Encíclica patriarcal de 1895 en respuesta al papa León XIII

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Encíclica de la Iglesia Una, Santa Católica y Apostólica, a todos los cristianos ortodoxos

Encíclica patriarcal de 1895

 

Una respuesta a la encíclica del Papa León XIII

 

 

Reseña

El 20 de junio de 1895, con ocasión de su jubileo episcopal, el papa León XIII, publicó, dirigiéndose a los jefes de estados y de los pueblos del universo, su encíclica “Praeclara gratulationis”. La Iglesia Ortodoxa estaba invitada a unirse al trono papal y a reconocer al papa como Cabeza Suprema de la Iglesia, en el sentido definido por el dogma del Concilio Vaticano I, guardando los ortodoxos, bien entendido, sus propias lenguas y ritos litúrgicos, así como sus usos y sus diversas tradiciones.

Paralelamente, la encíclica recomendaba la extensión, en el Oriente ortodoxo, del Uniatismo, el envío de Roma de un gran número de agentes que, bajo el hábito ortodoxo, convertirían, por todos los medios, a los ortodoxos.

Ante esta amenaza, y para prevenir y proteger a los fieles de la propaganda latina, el patriarca de Constantinopla publicó a su vez, la encíclica que sigue a continuación.

Diez son los puntos abordados:

  1. El Filioque
  2. La Primacía e infalibilidad papales
  3. El Bautismo por aspersión
  4. El pan ácimo para la Eucaristía
  5. La consagración de los santos dones por las únicas palabras del Señor, y no por la Epíclesis.
  6. la Comunión de los fieles sin la Sangre de Cristo.
  7. El Purgatorio.
  8. Los méritos supererogatorios de los santos.
  9. Las indulgencias
  10. La retribución y la bienaventuranza de los justos y de los santos inmediatamente después de la muerte y antes de la Resurrección universal.

Esta carta termina por la afirmación de que la Iglesia Ortodoxa es la Iglesia de los siete Concilios Ecuménicos y de los nueve primeros siglos del cristianismo, que es la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, la Columna y el Fundamento de la Verdad, que desea ardientemente la unidad de la fe en la doctrina de los apóstoles transmitida por los padres y de la que Cristo es la Piedra angular.

La Iglesia romana, dice incluso el documento patriarcal, es la Iglesia de las innovaciones, de las alteraciones de las obras de los padres de la Iglesia, de la falsa interpretación de las Escrituras y de las definiciones de los santos Concilios, la Iglesia que desde el siglo IX ha introducido en ella, por el papismo, doctrinas heréticas y extrañas que la han alejado y separado de la Iglesia de Cristo.

 ENCÍCLICA

 

A los sagrados y divinamente amadísimos hermanos en Cristo, los metropolitas y obispos, y a su sagrado y venerable clero, y a los bondadosos y ortodoxos laicos del santo, apostólico y patriarcal trono de Constantinopla.

 

“Acordaos de vuestros prepósitos que os predicaron la Palabra de Dios. Considerad el fin de su vida e imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos. No os dejéis llevar de acá para allá por doctrinas abigarradas y extrañas” (Hebreos 13:7-9).

Artículo 1

Toda alma piadosa y ortodoxa, que tiene un celo sincero por la gloria de Dios, se aflige profundamente y se sobrecoge con gran dolor al ver que el enemigo del bien, aquel que ha asesinado desde el principio, por envidia de la salvación del hombre, no cesa nunca de sembrar la embriaguez en el campo del Señor para pisotear el buen grano. Es él quien, desde los primeros tiempos, fue autor de estas herejías, semejantes a la embriaguez, que aparecieron en la Iglesia de Cristo y que han perjudicado de mil forman, y perjudican hoy a la salvación de la humanidad en Cristo. Con justicia, como las malas hierbas o los miembros gangrenados, estas herejías han sido sacadas y separadas del Cuerpo sano que es la Iglesia Ortodoxa Universal de Cristo.

Así, en estos últimos tiempos, el maligno ha extraviado, en Occidente, lejos de la Iglesia Ortodoxa de Cristo, a naciones enteras, inspirando a los obispos de Roma, con pensamientos de una loca arrogancia e innovaciones contrarias a los cánones de la Iglesia y al Evangelio. Esto mismo no ha sido suficiente, sino que ha sido necesario incluso que los papas de Roma buscaran, mediante tentativas de unión determinadas, pero sin juicio, doblegar su fantasía y someter a sus errores a la Iglesia Católica de Cristo que prosigue su camino, inquebrantable, en la ortodoxia de la fe transmitida por los santos padres.

Artículo 2

Así, su santidad, el papa de Roma, León XIII, por su jubileo episcopal, ha publicado en el mes de junio del año de gracia 1895, una encíclica dirigida a los jefes de estados y a las naciones del mundo entero, en la que invita, en particular a nuestra Iglesia Ortodoxa, Católica y Apostólica, a unirse al trono papal, sosteniendo que el único camino para alcanzar tal unión es que la Iglesia Ortodoxa lo reconozca como soberano pontífice, como la más alta autoridad en materia espiritual y temporal, como único representante de Cristo sobre la tierra y como dispensador de toda gracia.

