San Juan Crisóstomo, el más grande predicador de la Iglesia y mayor intérprete de las Sagradas Escrituras
HOMILIA VI SOBRE EL EVANGELIO DE SAN MATEO
por San Juan Crisóstomo
Cuando hubo nacido Jesús en Belén de Judá, en tiempo del rey Herodes, unos magos del Oriente llegaron a Jerusalén y preguntaron: ”¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo.” (Mt 2, 1-2).
Grande vigilancia necesitamos y muchas oraciones para poder explanar el presente pasaje de la Sagrada Escritura y llegar a saber quiénes son estos magos, de dónde, cómo vinieron, quién los convenció para ello y qué clase de estrella fue la que los movió. Más aún, si os parece comencemos por lo que afirman los enemigos de la verdad. Hasta tal punto el demonio los inspira, que les ha puesto la tentación de sacar de este pasaje un argumento contra la verdad. ¿Qué es lo que dicen? Que al nacer Cristo apareció la estrella, lo que demuestra que la astrología es verdadera ciencia.
Pero ¿cómo es que si nació bajo las leyes de la astrología echó abajo la astrología, acabó con la ciencia del hado, cerró las bocas de los demonios, disipó el error y apartó toda esa clase de manipulaciones? ¿Cómo se explica que por esa estrella sepan los magos que Cristo es el rey de los judíos, siendo así que Jesús dijo a Pilato que su reino no era mundano? Mi reino no es de este mundo. Y a la verdad no demostró nada de los reinos de este mundo: no se rodeó de alabarderos, ni de gente armada de escudos, ni de caballería, ni de tiros de mulas, ni de otra cosa alguna de ésas; sino que llevó una vida sencilla y pobre, acompañado de doce hombres, y éstos de los más despreciados.
Mas, aunque supieran que es rey ¿por qué van a buscarlo? No es que la astrología estudie el que por las estrellas sean conocidos los que nacen, sino que, como algunos dicen, ella se ocupa en declarar de antemano lo que a los niños acontecerá, según la hora y punto en que nacen. Pero los magos ni estuvieron presentes cuando la Madre daba a luz al Niño, ni sabían cuándo nacería, ni tomando pie de eso predijeron por el movimiento de las estrellas su suerte futura; sino que, por el contrario, como hubieran visto ya tiempo antes la estrella brillar en su región, fueron a ver al Niño. Y, otra cosa que presenta aún mayores dificultades para los astrólogos que lo que precede, ¿qué fue lo que movió a los magos? ¿En qué esperanza apoyados llegan de tierras tan distantes para visitar al rey?
Aún cuando hubiera luego de reinar sobre ellos, ni aun así había una razón suficiente. Si hubiera él nacido en un palacio, estando presente el rey su padre, con razón diría alguno que ellos, para dar gusto al padre adoraron al Niño, ganándose así la benevolencia regia, mediante ese acto de veneración. Pero, sabiendo ellos que no sería su rey, sino de gente extraña y muy apartada de sus tierras y que ni siquiera había llegado a la mayoría de edad ¿por qué emprenden tan larga peregrinación? ¿por qué le llevan dones? Y más cuando todo eso tenían que hacerlo exponiéndose a grave peligro. Porque apenas lo supo Herodes se turbó; y todo el pueblo se conturbó cuando lo supo de boca de los magos.
Dirás que los magos no adivinaban lo que sucedería. Esto no parece razonable. Porque aun cuando hubieran sido los más necios de los hombres, no podían ignorar que llegándose a una ciudad sujeta a otro rey y con semejantes nuevas, y tratándose de un rey distinto de aquel que entonces reinaba, evidentemente se expondrían a infinitos peligros. Además: ¿por qué adoraron a un Niño envuelto en pañales? Porque si a lo menos el Niño hubiera llegado ya a la mayoría de edad, podría decirse que los magos, con la esperanza de que luego los auxiliara, se habían expuesto al manifiesto peligro; cosa que por otra parte no habría dejado de ser propia de una extrema locura: que un persa, un bárbaro que nada de común tenía con la gente de los judíos, quisiera salir de su país y abandonar su patria, sus parientes y su casa para ir a sujetarse a otro reino.
