cómo creer, que quiere decir también a quién creer. Él era una persona demasiado de su tiempo y de su propia educación para poder simplemente negar su propia capacidad de razonar y creer ciegamente todo lo que se le decía; y es muy evidente que la Ortodoxia no pide en absoluto esto. Los mismos escritos de los Santos Padres son un memorial vivo del funcionamiento de la razón humana iluminada por la gracia de Dios. Pero también era evidente que había algo muy carente en los «teólogos» de nuestros días, que a pesar de su lógica y de su conocimiento de los textos patrísticos, no transmiten la sensación o sabor de la Ortodoxia, así como una simple en ignorante teológicamente abadesa.
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Nuestro converso encontró el final de su búsqueda; la búsqueda del contacto con la verdadera tradición viviente de la Ortodoxia en el arzobispo Juan Maximovitch. Pues aquí se encontró que aprendió teología en la “vieja” escuela y al mismo tiempo era muy consciente de todas las críticas teológicas que habían sido hechas por los críticos teológicos de nuestro siglo, y que fue capaz de usar su aguda inteligencia para encontrar la verdad allí donde había un conflicto. Pero él también tenía algo que ninguno de los «teólogos» sabios de nuestro tiempo parecen poseer: la misma sencillez y autoridad que la piadosa abadesa había transmitido al corazón del joven buscador de Dios. Su corazón y su mente estaban ganados: no porque el arzobispo Juan se convirtió para él en un «experto infalible», pues la Iglesia de Cristo no reconoce nada parecido, sino porque vio en este santo archipastor un modelo de Ortodoxia, un verdadero teólogo cuya teología procedía de una vida santa y del total arraigo a la tradición Ortodoxa. Cuando hablaba, podías confiar completamente en sus palabras, aunque él distinguía cuidadosamente entre la enseñanza de la Iglesia, que es verdadera, y su propia opinión personal, en la que podría errar, y en consecuencia no obligaba a nadie en esta última. Y nuestro joven converso descubrió que, a pesar de la agudeza intelectual del Arzobispo Juan y su capacidad crítica, sus palabras estaban mucho más a menudo de acuerdo con las de la sencilla Abadesa que con las de los sabios teólogos de nuestro tiempo.
Los escritos teológicos del Arzobispo Juan no pertenecen a ninguna distintiva «escuela», y no revelan la extraordinaria «influencia» de ningún teólogo del pasado reciente. Es cierto que el Arzobispo Juan fue inspirado a teologizar, así como para hacerse monje y entrar en el servicio de la Iglesia, por su gran maestro, el Metropolita Antony Khrapovitsky; y también es cierto que el estudiante hizo suyo el énfasis del maestro en el «retorno a los Padres» y en una teología más estrechamente ligada a la vida espiritual y moral, que académica. Pero los escritos teológicos del Metropolitan Antony son muy diferentes en el tono, la intención y el contenido: estaba muy involucrado con el mundo teológico académico y con la intelectualidad de su tiempo, y muchos de sus escritos se dedicaban a argumentos y disculpas que serían comprensibles a estos elementos de la sociedad que él conoció. Los escritos del arzobispo Juan, por su parte, son bastante carentes de este aspecto apologético y disputable. No discutió, simplemente presentó la enseñanza Ortodoxa; y cuando era necesario refutar falsas doctrinas, como era el caso de dos largos artículos sobre la sofiología de Bulgakov, sus palabras eran convincentes, no por la virtud de la argumentación lógica, sino por el poder de su presentación de la enseñanza patrística en sus textos originales. Él no habló al mundo académico o erudito, sino a la conciencia ortodoxa incorrupta; y no habló de un «retorno a los Padres», porque lo que él mismo escribió era simplemente un pronunciamiento de la tradición patrística, sin ningún intento de pedir disculpas por ello.