Artículo 3

Sin ninguna duda, el corazón de todo cristiano debe llenarse con el deseo de la unión de las Iglesias, y el mundo ortodoxo, en particular, inspirado con el verdadero espíritu de piedad, y considerando el designio divino del establecimiento de la Iglesia por el Dios-Hombre, nuestro Salvador Jesucristo, desea vivamente la unidad de las Iglesias en la fe una de la doctrina apostólica transmitida por los padres: “Jesucristo mismo es la piedra angular”.

Por eso, nuestra Iglesia, en sus oficios, ruega cada día al Señor que reúna a los dispersos y a los que se han extraviado fuera del camino de la verdad, del único camino que conduce a la salvación de todos, el Hijo Único y Verbo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Con esta esperanza, nuestra Iglesia Ortodoxa de Cristo está siempre dispuesta a acoger toda proposición de unión, con la condición expresa de que el obispo de Roma abandone definitiva y totalmente todas las numerosas y diversas innovaciones contrarias al Evangelio, que con su sola autoridad ha impuesto a su iglesia y que han provocado la triste división de las Iglesias de Oriente y Occidente; así, es imperativo que vuelva a la enseñanza fundamental de los Siete santos Concilios Ecuménicos cuya autoridad es universal y perpetua en la Iglesia de Cristo, porque se reunieron en el Espíritu Santo, en presencia de representantes de todas las santas Iglesias de Dios, para afirmar la regla de la fe ortodoxa contra los herejes. Es lo que la Iglesia Ortodoxa, por sus actos y sus encíclicas, no ha cesado de pedir a la iglesia papista, dándole a entender clara y firmemente que toda discusión sobre la unión sería vana y vacía, mientras que esta iglesia persevere en sus innovaciones y, mientras que la Iglesia Ortodoxa siga fiel a las tradiciones divinas y apostólicas del cristianismo que Occidente seguía también en una época en la que estaba unida en un mismo espíritu con las Iglesias Ortodoxas de Oriente. Pero puesto que recientemente hemos visto con asombro e inquietud, al papado, abandonar el método de la discusión y la persuasión para atrapar a los fieles ortodoxos más simples y enviar obreros de la mentira disfrazados de apóstoles de Cristo, revestidos con los hábitos y ornamentos de los sacerdotes ortodoxos, con el fin de hacer, por toda clase de argucias, prosélitos, hemos creído nuestro sagrado deber, publicar esta carta patriarcal y sinodal para la salvaguarda de la fe y de la piedad ortodoxa, recordándonos que “si la observación de los cánones verídicos es un deber para todo hombre de bien, lo es más aún para los que la providencia ha juzgado dignos de gobernar los asuntos de los demás” (San Focio, Carta 3).

Artículo 4

Como ya hemos proclamado, la Iglesia Ortodoxa de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica, desea vivamente la santa reunión, en una misma fe, de las Iglesias que se separaron de ella, pero sin esta unidad en la fe, la unión de las Iglesias es algo completamente imposible. Pues tal unidad, según la confesión misma del papa, no existe entre los ortodoxos y católicos, no se comprende cómo, su santidad León XIII puede afirmar que la verdadera unión puede ser llevada a cabo y sostener sin contradicción, como lo hizo su encíclica precedente del 30 de noviembre de 1894, que una vez realizada la unión, cada Iglesia podría conservar sus propias definiciones dogmáticas y canónicas, incluso si difieren de las de la Iglesia de Roma. ¿No hay una contradicción manifiesta, si en una misma Iglesia, cuando una confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre, la otra cree que procede del Padre y del Hijo; cuando una bautiza por triple inmersión, y la otra asperja; cuando se utiliza pan con levadura para la Santa Eucaristía, mientras la otra usa pan ácimo; cuando una da a los fieles el cáliz y el pan, y la otra solamente el pan, y así sucesivamente? El sentido mismo de tal contradicción nos es oscuro; ¿actúa el papa por espíritu de respeto a las tradiciones evangélicas y las reconoce así, ya sea indirectamente, por el sesgo de una confesión? ¿O actúa por otros motivos?

Artículo 5

Sea lo que sea, si se quiere llevar a cabo concretamente el piadoso deseo de la unión de las Iglesias, es necesario poner un principio y un fundamento común que no pueda ser más sólido que la enseñanza del Evangelio y de los Siete Concilios Ecuménicos. Volviendo a la enseñanza que era común a las Iglesias de Oriente y Occidentes hasta el cisma, es necesario buscar con un sincero deseo de verdad, cuál era la fe de la Iglesia Una, Santa Católica y Apostólica, que formaba entonces, en Oriente y en Occidente, un solo cuerpo, a fin de guardar esta fe intacta e inalterada. El que prefiere la gloria de Dios a su propia gloria, ¿no tiene el deber absoluto y sagrado de corregir con piedad al que haya podido ser añadido y cercenado de la fe, y no debe pensar que deberá responder ante el justo tribunal de Cristo por haber, con arrogancia, perpetuado la deformación de la verdad? No hablamos aquí, en absoluto, de las diferencias de uso en los santos oficios o de la música religiosa, o de las vestiduras litúrgicas, cosas que siempre han existido y que no conducen a alcanzar la sustancia y la unidad de la fe, sino que aquí se trata de las divergencias fundamentales que aúnan el divino depósito de la fe y los cánones transmitidos por Dios para el gobierno de las Iglesias. En efecto, San Focio nos dice que “cuando las divergencias no son de fe y no contradicen las reglas universales admitidas en la Iglesia, los ritos y los usos pueden variar entre los pueblos y son dejados al juicio de los que tienen discernimiento para apreciar su justicia y su conformidad con los cánones”.