Y si esto era locura, mayor locura fue lo que luego sé siguió. ¿Qué fue lo que siguió? Que tras haber recorrido tan vastos caminos y haber hecho su adoración, al punto se regresaron, tras haber levantado tan grande tumulto. Y ¿qué insignias regias vieron? Una choza, un pesebre, un niño en la cuna, una madre pobre. ¿A quién pues y por qué motivo llevaron sus dones? ¿Existía acaso alguna ley, había alguna costumbre de que a todo rey que naciera se le llevaran presentes? ¿Rondaban acaso por todo el orbe de la tierra para adorar antes de que subieran al trono a cuantos supieran que de humildes y viles llegarían a reyes? Nadie se atrevería a decirlo. Entonces ¿por qué lo adoraron? Si fue por lo que ahí vieron ¿qué ventaja podían esperar que recibirían de un niño y de una pobre madre? Si fue por esperanza de lo futuro ¿cómo podían saber que un infante adorado en la cuna recordaría después lo que ellos hubieran hecho? Y si creían que más tarde se lo recordaría su madre, por tal motivo más que premio merecían castigo, pues ponían al niño en manifiesto peligro.
En efecto: Herodes, turbado por los procederes de los magos, comenzó a buscar al niño y a inquirir y a procurar darle muerte. Es un hecho universal que en todas partes quien a un particular que es aún de tierna edad abiertamente le predice que será rey, no hace otra cosa que entregarlo a la muerte o a lo menos levantar contra él infinitas guerras. ¿Observas toda la cantidad de absurdos que de aquí se deriva en este negocio, si se examina a la luz de las leyes ordinarias de la vida humana? Ni sólo es esto, sino que muchas más cosas podrían decirse de las que brotarían dificultades mayores que las que acabamos de exponer.
Mas para no ir concatenándolas, dificultades sobre dificultades, y arrojaros así a cien oscuridades ¡ea! apresurémosnos a dar solución a las ya propuestas; y tomemos comienzo por la estrella. Si llegamos a conocer de qué calidad era y si era una de tantas o distinta de las otras, y si realmente era estrella o sólo en apariencia, entonces fácilmente resolveremos las demás cuestiones. ¿Cómo lo sabremos? Por la misma Escritura. Paréceme que puede comprobarse no haber sido una estrella como las otras; más aún, ni siquiera estrella, sino un espíritu invisible que aparecía como estrella, desde luego por el camino que sigue. Porque no hay, no existe estrella alguna que siga semejante camino. El sol, la luna y los demás astros todos, vemos que van de oriente a occidente, mientras que esta estrella camina de norte a sur, pues al sur queda Palestina si la consideras desde Persia.
En segundo lugar, lo mismo puede demostrarse por el tiempo. Porque no aparece de noche, sino en pleno día y en los esplendores del sol, fuerza que no tiene otra estrella alguna, ni aun la luna misma. Puesto que ésta, aun superando a los demás astros, en cuanto aparece el brillo del sol, al punto se esfuma y no se ve su luz. En cambio, la otra estrella superaba con la fuerza de su brillo aun los rayos solares y sus rayos vencían a éstos. En tercer lugar, se demuestra porque ella a veces emitía su luz y a veces no. Pues mientras caminaban los magos hacia Palestina brilló; pero después que llegaron a Jerusalén, se les ocultó. Y luego, tras abandonar a Herodes, una vez que lo hubieron puesto al tanto del motivo de su viaje, se les apareció de nuevo, al continuar ellos su camino. Cosa es ésta que no se ajusta con el movimiento de una estrella, sino que es propia de un espíritu dotado de inteligencia. No teniendo este camino prefijado, marchaba a donde quería, se detenía cuando se había de detener y todo lo disponía según las oportunidades, a la manera de aquella columna de nube que mostraba a los judíos cuándo habían de caminar y levantar el campamento y cuándo habían de parar y poner el campamento.
En cuarto lugar, se demuestra claramente lo mismo por el modo de lucir. Pues no estaba enclavada en lo alto de los cielos, ya que de ese modo no hubiera podido dirigir a los magos, sino que andaba en las regiones inferiores y así los guiaba en su sendero. Ya sabéis que una estrella no puede señalar un sitio tan pequeño y determinado como el que ocupa una cabaña, más aún cuando ésta apenas puede contener el cuerpecito de un niño. De manera que desde las enormes alturas, no podía un astro indicar al visitante un tan estrecho lugar. Así podemos observarlo en la luz de la luna. A pesar de que tan grandemente supera a todas las estrellas, sin embargo parece tan vecina de todos los habitantes del orbe, diseminados en tan amplias latitudes.