Las fuentes de la teología del Arzobispo Juan son muy simples: la Sagrada Escritura, los Santos Padres (especialmente los grandes Padres de los siglos cuarto y quinto), y muy particularmente de los servicios divinos de la Iglesia Ortodoxa. La última fuente, raramente utilizada en tal medida por los teólogos de los últimos siglos, nos da una pista sobre el enfoque práctico y no-académico del arzobispo Juan a la teología. Es obvio que estaba inmerso totalmente en los servicios divinos de la Iglesia y que su inspiración teológica vino principalmente de esta fuente patrística primaria que absorbió, no en las horas de su tiempo libre apartado para hacer teología, sino en su práctica diaria de estar presente en cada servicio divino. Prestaba especial atención en la teología como parte integral de la vida diaria, y sin duda alguna, esto aportó mucho más que sus estudios teológicos formales con los cuales llegó a ser teólogo.
Es comprensible, pues, que uno no pueda encontrar en el arzobispo Juan ningún tipo de “sistema» teológico. Para estar seguros, no protestó contra las grandes obras de la «teología sistemática» que el siglo XIX produjo en Rusia, y las uso en su trabajo misionero de los catecismos sistemáticos de este período (como, en general, los grandes jerarcas de los siglos XIX y XX hicieron, tanto en Grecia como en Rusia, viendo en estos catecismos una excelente ayuda para el trabajo de iluminación Ortodoxa entre la gente); respecto a esto, estaba por encima de las modas y los partidos de teólogos y estudiantes, tanto en el pasado como en el presente, que están demasiado apegados a la forma particular en que se presenta la teología Ortodoxa. Mostró el mismo respeto por el Metropolita Antonio Khrapovitsky con su énfasis «antioccidental», y por Metropolita Pedro Mogila con su supuestamente excesiva «influencia occidental». Cuando los defectos de uno u otro de estos grandes jerarcas y defensores de la ortodoxia se le presentaron, hizo un gesto de desaprobación con la mano y dijo: «sin importancia» porque siempre tenía a la vista en primer lugar la gran tradición patrística que estos teólogos estaban entregando exitosamente a pesar de sus defectos. En este sentido, tiene mucho que enseñar a los teólogos jóvenes de nuestros días, que se acercan a la teología ortodoxa en un espíritu que a menudo es a la vez demasiado teórico y demasiado polémico y partidista.
Para el arzobispo Juan las «categorías» teológicas de incluso el más sabio de los estudiosos de la teología también eran «poco importante» o más bien, eran importantes sólo en la medida en que comunicaban un significado real y de ninguna manera merecían ser una cuestión de aprender de memoria. Un incidente durante sus años en Shanghai revela vivamente la libertad de su espíritu teológico: Una vez, cuando asistía a los exámenes orales de la clase de catecismo principal de la escuela de su catedral, interrumpió la perfectamente correcta exposición de un alumno de la lista de los Profetas Menores del Antiguo Testamento con la brusca y tajante afirmación: «¡No hay profetas menores!» El profesor-sacerdote de esta clase quedó incomprensiblemente ofendido de este aparente menosprecio de su autoridad para enseñar, pero probablemente hoy en día los estudiantes recordarán esta extraña interrupción de las «categorías» normales del catecismo, y, posiblemente algunos de ellos entiende el mensaje que el arzobispo Juan trató de transmitir: con Dios todos los profetas son grandes, son «mayores», y este hecho es más importante que todas las categorías de nuestro conocimiento de ellos, aunque de por sí sean aceptables (todas las categorías de nuestro conocimiento). En sus escritos teológicos y en sus sermones también, el arzobispo Juan a menudo da un sorprendente giro a su discurso con el cual nos descubre algún aspecto inesperado o significado más profundo de la materia que está discutiendo. Es obvio que para él la teología no es un simple disciplina humana y terrenal cuya riqueza está agotada por nuestras interpretaciones racionales, o por la cual podemos llegar «expertos» satisfechos de nosotros mismo, sino más bien algo que apunta hacia el cielo y que debería llevar nuestras mentes a Dios y a las realidades celestiales, que no son captadas por los sistemas lógicos de pensamiento.