Artículo 6

Con esta perspectiva, por la santa causa de la unión, la Iglesia Ortodoxa y universal de Cristo, en Oriente, está dispuesta a aceptar de todo corazón, todo lo que las Iglesias de Oriente y Occidente confesaban unánimemente antes del siglo IX, si es que haya modificado o abandonado cualquier cosa que sea por propia voluntad. Si los occidentales consiguen probar, fundándose en la enseñanza de los santos padres y de los concilios divinamente reunidos antes del siglo IX, que la Iglesia de Roma, entonces ortodoxa, que tenía jurisdicción sobre Occidente, leía antes de esta fecha el credo con la adición del Filioque, y utilizaba pan ácimo, aceptaba la doctrina del fuego del purgatorio, asperjaba en lugar de bautizar, creía en la inmaculada concepción de la Siempre Virgen María, en el poder temporal, en la infalibilidad y el absolutismo del obispo de Roma, entonces ya no tenemos nada que responder.

Pero si por el contrario, se prueba, como lo reconocen ciertos latinos que aman la verdad, que la Iglesia Ortodoxa y universal de Cristo guarda las doctrinas transmitidas y confesadas desde el principio, que Oriente y Occidente profesaban juntas, hasta que la Iglesia de Occidente las pervirtió por innovaciones diversas, entonces está claro, incluso para un niño, que el medio más simple para llevar a cabo la unión es el regreso de la Iglesia occidental a su antigua situación doctrinal y canónica, pues la fe no cambia según el tiempo y las circunstancias, sino que permanece la misma, siempre y en todo, como lo escribe el apóstol: “Uno es el cuerpo y uno es el Espíritu, y así también una la esperanza de la vocación a que habéis sido llamados; uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, en todo y en todos” (Efesios 4:4-6).

Artículo 7

Así, la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los siete Concilios Ecuménicos, confiesa y enseña, fiel al Evangelio, que el Espíritu Santo procede del Padre, pero en Occidente, a partir del siglo IX, se falsificó el santo credo redactado y consagrado por los Concilios Ecuménicos y se esparció arbitrariamente la idea de que el Espíritu Santo procedía también del Hijo (Filioque).

Y ciertamente, el papa León XIII, sabe que su predecesor y homónimo, el papa ortodoxo León III, confesor de la ortodoxia, hizo condenar sinodalmente, en el año 809, la adición del Filioque como contraria al Evangelio y perfectamente ilegítima, y que a continuación, hizo grabar en dos placas de plata, en griego y en latín, el santo credo Niceno-Constantinopolitano en su conjunto y sin alteración, añadiendo solamente esta inscripción: “Yo, León, he dispuesto estas placas por amor y para la salvaguarda de la fe ortodoxa” (Haec Leo posui amore et cautela fidei ortodoxa) (1). El papa no puede ignorar ya que durante el transcurso del siglo X y al principio del siglo XI, este añadido ilegítimo y contrario al Evangelio fue insertado en el credo en Roma y que, la Iglesia romana, persistiendo en las innovaciones, y rechazando regresar al dogma de los Concilios Ecuménicos, es necesariamente la única responsable del cisma a ojos de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de Cristo, que guarda lo que recibió de los padres y conserva en todo el depósito de la fe en su conjunto según la conminación del apóstol: “Guarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros” (2ª Timoteo 1:14, Straubinger). “Cuida el depósito, evitando las palabrerías profanas y las objeciones de la pseudo-ciencia. Por profesarla, algunos se han extraviado de la fe” (1ª Timoteo 6:20).

Artículo 8

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los primeros Concilios Ecuménicos bautizaba por triple inmersión, y el papa Pelagio dice que la triple inmersión es un “mandato del Señor”. En el siglo XIII, el bautismo por inmersión prevalecía aún en Occidente y las santas fuentes bautismales que han sido conservadas en las iglesias más antiguas de Italia, lo testifican de manera elocuente. Pero más tarde, el papado admitió, de su propio monarca, la aspersión, y quiso mantenerse en ella, lo cual ensanchaba el abismo que había cavado. Pero nosotros, los ortodoxos, fieles a la Tradición apostólica y a la práctica de la Iglesia de los Siete Concilios Ecuménicos, “nos mantenemos bien”, según la palabra de San Basilio, “y luchamos por la confesión común, guardando preciosamente el tesoro de la fe recta legada por nuestros padres”.

Artículo 9

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los Siete Concilios Ecuménicos, siguiendo el ejemplo mismo de nuestro Salvador, ha celebrado la santa y divina liturgia durante cerca de mil años en Occidente como en Oriente, con pan con levadura, como lo testifican los teólogos occidentales amantes de la verdad. Pero el papado, a partir del siglo XI, hizo también una innovación en el santo y divino sacramento de la Eucaristía introduciendo pan sin levadura.

Artículo 10

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los Siete Concilios Ecuménicos, siempre ha afirmado que los santos dones son consagrados después de la oración de invocación al Espíritu Santo por la bendición del sacerdote, como pueden testificarlo los antiguos rituales de Roma y de la Galia. Sin embargo, el papado, nuevamente, ha innovado este hecho afirmando de forma arbitraria que la consagración de los preciosos dones se producía cuando se pronunciaban las palabras del Señor: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, y “Bebed todos, esta es mi sangre”.