Pregunto, pues: ¿cómo habría señalado un sitio tan estrecho y pequeño como el de una choza y de un pesebre, una estrella, si no fuera abatiéndose desde las alturas hasta las regiones inferiores y deteniéndose sobre la cabeza misma del infante? Que es lo que el evangelista indica cuando dice: He aquí que la estrella los precedía hasta que llegada encima del lugar en donde estaba el Niño, se detuvo. ¿Ves con cuán numerosos argumentos se demuestra que semejante estrella no era una de tantas y que no mostró su luz al modo y según las leyes de la errónea astrología?
Pero entonces ¿por qué motivo apareció? Para herir la insensibilidad de los judíos y quitarles, como a ingratos, toda ocasión de defensa. Pues como venía Jesús para abrogar todas aquellas antiguas instituciones y reducir al orden al orbe entero y a un solo culto, y para ser adorado en todas partes, por mar y tierra, ya desde sus principios abrió la puerta a los gentiles para enseñar a los suyos mediante el ejemplo de los extraños. Como no prestaban atención, a pesar de que oían hablar a los profetas de su venida, hizo que unos bárbaros, llegados de tierras lejanas, les preguntaran por el rey nacido entre ellos, y por vez primera supieran, por hombres de habla persa, lo que no habían querido aprender de los profetas. De manera que, si querían rectamente proceder, tuvieran a la mano una magnífica ocasión para dar su asentimiento; y si, por el contrario, lo recusaban, quedaran privados de toda razonable excusa.
¿Qué podrán alegar quienes no recibieron a Cristo, anunciado por tantos profetas, cuando vean que los magos, por sólo haber contemplado una estrella, lo recibieron y lo adoraron? Lo que hizo al enviar hacia los ninivitas a Jonás; lo que hizo con la samaritana y con la cananea, eso mismo lo obró por medio de los magos. Por eso decía: “Se levantarán los ninivitas y os condenarán. Se levantará la reina del Mediodía y condenará a esta generación.” Porque los magos creyeron ante menores maravillas, y éstos no creen ni ante otras mayores. Preguntarás: ¿por qué condujo a los magos mediante la vista de la estrella? Pues ¿de qué otro modo convenía? ¿les había de enviar profetas? Los magos no les habrían dado fe. ¿Les había de hablar desde las alturas? No habrían hecho caso.¿Les tendría que haber enviado un ángel? Quizá también lo habrían despreciado. Dios deja, pues, a un lado todos esos otros medios, y usando de suma indulgencia, los llama por medios más ordinarios y les muestra una estrella grande y distinta de las otras, con el objeto de excitar su atención con la belleza y la magnitud del astro, y aun por la forma con que se mueve.
Imitando este modo de proceder, Pablo tomó ocasión de un altar, para dirigirse a los griegos y disputar con ellos, y les presentó el testimonio de sus poetas; en cambio, a los judíos les hablaba recordándoles la circuncisión; y a quienes vivían bajo la Ley les enseñaba tomando ocasión de los sacrificios. Puesto que cada cual de mejor gana sigue sus modos acostumbrados, así procede Dios, lo mismo que los varones por Él enviados para la salvación del mundo. No tengas, pues, por cosa indigna que Dios llamara a los magos mediante una estrella, pues en ese caso tendríamos que condenar toda la religión judaica: sacrificios, purificaciones, novilunios, el arca y hasta el templo mismo; en efecto, todo eso tomó su origen de la grosería pagana. Dios, para salvación de los que yerran permitió ser venerado con esas prácticas con que los gentiles adoraban a los demonios, con sólo unos pequeños cambios. Todo con el objeto de que luego, poco a poco, apartados de sus costumbres, fueran llevados a más alta perfección.
Exactamente igual procedió con los magos, llamándolos mediante el espectáculo de una estrella, para luego conducirlos a más elevadas alturas. Una vez que los hubo conducido como de la mano al pesebre, ya no les habló por la estrella, sino por medio de un ángel con lo que los tornó mejores poco a poco. Lo mismo había hecho con los ascalonitas y con los de Gaza. Una vez que aquellas cinco ciudades, con la llegada del arca, fueron heridas con una plaga, como no encontraran medio alguno para los males que se les echaban encima, llamaron a los magos; y reunidos todos, consultaron entre sí cómo podrían apartar aquel azote, que de parte de Dios les había acontecido.