Un notable historiador de la Iglesia Rusa, N. Talberg, sugirió (en la Crónica del obispo Sawa, cap. 23) que al arzobispo Juan ha de entendersele en primer lugar como «un loco en Cristo, que se mantuvo como tal incluso en su rango episcopal,» y en este sentido le compara con San Gregorio el Teólogo, que tampoco se ajustaba, de forma similar al Arzobispo Juan, con la «imagen» estándar de un obispo. Esta «locura» (para los estándares del mundo) es lo que le da un tono característico a los escritos tanto de San Gregorio como del arzobispo Juan: un cierto distanciamiento de la opinión pública, lo que «todo el mundo piensa» y por lo tanto a la no pertenencia a
ningún “partido» o «escuela»; el enfoque a las cuestiones teológicas desde un punto de vista y no académico y con ello la evasión saludable de pequeñas disputas y del espíritu pendenciero; los originales giros inesperados de pensamiento que hacen de sus escritos teológicos sobre todo una fuente de inspiración y de verdadera y profunda comprensión de la revelación de Dios.
Tal vez, en lo que más se siente uno impresionado es de la absoluta simplicidad de los escritos del Arzobispo Juan. Es obvio que él acepta la tradición ortodoxa de forma directa y enteramente, sin pensamientos «dobles» en cuanto a cómo uno puede creer en la tradición y seguir siendo un «sofisticado» hombre moderno. Era consciente de la moderna «crítica», y si se le pregunta, podía dar razones de peso para no aceptar la crítica en la mayoría de los puntos. Estudió a fondo la cuestión de la «influencia occidental» en la ortodoxia en los últimos siglos y tenía una vista equilibrada de la misma, distinguiendo cuidadosamente entre lo que debe ser rechazado como ajeno a la ortodoxia, lo que se debe evitar, pero sin «hacer un problema mayor” de ello, y lo que puede ser aceptado como algo que conduce a la verdadera vida ortodoxa y a la piedad (punto que es especialmente revelador de la falta “opiniones preconcebidas” del Arzobispo Juan, y su comprobación mediante la profunda ortodoxia). Pero a pesar de toda su el conocimiento y el ejercicio del juicio crítico, continuó creyendo en la tradición ortodoxa de forma simple, justo como nos fue legada por la Iglesia. La mayoría de los teólogos ortodoxos de nuestro tiempo, incluso si han escapado de los peores efectos de la mentalidad protestante-reformista, todavía ven la tradición ortodoxa a través de los espectáculos del ambiente académico en el que están en casa, pero el arzobispo Juan estaba «en casa», ante todo, en los servicios de la iglesia en los que pasó muchas horas cada día, y por lo tanto el tinte del racionalismo (no necesariamente en el mal sentido) de incluso el mejor de los teólogos académicos era totalmente ausente en su pensamiento. En sus escritos no hay «problemas»; por lo general sus numerosas notas a pie de página son únicamente para informar correctamente sobre donde encontrar la enseñanza de la Iglesia. Con respecto a esto, el Arzobispo Juan es absolutamente uno con la «mente de los Padres», y aparece en medio de nosotros como uno de ellos, y no como un mero comentarista de la teología del pasado.
Los escritos teológicos del Arzobispo Juan, impresos en varias revistas de la iglesia durante cuatro décadas, aún no se han recogido en un solo libro. Aquellos que actualmente están disponibles el St. Herman of Alaska Brotherhood llenarían un volumen de algo más de 200 páginas. Sus escritos más largos pertenecen en su mayoría a sus primeros años como hieromonje en Yugoslavia, donde ya destacó como sobresaliente entre los teólogos ortodoxos. Especialmente valiosos son sus dos artículos sobre la sofiología de Bulgakov, uno de ellos revela convincentemente, de una manera muy objetiva, la total incompetencia de Bulgakov como erudito patrístico, y el otro es incluso de mayor valor como una exposición clásica de la verdadera doctrina patrística sobre la Divina Sabiduría. Entre sus últimos escritos se debe mencionar su artículo sobre la iconografía ortodoxa (donde, por cierto, se muestra mucho más consciente que su maestro, el Metropolita Antony, en la cuestión sobre la «influencia occidental» en el estilo iconográfico); la serie de sermones titulada «Tres Fiestas evangélicas», donde se descubre el sentido profundo de algunas de las «menores» fiestas de la iglesia; y el artículo «La Iglesia: Cuerpo de Cristo». Sus artículos cortos y sermones son también profundamente teológicos. Uno de los sermones comienza con un «Himno a Dios» de San Gregorio el Teólogo y continúa, en el mismo elevado tono Patrístico, como una acusación contra la impiedad de la inspiración contemporánea; otro sermón oral sobre el Viernes de Pasión, en 1936, nos traslada a Cristo yaciente en el sepulcro, en un tono digno del mismo Santo Padre.