Artículo 11

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los Siete Concilios Ecuménicos, fiel al mandamiento del Señor “Bebed todos de él”, hace comulgar igualmente a los fieles del santo cáliz, mientras que el papado, desde el siglo XI, innovó privando a los laicos del santo cáliz. También ha transgredido el mandato del Señor y contravenido la práctica universal de la Iglesia y de las numerosas prohibiciones formales de los obispos antiguos de Roma.

Artículo 12

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los Siete Concilios Ecuménicos, caminando sobre los pasos de los apóstoles, de la Tradición y de la Santa Escritura, ruega e invoca la misericordia de Dios para el perdón y el reposo de los que se han dormido en el Señor. Pero el papado, a partir del siglo XII, inventó y dio como privilegio particular al papa, una multitud de innovaciones, el fuego del purgatorio, la sobreabundancia de las virtudes de los santos y su distribución a los que tienen necesidad de ellas, etc., sosteniendo incluso que existe una plena recompensa para los justos, antes de la Resurrección universal y el Juicio venidero.

Artículo 13

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de los Siete Concilios Ecuménicos, enseña que la encarnación sobrenatural del Hijo y Verbo de Dios, Su Encarnación del Espíritu Santo y de María la Virgen es SÓLO pura e inmaculada. Pero el papado, ha introducido otra innovación y producido un nuevo dogma, el de la inmaculada concepción de la Theotokos y siempre Virgen María, desconocido en la Iglesia antigua y combatido incluso por numerosos teólogos del papado.

Artículo 14

El papado ha silenciado, en su encíclica, estas diferencias considerables y fundamentales en materia de fe, que separan a las dos Iglesias, y de las que Occidente fue totalmente inventora, y nos presenta la cuestión de la primacía del soberano pontífice por la principal, e incluso por la sola causa de la división. Nos envía de vuelta a las fuentes a fin de que nos entreguemos a una búsqueda diligente y que determinemos lo que nuestros padres confesaban y lo que los primeros tiempos del cristianismo nos ha legado. Así, si consultamos los padres y los Concilios Ecuménicos de la Iglesia durante los nueve primeros siglos, estamos seguros de que el obispo de Roma nunca ha sido considerado como la autoridad suprema y el jefe infalible de la Iglesia, sino que cada obispo estaba, como cabeza de su propia Iglesia, sometido solamente a las ordenanzas sinodales y a las decisiones de la Iglesia universal, la cual, es la única infalible. El obispo de Roma no estaba exento, de ninguna forma, de esta regla, como lo muestra la historia de la Iglesia. Sólo nuestro Señor Jesucristo es el Amo eterno y el Príncipe Inmortal de la Iglesia, pues “Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia” (Colosenses 1:18), y dijo a sus divinos discípulos y apóstoles en el momento de su Ascensión al cielo: “Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo” (Mateo 28:20). En la Santa Escritura, el apóstol Pedro, al que los papistas hacen fundador de la Iglesia de Roma, fundamentándose en las cartas apócrifas pseudo-clementinas del siglo II, durante el Concilio Apostólico de Jerusalén, habla igual como un igual con los otros apóstoles; en otro lado, es severamente reprendido por el apóstol Pablo, como lo testifica la carta a los Gálatas (2:11). Además, los papistas saben muy bien que durante los primeros siglos, el pasaje del Evangelio al que se refiere al papa: “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”, es interpretado de una forma totalmente diferente por la Tradición y por la unanimidad de los santos padres. La piedra angular sobre la que el Señor edificó su Iglesia y contra la que las puertas el infierno no prevalecerán, es metafóricamente la verdadera confesión de Pedro, según la cual, el Señor “Es el Cristo, el Hijo del Dios Vivo”. Sobre esta confesión y sobre esta fe responde, inquebrantable, la enseñanza saludable de la predicación evangélica transmitida por los apóstoles a sus sucesores. Este pasaje interpretado es el que manifiestamente tenía en vista el apóstol Pablo, arrebatado al cielo, cuando declaró por inspiración divina: “Según la gracia de Dios que me ha sido dada, yo, cual prudente arquitecto, puse el fundamento, y otro edifica sobre él. Pero mire cada cual cómo edifica sobre él. Porque nadie puede poner otro fundamento, fuera del ya puesto, que es Jesucristo” (1ª Corintios 3:10-11). En otro sentido, el apóstol Pablo dice, en la carta a los efesios, que los profetas y los apóstoles son, en conjunto, el fundamento de la edificación de los fieles en Cristo, es decir, los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia: “De modo que ya no sois extranjeros ni advenedizos sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús” (Efesios 2:19-20). Siendo tal la enseñanza divinamente inspirada de los apóstoles en lo que concierne al fundamento y la cabeza de la Iglesia de Dios, los santos padres que se mantenían firmemente en las tradiciones apostólicas no podían imaginar una primacía absoluta del apóstol Pedro y de los obispos de Roma; no podían dar de este texto evangélico otra interpretación, desconocida a la Iglesia, diferente de la que es verídica y justa. No podían ya más que inventar su propia autoridad, una nueva doctrina concediendo privilegios excesivos al obispo de Roma, como sucesor pretendido de San Pedro; sobre todo si se sabe que la Iglesia de Roma fue fundada, no por Pedro, cuyo ministerio apostólico en Roma es desconocido, sino por Pablo, apóstol de los gentiles, arrebatado al cielo, cuyo apostolado en Roma nos es perfectamente conocido por sus discípulos.