Los adivinos les dijeron ser necesario uncir al arca unas vacas que aún no hubieran llevado el yugo y que fueran de primer parto y que se las dejara ir por donde quisieran, sin que nadie las llevara; y que así conocerían si la enfermedad les había venido de Dios o era de casualidad. Porque decían: si acaso por no acostumbradas quiebran el yugo o se devuelven por causa de los mugidos de los becerrillos, o porque ignoran el camino, quedará claro que el azote nos habrá venido por casualidad. Pero si van rectas su camino y no se desvían ni por los mugidos de sus becerrillos ni por no saber el camino, entonces fue la mano misma de Dios la que hirió a estas ciudades.
Y habiendo hecho caso los habitantes de sus adivinos, Dios, usando de su benignidad indulgente, se acomodó al parecer de aquellos adivinos y no tuvo por ajeno de su majestad sacar verdadero el juicio de los adivinos y hacer que los demás creyeran lo que ellos les decían. Pues parecía mayor milagro el que los mismos enemigos testificaran el poder de Dios y sus maestros y doctores le dieran el voto favorable. Vemos además que en otros muchos casos Dios ha procedido de igual forma. Así en lo referente a las profecías de la pitonisa, procedió de igual forma, como podéis vosotros mismos explicároslo conforme a lo que ya tengo dicho. Porque nosotros hemos dicho lo que precede acerca de la estrella, pero vosotros podéis añadir muchas otras consideraciones además. Pues dice el proverbio: Da ocasión al sabio y se hará más sabio (Prov 9, 9).
Debemos ahora volver al principio del pasaje leído. ¿Cómo empieza? Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá, en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos. Los magos siguieron a la estrella como a su guía, mientras que los judíos no dieron crédito a los profetas que anunciaban al Mesías. Mas ¿por qué el evangelista nos indica el tiempo y el lugar? Pues dice: En Belén y en los días del rey Herodes. ¿Por qué añadió eso de la dignidad real? Lo añadió porque hubo otro Herodes, el que asesinó a Juan Bautista. Pero éste era tetrarca; el otro era rey. Y pone el tiempo y el sitio, para traernos a la memoria las antiguas profecías. Una de Miqueas que dijo: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los príncipes de Judá (Mich 5, 2). La otra es del patriarca Jacob, quien nos señaló el tiempo y juntamente nos dio una gran señal de la venida de Cristo. Porque dice: No faltará príncipe de Judá ni caudillo salido de sus entrañas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y Él será la expectación de las naciones (Gn 49, 10).
Pero también hay que investigar cuál fue el motivo de que los magos tuvieran tales pensamientos y quién los movió a ponerlos por obra. Porque yo creo que no puede ser todo esto atribuido solamente a la estrella, sino a Dios, que excitó sus ánimos. Lo mismo que hizo con Ciro cuando lo movió a dejar libres a los judíos. Ni hizo esto en forma tal que los privara de su libre albedrío. Así cuando de lo alto llamó a Pablo, puso de manifiesto tanto su gracia como la obediencia del futuro apóstol.
Preguntarás: ¿por qué mejor no hizo lo mismo con todas las gentes y les reveló el significado de la estrella? Porque no todos le darían crédito. Aparte de que los magos estaban mejor preparados. Del mismo modo, cuando gran cantidad de pueblos perecía, sólo a los ninivitas fue enviado Jonás. Y dos ladrones estaban puestos en la cruz, pero sólo uno alcanzó la salvación. Pondera, pues, la virtud de los magos, no porque acudieran al llamamiento, sino por la confianza y sencillez con que procedieron. Pues para no parecer que iban enviados con engaño, declaran quién los ha guiado y lo largo del camino y manifiestan al hablar una plena seguridad. Porque dicen: Venimos para adorarlo. Y no temen ni los furores del pueblo ni el poder del rey. Por esto creo yo que allá en su país eran doctores y maestros de los suyos. Quienes acá no dudaron en declarar a qué venían, sin duda que en su patria debieron hablar del asunto con la misma libertad una vez vueltos allá, tras de haber escuchado el oráculo del ángel y haber oído el testimonio del profeta, por los judíos invocado.