Comenzamos esta serie de traducciones con la clásica exposición del Arzobispo Juan sobre la veneración ortodoxa de la Madre de Dios y los principales errores con los que la han atacado. Su capítulo más largo es una refutación clara y llamativa del dogma latino de la «Inmaculada Concepción».
La veneración de la Madre de Dios durante su vida terrena
DESDE tiempos apostólicos y hasta nuestros días todos los que verdaderamente aman a Cristo veneran a Aquella que le dio a luz, lo levantó y lo protegió en los días de su juventud. Si Dios el Padre la eligió, Dios el Espíritu Santo descendió sobre ella, y Dios el Hijo habitó en Ella, sometido a Ella en los días de Su juventud y se preocupó por Ella cuando pendía en la Cruz ¿no debería todo el que confiesa la Santísima Trinidad venerarla?
Ya en los días de la vida terrenal de la Virgen María, los amigos de Cristo, los Apóstoles, manifiestaron una gran preocupación y devoción por la Madre del Señor, especialmente el Evangelista Juan el Teólogo, que, cumpliendo la voluntad de su Divino Hijo, la tomó para sí mismo y se hizo cargo de ella como una madre desde el momento en que el Señor pronunció para él desde la Cruz las palabras: He ahí tu madre».
El evangelista Lucas pintó una serie de imágenes de ella, algunos junto con el Niño Pre-eterno, otros sin Él. Cuando las sacó y se las mostró a la Santísima Virgen, Ella las aprobó y dijo: «La gracia de Mi Hijo estará con ellos», y repitió el himno que una vez cantó en la casa de Elizabeth: «Engrandece mi alma el Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador».
Sin embargo, la Virgen María durante su vida terrenal evitó la gloria que le pertenecía como la Madre del Señor. Prefirió vivir en silencio y prepararse para la partida a la vida eterna. Para el último día de su vida terrena Ella se encargó de probar que era digna del Reino de su Hijo, y antes de morir, rezó para que su Hijo liberase su alma de los espíritus malignos que van al encuentro de las almas de los hombres de camino al cielo y se esfuerzan por apoderarse de ellas con el fin de llevarlas con ellos al Hades. El Señor cumplió la oración de su madre y en la hora de su muerte Él mismo vino del cielo con una multitud de ángeles para recibir su alma.
Dado que la Madre de Dios también había rezado para poder despedirse de los Apóstoles, el Señor reunió en su muerte a todos los Apóstoles, excepto a Tomás, y fueron llevados por un poder invisible en ese día hasta Jerusalén desde todos los confines de la tierra habitada, donde estaban predicando, y de esta manera estuvieron presentes en su bendito traslado a la vida eterna.
Los Apóstoles dieron sepultura a su Cuerpo Purísimo con himnos sagrados, y al tercer día se abrió la tumba con el fin de venerar una vez más los restos de la Madre de Dios junto con al apóstol Tomás, que acababa de llegar a Jerusalén. Pero no encontraron el cuerpo en la tumba y con perplejidad se dieron la vuelta y se volvieron a ir. Más tarde, durante la comida, la misma Madre de Dios se les apareció en el aire, brillando con una luz celestial, y les informó que su Hijo había glorificado su cuerpo también, y que Ella, resucitada, permanecía ante el Trono de su Hijo. Al mismo tiempo, ella prometió estar siempre con ellos, los Apóstoles.
Los Apóstoles saludaron a la Madre de Dios con gran alegría y comenzaron a venerarla, no sólo como a la Madre de su amado Maestro y Señor, sino también como su ayudante celestial, como protectora de los cristianos e intercesora de toda la raza humana ante el Justo Juez. Y en todas partes donde el Evangelio de Cristo fue predicado, su Purísima Madre también comenzó a ser glorificada.
Traducido por hipodiácono Miguel P.
en 2014 ®
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