Artículo 15

Los divinos padres, honrando al obispo de Roma con el único título de obispo de la capital del Imperio, le dieron un primado de honor, considerándolo el primero entre los iguales. También le atribuyeron esta primacía al obispo de Constantinopla, cuando esta ciudad se convirtió en la capital del Imperio Romano, como lo testifica el canon 28º del Concilio Ecuménico de Calcedonia, que dice entre otros: “También nosotros decretamos y establecemos las mismas cosas con respecto a los privilegios de la santísima Iglesia de Constantinopla, la Nueva Roma. Así como los Padres reconocieron a la vieja Roma sus privilegios porque era la ciudad Imperial, movidos por el mismo motivo, los obispos reunidos decidieron concederle iguales privilegios a la sede de la Nueva Roma”.

Este canon demuestra, pues, que el obispo de Roma es igual al obispo de Constantinopla y a los de las demás Iglesias; ningún canon, ningún escrito de los padres de la Iglesia, contiene la menor alusión a una eventual primacía del Obispo de Roma sobre la Iglesia universal, a una jurisdicción infalible sobre los obispos de las demás Iglesias independientes y autónomas, o incluso, a una sucesión particular del apóstol Pedro como vicario de Jesucristo en la tierra.

Artículo 16

En la época de los Siete Concilios Ecuménicos, cada Iglesia autocéfala de Oriente y de Occidente, era totalmente independiente y se administraba por sí misma. Como los obispos de las Iglesias autocéfalas de Oriente, las Iglesias de África, de España, de la Galia, de Germania y de Gran Bretaña se dirigían a sí mismos, en concilios locales, y sus propios asuntos. El obispo de Roma no tenia ningún derecho a intervenir, y él mismo, como los demás, estaba sometido por obediencia a las decisiones de los sínodos. Pero, cuando se necesitaba la sanción de la Iglesia universal en cuestiones importantes, se reunía un Concilio Ecuménico que era y permanecía como la instancia suprema en la Iglesia universal. Los obispos eran independientes unos de otros, y cada uno, en el interior de su jurisdicción, pero debían conformarse a los decretos de los sínodos en los que, todos, eran iguales.

Además, ninguno de ellos pretendió nunca un poder monárquico sobre la Iglesia entera; si en alguna ocasión, algunos obispos de Roma, ambiciosos, expresaron reivindicaciones excesivas y aspiraron a un absolutismo desconocido para la Iglesia, fueron censurados por todos. La afirmación de León XIII, según la cual, antes de Focio el Grande, el nombre del trono de Roma era santo para todos los pueblos del mundo cristiano, y que Oriente y Occidente estaban absolutamente sometidos al obispo de Roma como sucesor legítimo de San Pedro y como vicario de Jesucristo sobre la tierra, esta afirmación es, pues, un error manifiesto.

Artículo 17

Durante los nueve siglos de los Concilios Ecuménicos, la Iglesia Ortodoxa de Oriente nunca ha reconocido algunas pretensiones excesivas a la primacía, avanzadas por los obispos de Roma, ni se ha sometido nunca a estos últimos, como la historia de la Iglesia testifica evidentemente. La independencia de Oriente con relación a Occidente está claramente mostrada por las cartas significativas de San Basilio el Grande a Eusebio, el santo obispo de Samosata: “Cuando se llama a la gente al espíritu altanero, no se hacen más que despreciables. Si el Señor tiene piedad de nosotros, ¿de qué otra ayuda tendremos necesidad? Pero si la cólera de Dios cae sobre nosotros, ¿qué ayuda podrán aportarnos los arrogantes occidentales? Los hombres que no conocen la Verdad, no pueden soportar aprenderla, sus falsas sospechas los llenan de prejuicios y los conducen hoy de la misma forma que antaño por Marcelo”.

El venerado Focio, el santo jerarca e iluminador de Constantinopla, prohibió esta independencia en la segunda mitad del siglo IX, y presintiendo que pronto Occidente no respetaría ya las constituciones apostólicas y se separaría del Oriente ortodoxo, se esforzó en principio por evitar pacíficamente este peligro. Entonces, el obispo de Roma, Nicolás I, mezcló, al desprecio a los cánones, asuntos de Oriente, y saliendo de los límites de su autoridad, quiso someter a la Iglesia de Constantinopla. Así es como condujo a las Iglesias al borde del doloroso cisma.

He aquí como los gérmenes del absolutismo papal, sembrados gracias a las pseudo-clementinas, fueron cultivados, precisamente en la época de Nicolás I, gracias a los pseudo-decretos isidorianos, mezcla de falsas decisiones imperiales y de cartas controvertidas de los antiguos obispos de Roma, que aspiraban a hacer creer, despreciando la verdad histórica y la constitución de la Iglesia, que en los primeros tiempos del cristianismo, se concedía a los obispos de Roma una autoridad sin límites en la Iglesia universal.

Artículo 18

Recordamos estos hechos con una tristeza en nuestro corazón mucho más grande que el papado de hoy, reconociendo incluso que estos decretos excesivos eran falsos, redactados con propósitos deliberados, y siendo, por tanto, un rechazo a regresar a los cánones y a las reglas de los Concilios Ecuménicos.