Y Herodes, al oír esto, se turbó y con él toda Jerusalén. Razonablemente Herodes, por ser rey, temía por sí y por sus hijos. En cambio, Jerusalén ¿por qué se turbaba, pues ya de antemano los profetas le habían predicho que el Niño sería su salvador, su bienhechor y libertador? ¿Por qué, pues, se turbaban? Porque seguían en la misma disposición que sus antepasados, quienes, no obstante todos sus beneficios, se habían apartado de Dios, y cuando gozaban de soberana libertad, se acordaban de las carnes de Egipto. Observa la exactitud de los profetas. Porque eso mismo ya de antiguo lo había predicho Isaías: Querrán ser abrasados por el fuego; porque un niño nos ha nacido y un hijo nos ha sido dado (Is 9, 5-6). Turbados como están, no cuidan de ver lo que ha sucedido; no van tras de los magos; no los interrogan. Y es que eran a la par la gente más terca y más indolente del mundo. Cuando hubiera convenido gloriarse de que semejante rey hubiera nacido entre ellos y de que hubiera atraído a sí a las gentes persas y pareciera que todo el mundo vendría a quedarle sujeto, cuando todo iba tan bien y de bien en mejor, y el reinado del niño ya desde sus comienzos se manifestaba espléndido, ni aún así se hacen ellos mejores; a pesar de que no hacía tanto tiempo de que habían sido liberados de la cautividad de los mismos persas.
Aun dado el caso que nada supieran de misteriosas y elevadas profecías, por lo menos, con sólo mirar lo presente, bien podían haber reflexionado y echado sus cálculos: “Si a nuestro rey recién nacido en tal forma lo temen, mucho más lo temerán cuando ya sea mayor de edad, y le obedecerán; de manera que nuestro esplendor será mayor que el de los bárbaros.” Pero ninguna consideración de semejante jaez levantó sus ánimos. Tan grande era su desidia, a la que se sumaba la envidia. Conviene que ambos vicios los desterremos de nosotros con diligencia; y que quien se pone a combate contra ellos tenga un fervor más encendido que el fuego. De ahí que Cristo mismo dijera: He venido a traer fuego a la tierra y ¿qué quiero sino que estuviera ya encendido? (Lc 12, 49)
Por este motivo el Espíritu Santo apareció en figura de fuego. Sólo que nosotros nos hemos vuelto más fríos que la ceniza y más insensibles que los muertos, a pesar de que contemplamos a Pablo elevándose sobre el cielo y sobre el cielo de los cielos; y que todo lo vence mejor que la llama y todo lo trasciende: Lo alto y lo bajo, lo presente y lo futuro, lo que es y lo que no es (Rom 8, 38-39). Y si este ejemplo te resulta superior a tus fuerzas, esto mismo es ya una manifestación de tu tibieza. ¿Qué tuvo Pablo más que tú para que digas que no lo puedes imitar?
Pero en fin, para que no parezca que queremos querellar, dejemos a Pablo y vengamos a los primeros cristianos. Ellos despreciaron el dinero, las posesiones, los cuidados y ocupaciones del siglo y se consagraron íntegramente a Dios y atendieron día y noche a la enseñanza apostólica. Porque tal es la naturaleza del fuego espiritual: no sólo consumir toda codicia de las cosas seculares, sino cambiarla en otro amor. El que de este amor está poseído, aun cuando le sea necesario perderlo todo, aunque haya de despreciar los deleites y la gloria y aun simplemente aceptar la muerte, todo eso lo lleva a cabo con suma facilidad. Porque una vez entrado en el alma el ardor de ese fuego, quita toda tibieza y vuelve a aquel de quien se ha apoderado más ligero que una pluma: de manera que viene a despreciar todo lo visible.
Un alma así persevera en adelante en perfecta contrición, derrama con frecuencia torrentes de lágrimas y de ello le vienen grandes delicias. Porque nada hay que tanto nos una y acerque a Dios como un llanto semejante. Un varón así, aun cuando habite en medio de las ciudades, procede como si estuviera en mitad del desierto, en los montes, en las cavernas: para nada se cuida de las cosas presentes y jamás se cansa de verter lágrimas, ora llore por sí mismo, ora por los pecados de los demás. Por eso Cristo a éstos llamó principalmente bienaventurados, cuando dijo: Bienaventurados los que lloran (Mt 5, 5). Mas Pablo ¿por qué dice: Gózaos en el Señor siempre (Phil 4, 4)? Para declarar el deleite de semejantes lágrimas. Así como los goces mundanos llevan consigo la tristeza, así aquellas lágrimas engendran el gozo según Dios, gozo perpetuo y que nunca muere.