A finales del siglo XIX, ha aumentado el abismo que separa al papado de la Iglesia Ortodoxa, proclamando que el obispo de Roma es infalible.

La Iglesia de Cristo, en Oriente, ortodoxa y católica, no reconoce a nadie infalible sobre esta tierra, a excepción del Hijo Unigénito y Verbo de Dios, que se encarnó de una forma inefable. El apóstol Pedro mismo, del que el papa se pretende sucesor, renegó tres veces de Cristo y fue dos veces reprendido vivamente por el apóstol Pablo, por no haber seguido correctamente el camino de la verdad evangélica (Gálatas 2:11).

En el siglo IV, el papa Liberio suscribió una confesión arriana y en el siglo V, el papa Zósimo aprobó una confesión herética negando las consecuencias del primer pecado. En el siglo VI, el papa Vigilio fue condenado por el Quinto Concilio Ecuménico, por sus falsas opiniones. En cuanto al papa Honorio, en el siglo VII, cayó en la herejía monotelita, y fue condenado como hereje por el Sexto Concilio Ecuménico y los papas que le sucedieron, reconocieron y aceptaron esta condena.

Artículo 19

Todos estos hechos fueron conocidos por los pueblos de Occidente, al mismo tiempo que se extendía la cultura, y comenzaron a protestar contra estas innovaciones y a exigir, como fue el caso en el siglo XV, en el concilio de Basilea y el de Constanza, el regreso a la constitución eclesiástica de los primeros siglos, a la que, por la gracia de Dios, las Iglesias de Oriente y del Norte, que por sí solas, forman ahora la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de Cristo, la columna y el fundamento de la verdad, son y serán fieles.

La misma protesta contra el papado se alzó en el siglo XVII por los sabios teólogos galicanos y en el siglo XVIII, por los obispos alemanes. En nuestro siglo de ciencia y de crítica, la conciencia cristiana se ha dispuesto contra el nuevo dogma de la infalibilidad pontificia y son aún los teólogos alemanes los que protestaron en 1870. De esto ha resultado la formación de la comunidad religiosa independiente de los Viejos Católicos que han negado el papado y permanecen separados.

Artículo 20

Es, pues, en vano el hecho de que el obispo de Roma nos reenvíe a las fuentes para que busquemos atentamente lo que creían nuestros padres de antaño y que es la herencia de los orígenes del cristianismo. Precisamente, en estas fuentes, es donde los ortodoxos extraemos las doctrinas antiguas y transmitidas divinamente, que guardamos precisamente hasta hoy; no compartimos de ninguna forma las innovaciones que Occidente introdujo tardíamente, en tiempos de indigencia espiritual, y que el papado adoptó y conserva hasta ahora.

Así, la Iglesia ortodoxa de Oriente se gloría justamente en Cristo de ser la Iglesia de los siete Concilios Ecuménicos y de los nueve primeros siglos del cristianismo y, pues, de ser la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica, “la columna y el fundamento de la verdad”. En cuanto a la Iglesia romana moderna, es la Iglesia de las innovaciones, de la falsificación de los escritos de los padres de la Iglesia, de la interpretación errónea de la Santa Escritura y de las decisiones de los santos concilios. Por eso, ha sido condenada y lo estará en tanto persista en su error, pues, como lo decía San Gregorio el Teólogo, “una guerra loable vale más que una paz que separe de Dios”.

Artículo 21

Tales son, en resumen, las graves y arbitrarias innovaciones sobre la fe y la constitución canónica de la Iglesia que el papado ha introducido y que la encíclica de León XIII silencia voluntariamente. Estas innovaciones que alcanzan a puntos fundamentales de la fe y de la administración de la Iglesia, y que son manifiestamente contrarias a la situación eclesiástica de los nueve primeros siglos, hacen imposible la unión tan deseada de las Iglesias.

Toda alma piadosa y ortodoxa está llena de un dolor inexpresable viendo al papado persistir con orgullo en sus errores, mientras que volviendo a su situación anterior, la de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de Cristo, contribuirá a la realización de la unión.

Artículo 22

¿Qué responderemos a lo que el pontífice romano escribe a los gloriosos pueblos de los eslavos? Nadie ha negado nunca que es por la virtud de la obra apostólica de San Cirilo y San Metodio, que la gracia de la salvación viniera a muchos pueblos eslavos: la historia testifica que en tiempos de San Focio el Grande, estos apóstoles griegos de los eslavos, estos amigos íntimos de este divino padre, salidos de Tesalónica para convertir a los eslavos, fueron enviados, no por Roma, sino por Constantinopla, ciudad en la que se formaron y habían sido monjes, en el monasterio de San Policrono.

Estos hechos contradicen absolutamente la afirmación contenida en la encíclica del pontífice romano sobre el tema de las relaciones amistosas y de la profunda simpatía que habría existido entre las tribus eslavas y los obispos de Roma.