Así la meretriz famosa, en tal fuego encendida, llegó a ser más preclara que las mismas vírgenes. Abrazada en el fervor de la penitencia, ardió luego en el amor a Cristo y con sus cabellos sueltos enjugó los pies de Cristo, tras de regarlos con sus lágrimas y de haber derramado en ellos el ungüento. Eran exteriores aquellas acciones. Pero lo que en su ánimo se obraba eran fervores mucho más intensos, que solamente Dios contemplaba. Oyendo esto, cada uno de nosotros se congratula con ella y se alegra de sus rectos procederes y la piensa libre de culpa. Pues si nosotros, malos como somos, tal juicio nos formamos, considera cuán grande gracia recibiría de Dios y cuán grandes bienes conseguiría de Él por la penitencia, aun antes de obtener los otros dones más altos.
Así como después de las grandes tempestades queda más puro el aire, así tras el torrente de lágrimas sigúese la serena tranquilidad y desaparecen las tinieblas del pecado. Así como por el agua y el Espíritu Santo nos libramos de la culpa, así por las lágrimas y la confesión también quedamos limpios, con tal de que no lo hagamos por simple ostentación y para obtener alabanzas. La mujer que por tal motivo lanzara lágrimas sería más culpable que la que se embadurna con ungüentos y polvos y coloretes. Yo me refiero a las lágrimas que brotan no de ostentación, sino de compunción: esas que corren en lo oculto de tu aposento, sin testigos, en quietud y sin ruido, de lo íntimo del corazón nacidas y de la tristeza y dolor, lágrimas que sólo por Dios son derramadas. Tales eran las lágrimas de Anna, madre de Samuel, pues dice la Escritura: Sus labios se movían, pero no se oía su voz (1 Reg 1, 13) y sin embargo, sus solas lágrimas lanzaban una voz más penetrante que la de una trompeta. Y por eso abrió Dios su vientre y convirtió en fértil campo la peña endurecida de su esterilidad.
Si tales son tus lágrimas habrás imitado a tu Señor. Pues también él lloró sobre Lázaro y sobre la ciudad y se conturbó por Judas. Y en el evangelio con frecuencia se le encuentra procediendo así; pero nunca riendo; más aún, ni sonriendo. Ninguno de los evangelistas refiere nada de esto. Por eso Pablo cuenta de sí mismo, y otros lo cuentan de él, que lloraba y lo hizo por todo un trienio; pero que riera, ni él nos lo cuenta de sí mismo en parte alguna, ni otro santo alguno lo atestigua de él. Y cómo él, esos mismos santos. Sólo se refiere eso de Sara y fue reprendida; y del hijo de Noé cuando pasó de libre a esclavo.
No digo esto como reprensión de la risa y para prohibirla, sino para suprimir la liviandad. ¿Cómo, te pregunto, puedes así disiparte en risas cuando tienes tantas cosas de qué dar cuenta y has de presentarte ante aquel terrible tribunal para rendir exacta razón de todo cuanto en esta vida hiciste? Porque tenemos que dar cuenta de cuanto pecamos voluntaria o involuntariamente. Pues dice el Señor: A quien me negare delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mt 10, 35). Y es cierto que a veces semejante negación puede ser forzada, y sin embargo, no por eso escapará al castigo, sino que también de ella tendremos que dar cuenta; y lo mismo de lo que conocemos y de lo que no conocemos. Pues dice Pablo: Nada me arguye la conciencia, mas no por eso estoy justificado (1 Cor 4, 4). Daremos cuenta, ya pequemos a sabiendas o sin saberlo. Y también: Yo atestiguo que tienen celo por Dios, pero sin discernimiento (Rom 10, 2). Pero esto no les basta para excusa. Y escribiendo a los de Corinto, decía: Sin embargo, temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así vuestras mentes degeneren de la simplicidad y pureza que han de tener con Cristo (2 Cor 11, 3).
En fin, teniendo que dar cuenta de tantos y tan graves crímenes ¿todavía te sientas a reír y proferir chistes mundanos y te entregas a la liviandad? Y me replicas: ¿Y qué provecho sacaré de no reír y ponerme triste? Grande, por cierto. Y tan grande que no se puede explicar con palabras. Porque en los tribunales humanos, por más que llores no escapas de la pena, una vez pronunciada la sentencia; en cambio en este otro tribunal, basta con que gimas para revocar la sentencia y obtener el perdón. Por esto Cristo con frecuencia nos amonesta a que lloremos y a los que lloran los llama bienaventurados mientras que llama desdichados a los que ríen.
No es este mundo un teatro de risa. Ni nos reunimos aquí para excitar risotadas, sino para gemir y mediante nuestros gemidos obtener la herencia de la realeza de los cielos. Si tú te presentas delante del emperador, no te atreves ni a sonreír con ligereza; y en cambio tienes en tu casa al Señor de los ángeles ¿y no tiemblas y no estás con la modestia conveniente y aun te atreves a reírte mientras él está irritado? ¿No piensas en que más lo irritas con esto que con tus pecados? Porque no se aparta Dios de los pecadores tanto cuanto se aparta de quienes pecan y no se arrepienten ni se moderan. Pero hay hombres tan locos, que aun habiendo oído estas palabras, todavía dicen: ¡Lejos de mí el derramar lágrimas! ¡Concédame Dios que esté siempre en risas y juegos!
¿Puede haber cosa más infantil? No es Dios quien concede el juego, sino el diablo. Oye lo que les sucedió a quienes se entregaban al juego: El pueblo se sentó a comer y beber y se levantaron después para danzar (Ex 32, 6). Y así eran también los sodomitas y la gente que vivía en el tiempo del diluvio. Porque de ellos se dice: Tuvieron gran soberbia, en hartura de pan y mucha ociosidad y prosperidad se colmaban de delicias (Ez 16, 49). Y los que vivieron en tiempo de Noé, aun viendo que durante tantos años se iba fabricando el arca, se entregaban al placer sin cuidado alguno, y para nada se preocupaban de lo por venir. Por esto a todos se los tragó el diluvio y naufragó todo el orbe.
No pidas, pues, a Dios regalos del diablo. A Dios corresponde daros un corazón contrito, un ánimo humilde, vigilante, temperado, continente, penitente y compungido. Tales son sus dones, porque de eso es de lo que estamos necesitados sobre todo. Un duro combate tenemos delante y nuestra batalla es contra las potestades invisibles; nuestro combate es contra los espíritus de la maldad, contra los Príncipes del mal. Ojalá que procediendo con diligencia, vigilantes y despiertos, podamos sostenernos y hacer frente al feroz escuadrón. Pero si nos entregamos a la risa, a la danza y a ser perpetuamente perezosos, por nuestra desidia caeremos aun antes de combatir.
Así es que no nos conviene andar perpetuamente riendo y entregarnos a los banquetes. Eso es propio de los farsantes de la escena, de las meretrices, para los hombres que con ese fin se han inventado: los parásitos y aduladores; pero no de quienes están destinados a heredar el cielo, de los que tienen sus nombres escritos entre los ciudadanos de la eterna ciudad, de los que están dotados de armas espirituales. Es propio de aquellos que se han consagrado al diablo. Porque es él, él mismo, quien con artimañas de este jaez se esfuerza por este camino en debilitar a los soldados de Cristo y debilitar los nervios y las fuerzas del alma. A este fin ha construído teatros en las ciudades y ha amaestrado a sus bufones, y tras perderlos a ellos, pierde por su medio a la ciudad entera. Lo que Pablo nos manda es que evitemos la chocarrería y bufonería, eso es lo que el diablo trata de persuadirnos que sigamos. Y lo más triste es el motivo por que se ríe.
Cuando los mimos, en medio de sus payasadas dicen algo blasfemo o torpe, entonces algunos de los más necios se ríen y se alegran, siendo así que a semejantes mimos se les debería lapidar en vez de aplaudirlos por sus chistes; pues por semejante placer atraen sobre sí el horno del fuego eterno. Porque quienes alaban a los que tales cosas dicen, ésos más que nadie, los incitan a decirlas; y por tal motivo con toda justicia quedan sujetos, más que nadie, al tormento debido por crimen semejante. Si no hubiera espectador, tampoco habría comediantes. Pero cuando ven que vosotros abandonáis talleres y oficios, y hasta las ganancias, es decir, todo, para correr a tales espectáculos, mayor cuidado ponen y mayor empeño en prepararlos.