Incluso si su santidad el papa León XIII lo ignora, la historia nos enseña con certeza que los santos apóstoles de los eslavos encontraron una viva oposición en su obra e incluso excomuniones procedentes de los papas, y que fueron más cruelmente perseguidos por los obispos francos, partidarios del papa, que por los paganos de estas regiones. Su santidad el papa sabe muy ciertamente que tras la muerte de San Metodio, doscientos de sus más notables discípulos, a causa de las numerosas luchas suscitadas por la oposición papal, fueron expulsados de Moravia y conducidos por la fuerza de las armas, fuera de este país, para dispersarse en Bulgaria y más allá. Sabe también, sin duda, que tras la expulsión del clero eslavo más sabio, el rito oriental y el empleo de la lengua eslava, entonces en uso en la liturgia, fueron suprimidos y que poco a poco, todo vestigio de la Ortodoxia desapareció de estas provincias, todo esto con la bendición y la cooperación vergonzosa de los obispos de Roma, poco preocupados por la santidad y la dignidad episcopal. Por tanto, a pesar de estos tratamientos arrogantes, las Iglesias ortodoxas eslavas, hijas bien amadas del Oriente ortodoxo, y en particular la gran y gloriosa Iglesia de Rusia, han sido protegidas y salvaguardadas por la gracia de Dios; han guardado y guardarán hasta el fin de los tiempos la fe ortodoxa y la libertad que se encuentra en Cristo.

En vano, pues, promete la encíclica papal a las Iglesias eslavas la prosperidad y la grandeza, ya que, por la voluntad de Dios, gozan ya de estas bendiciones y se glorían en Cristo de su fidelidad a la Ortodoxia de sus padres.

Artículo 23

Tales son los hechos, y son probados indudablemente por la historia de la Iglesia, y es, con la preocupación de cumplir todo nuestro deber, por lo que nos dirigimos ahora a los pueblos de Occidente que con credulidad, por ignorancia de la verdadera e imparcial historia de la Iglesia, se han dejado arrastrar lejos de nosotros y se han adherido a las innovaciones anti evangélicas e ilegítimas del papado cismático y abandonado la Iglesia Ortodoxa de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica, que es “la Iglesia del Dios Vivo, la columna y el fundamento de la Verdad”, en la que sus gloriosos ancestros brillaron por su piedad y la ortodoxia de su fe, y de la que fueron miembros fieles y preciosos durante nueve siglos, siguiendo con obediencia sus decisiones y caminando sobre las huellas de los padres y de los Concilios Ecuménicos.

Artículo 24

Pueblos amigos de Cristo, países gloriosos de Occidente: por un lado nos regocijamos de ver que tenéis un celo real por Cristo y de que sois guiados por esta justa convicción de que “sin la fe no se puede ser grato, porque es preciso que el que se llega a Dios crea su ser y que es remunerador de los que le buscan” (Hebreos 11:6), pero por otro lado, es evidente para todo hombre de buen sentido que la fe saludable en Cristo, debe ser en todo conforme a la Santa Escritura y a las Tradiciones Apostólicas, sobre las que reposan la enseñanza de los padres divinos y la de los siete Concilios Ecuménicos divinamente reunidos.

También es en todo manifiesto que la Iglesia universal, que es la única que guarda en su seno, integralmente y sin cambios, la fe una, el divino depósito predicado y transmitido por los padres teóforos guiados por el Espíritu Santo, es “una e idéntica” para la eternidad y no “múltiple y cambiante” según los tiempos. Pues las verdades evangélicas no son susceptibles de modificación o de progreso según las épocas, como lo son los diversos sistemas filosóficos: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8).

Es lo que afirmaba en el siglo V San Vicente, alimentado por la leche de la piedad recibida de los padres, en el monasterio de Lérins, en Galia, cuando definía, con una gran sabiduría y ortodoxia, el verdadero carácter de la fe y de la Iglesia: “En la Iglesia católica, debemos sobre todo, preocuparnos por conservar lo que ha sido creído en todo, en todo tiempo y por todos. Pues sólo eso puede ser llamado verdaderamente y justamente católico, en toda la fuerza y significado de la palabra, que quiere decir “que lo comprende todo universalmente”. Y lo será así, si seguimos la universalidad, la antigüedad y el consentimiento de todos” (2).

Pero como lo hemos dicho, la Iglesia de Occidente, desde el siglo X hasta nuestros días, ha introducido, por el hecho del papado, nuevas doctrinas, extrañas y heréticas, y se ha encontrado separada y alejada, así, de la verdadera y ortodoxa Iglesia de Cristo.

Cuánto os es necesario, pues, regresar a las doctrinas antiguas e inalteradas de la Iglesia para obtener la salud en Cristo que tanto deseáis, si comprendéis fácilmente, leyendo con atención, el mandato dado por el apóstol Pablo, que fue arrebatado al cielo, escribiendo a los tesalonicenses: “Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las enseñanzas que habéis recibido, ya de palabra, ya por cara nuestra” (2ª Tesalonicenses 2:15).

El mismo santo apóstol dice también a los gálatas: “Me maravillo de que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de Cristo, y os paséis a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino es que hay quienes os perturban y pretender pervertir el Evangelio de Cristo” (Gálatas 1:6-7).

Sin embargo, evitad a los pervertidores de la verdad evangélica: “Os exhorto, hermanos, que observéis a los que están causando las disensiones y los escándalos, contrarios a la enseñanza que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos; porque los tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino al propio vientre, y con palabras melosas y bendiciones, embaucan los corazones de los sencillos” (Romanos 16:18).

Volved ahora al seno de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de Dios, que comprende todas las Iglesias plantadas por Dios como ricas viñas en el conjunto del mundo ortodoxo, y que están inseparablemente unidas, las unas a las otras, por la fe salvadora en Cristo, en la paz y en el Espíritu Santo, a fin de que el Nombre venerable y magnífico de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, que sufrió por la salvación del mundo, sea también glorificado entre vosotros.

Artículo 25

En cuanto a nosotros, que por la gracia y la voluntad misericordiosa de Dios, somos miembros preciosos del Cuerpo de Cristo, es decir, de Su Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, guardemos firmemente la piedad de nuestros padres tal y como nos fue transmitida desde los tiempos apostólicos.

Desconfiemos de los falsos apóstoles revestidos de corderos, que intentan seducir a los más simples de entre nosotros por falsas promesas, autorizándolo todo para obtener la unión con la única condición de que reconozcan al papa de Roma como el jefe supremo, infalible y soberano absoluto de la Iglesia Universal, como único representante de Cristo sobre la tierra y fuente de toda gracia.

Nosotros, por el contrario, que hemos sido, por la gracia y la bondad de Dios, establecidos obispos, pastores y doctores de las Santas Iglesias de Dios, “Mirad, pues, por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la Iglesia del Señor, la cual Él ha adquirido con su propia sangre” (Hechos 20:28), y conscientes de que deberemos rendir cuentas, “exhortaos unos a otros, y edificaos recíprocamente como ya lo hacéis” (1ª Tesalonicenses 5:11), y “el Dios de toda gracia, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de un breve tiempo de tribulación, Él mismo os hará aptos, firmes, fuertes e inconmovibles” (1ª Pedro 5:10), y que haga que todos los que yerran lejos del rebaño uno, santo, católico y ortodoxo de las ovejas racionales, sean iluminados con la Luz de su gracia y con el conocimiento de la Verdad. A Él sea la gloria y el reino por los siglos de los siglos. Amén.

Compuesto en el Palacio Patriarcal de Constantinopla, en el mes de agosto del año de gracia 1895.

ANTIMO, de Constantinopla, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

NICODEMO, de Cícico, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

FILOTEO, de Nicomedia, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

JERÓNIMO, de Nicea, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

NATANAEL, de Prusia, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

BASILIO, de Esmirna, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

ESTEBAN, de Filadelfia, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

BESARIÓN, de Durazzo, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

DOROTEO, de Belgrado, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

NICODEMO, de Elasson, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

SOFRONIO, de Cárpatos, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

DIONISIO, de Eleuterópolis, hermano bien amado e intercesor ante Cristo nuestro Dios.

Notas

1. Véase la vida de León III, por Atanasio, presbítero y bibliotecario de Roma, en sus Vidas de los papas. San Focio, haciendo también memoria de esta inventiva del papa ortodoxo de Roma, León III, contra los poseedores de la errónea doctrina, en su renombrada carta al metropolita de Aquileia, se expresa como sigue: “Pues (por no hablar de los que fueron antes de él) León el anciano, prelado de Roma, así como León el joven, después de él, mostraron tener la misma mente con la Iglesia Católica y Apostólica, con los santos prelados, predecesores suyos, y con los mandatos apostólicos; uno, contribuyó en gran manera a la celebración del cuarto Concilio Ecuménico, tanto por los sagrados hombres que fueron enviados allí para representarlo, y por su carta, por la que Nestorio y Eutiquio fueron depuestos; y por otro lado, con cuya carta, según los decretos sinodales previos, declaró que el Espíritu Santo procedía del Padre, pero no “del Hijo”. Y de la misma forma, León el joven, su homólogo en la fe, así como en su nombre. De hecho, este último, que era ardientemente celoso por la verdadera piedad, para que el patrón sin mancha de la verdadera piedad no pudiera, de ninguna forma, ser falsificado por una lengua bárbara, lo publicó en griego, como ya se ha dicho en el principio, para el pueblo de Oriente, y así pudieran glorificar y predicar correctamente a la Santísima Trinidad. Y no sólo por palabra y mandato, sino también, habiéndola escrito y expuesto a la vista de todos sobre unas planchas fabricadas especialmente, como se hace con algunos monumentos, y lo situó en las puertas de la Iglesia, para que cualquier persona pudiera fácilmente aprender la fe no contaminada, y para que no pudiera ser alejada de los secretos falsificadores e innovadores que adulteran la piedad de los cristianos, y disponen en el Hijo, después del Padre, la segunda procedencia del Espíritu Santo, que procede del Padre con igual honor al del Hijo Unigénito. Y no fueron solamente estos dos santos hombres, que brillaron en Occidente, los que preservaron la fe libre de innovaciones, pues la Iglesia no está necesitada de hombres rectos como la de los predicadores occidentales, pero hay también una multitud de ellos que no se pueden contar fácilmente, y que obraron de la misma forma.

2. In ipsa item Catholica Ecclesia magnopere curandum est, ut teneamus, quod ubique quod semper ab omnibus creditum est. Hoc est enim vere proprieque Catholicum (quod ipsa vis nominis ratioque declarat), quod omnia fere universaliter comprehendit. Sed hoc fiet si sequimur universalitatem, antiquitatem, consensionem’(Vincente de Lérins, Commonitorium pro Catholica fidei antiquitate et universalitate cap. III, cf. cap. VIII y XIV).

Traducido por P.A.B



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