No digo esto para librarlos a ellos de pecado, sino para que caigáis en la cuenta de que sois vosotros quienes suministráis el principio y raíz de semejante maldad, pues gastáis todo el día en eso, traicionando la decencia de vuestro estado de cónyuges y deshonrando el gran sacramento del matrimonio. No peca tanto el comediante como tú que le ordenas proceder así. Y no sólo se lo mandáis, sino que corréis a verlo, y os alegráis, y alabáis a los farsantes, y atronáis con vuestros aplausos esas oficinas del demonio. ¿Con qué ojos, te pregunto, verás luego en tu casa a tu esposa; a tu esposa, a la que en el teatro contemplaste injuriada? ¿Cómo no te avergüenzas al acordarte de tu esposa, cuando ves a su sexo hecho objeto de irrisión en el teatro?
Ni me opongas que ahí en el teatro todo es asunto de comedia y fingimiento; porque ese fingimiento ha convertido a muchos en adúlteros y ha destruido muchas familias. Y esto es lo que más lamento: que ya ni siquiera os parezca ser malo, sino que al contrario te entregues a los aplausos, a los gritos, a las risotadas, cuando los actores se atreven a presentar en público el adulterio. ¿Por qué llamas a semejante representación simple ficción? Infinitos suplicios merecen los comediantes, pues procuran imitar lo que todas las leyes ordenan evitar. Si mala es la cosa, mala es también su representación. Y nada digo aún de cuantos adúlteros producen los que representan esos dramas de adulterio y cuán insolentes y desvergonzados hacen a los que tales espectáculos contemplan; ya que nada hay más lascivo, nada más petulante que un ojo capaz de soportar semejantes espectáculos. Sin duda que tú no quisieras ver en el foro y mucho menos en tu casa a una mujer desnuda, porque semejante cosa la consideras como una injuria. Y en cambio ¿cómo vas al teatro a injuriar a ambos sexos, a varones y hembras, manchando al mismo tiempo tu mirada?
Tampoco alegues que aquella mujer desnuda en el teatro es una ramera: uno mismo es el cuerpo y el sexo de la ramera y de la honesta. Si en realidad nada hay de obsceno en ese espectáculo ¿por qué cuando en el foro ves a la mujer desnuda al punto te horrorizas y echas de allí a la desvergonzada? ¿Acaso el espectáculo es obsceno cuando andamos ocupados en los negocios, y cuando nos reunimos y nos sentamos en el teatro todos ya no es igualmente torpe? Semejante excusa es ridicula y deshonrosa y lleva consigo al extremo de la locura. Sería preferible tapiarte los ojos con barro y cieno a contemplar cosa tan fea y tan inicua. Porque no daña tanto al ojo el lodo, como el espectáculo lascivo y la vista de una mujer desnuda.
Oye lo que la desnudez causó ya desde el principio de los tiempos y teme lo que está detrás de tan grande torpeza. ¿Qué fue lo que dio origen a la desnudez? La desobediencia y el consejo del diablo. De manera que ya desde el principio en la desnudez puso el demonio su empeño principal. Pero en fin, a lo menos nuestros primeros padres se avergonzaron de estar desnudos, mientras que vosotros lo tomáis a honra, como lo dijo el apóstol: Que tenéis en el deshonor vuestra gloria (Phil 3, 29). ¿Con qué ojos te mirará tu esposa cuando regreses de tan desvergonzado espectáculo? ¿cómo te recibirá? ¿con qué palabras te hablará cuando en tal forma has deshonrado al sexo femenino y vuelves hecho por tal espectáculo esclavo y siervo de una meretriz?
Si oyendo esto os compungís, os felicito. Porque dice Pablo: ¿quién es el que me alegra, sino el que por mí se pone triste?( 2 Cor 2, 2) No ceséis de doleros y arrepentiros por tales pecados. El dolor por semejante motivo será el principio de vuestra conversión a una vida mejor. Si yo mismo os he hablado con mayor vehemencia, es porque quiero cortar hasta lo profundo de vuestra herida y libraros de la podredumbre que os viene de esos que os embriagan, y llevar plena salud a vustras almas. Quiera Dios que de esa salud gocemos siempre y que alcancemos el premio prometido a las buenas obras, por gracia y amor de nuestro Señor Jesús Cristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
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